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Por: Juan Diego García – marzo 21 de 2008

Los escándalos políticos en Colombia son tantos y tan seguidos que a Uribe Vélez tan sólo le cabe el consuelo de ver cómo el escándalo de hoy tapa al de ayer y el de mañana se encargará de hacer olvidar el que ahora le preocupa. Y cuando no hay un asunto nuevo que sirva de tapadera temporal ya se encargan la autoridades de Bogotá de invitar a algún funcionario gringo a que despotrique contra Venezuela y haga sonar tambores de guerra, algo de por sí demasiado grave como para permanecer indiferentes.

El escándalo más reciente tiene que ver con una propiedad rural de 17.000 hectáreas llamada Carimagua y ubicada en las llanuras orientales. Destinada inicialmente a reubicar algunas familias de campesinos desplazados por la violencia, la hacienda cambia sorpresivamente de destino cuando el ministro de Agricultura decide entregarla a un grupo de grandes empresarios porque, según él, los campesinos no están en condiciones de hacer la explotación adecuada del predio. La reacción nacional no se hizo esperar y el gobierno ha tenido que detener el proceso, nombrando inmediatamente una comisión de sabios que dictamine sobre las potencialidades reales del predio y termine dándole la razón. Un debate en el Senado ha revelado nuevos datos que apuntan a tratos de favor a familiares del ministro, así como a la existencia de una estrategia de venta muy anterior, en la que aparecen comprometidas multinacionales de Japón y otros países.

Nada extraño, si se comprueba que los programas de devolución de las tierras expropiadas por el paramilitarismo –más de seis millones de hectáreas– es un fracaso: el 98% de las tierras robadas siguen en manos de los jefes ‘paras’, mientras los desplazados sobreviven en medio de la indiferencia gubernamental. Nada nuevo si se piensa que este sistema de acumulación salvaje es tradición en Colombia: desde la compra fraudulenta y a menor precio, hasta el robo puro y simple a colonos, campesinos pobres, indígenas y colectividades negras.

Este país jamás apostó por la creación de un mercado interno dinámico, basado en la democratización de la propiedad rural, que sirviera de fundamento al desarrollo de una industria nacional. Por el contrario, se optó más bien por la gran propiedad rural, primero de ganadería extensiva y luego de explotaciones modernas destinadas básicamente a la exportación. Los dos grandes intentos de reforma agraria emprendidos en el siglo pasado fracasaron, no sin antes agudizar los procesos de despojo de la tierra a los campesinos y, sobre todo, de acentuar las formas violentas mediante las cuales se propiciaba el proceso de descomposición del campesinado como clase social.

No es entonces difícil establecer el vínculo entre la violencia popular de respuesta y la forma mediante la cual se ha despojado a los campesinos y se les obliga a la emigración a las grandes ciudades. Las guerras de ayer y las de hoy están todas ellas vinculadas a procesos de robo generalizado de tierras mediante la intimidación, la amenaza, la compra fraudulenta o, sencillamente, mediante la violencia directa sobre los campesinos. Todas están íntimamente ligadas a la acción de las fuerzas del orden y de grupos civiles de matones a sueldo en defensa de la gran propiedad rural. Las formas de la violencia cambian, pero el resultado es siempre el mismo: mayores concentraciones de la propiedad rural y el desalojo masivo de  los campesinos.

En los años de la llamada Violencia –como se denomina aquí a la guerra de los años 40 y 50–, se ejerció la más salvaje represión por parte de las fuerzas armadas y de policía –los tenebrosos ‘chulavitas’– contra los campesinos, complementada por el crimen organizado de las bandas de civiles de la extrema derecha –entonces llamados ‘pájaros’– quienes, bajo el pretexto de combatir a la oposición liberal y al comunismo, convierten a los luchadores campesinos en ‘bandoleros’, ‘chusmeros’ y otras denominaciones para justificar los bombardeos indiscriminados sobre la población civil, la destrucción de aldeas enteras, los campos de concentración, los fusilamientos y las masacres, la intimidación y las formas más crueles de tortura y asesinato en una especie de espiral demencial que culmina en el desplazamiento de cientos de miles de familias, en un país que entonces contaba con escasos cinco millones de habitantes, hacia las grandes ciudades y en un cambio radical en la propiedad rural.

Jamás se revisó esta gigantesca operación de apropiación indebida de las tierras en beneficio del gran latifundio. Nunca se consideró siquiera resarcir a los cientos de miles de perjudicados que lo perdieron todo. Ni siquiera se sometió a la justicia a los responsables de la masacre y el terror –se calculan unos 300.000 asesinatos–.

La violencia actual, guardadas las diferencias, se asemeja mucho a las anteriores, sólo que ahora las dimensiones son infinitamente mayores. Se trata, según los cálculos más conservadores de casi cuatro millones de personas desplazadas, básicamente por la acción del terror paramilitar y, no en pocas ocasiones, por la actuación de las mismas fuerzas armadas y de policía. Están en juego ahora más de seis millones de hectáreas que han pasado de las manos de los campesinos pobres, los colonos, las comunidades indígenas y negras al control de los viejos y nuevos latifundistas, y a las multinacionales que ansían explotar sin restricciones el petróleo, el gas, el carbón, los minerales, el agua, la madera, la biodiversidad o emprender la construcción de nuevos canales interoceánicos, vías de comunicación, bases militares y otras infraestructuras que faciliten el sueño de extender el dominio de los Estados Unidos desde Alaska hasta la Tierra del Fuego.

Nunca como hoy fue tan alta la concentración de la propiedad rural en Colombia. Nunca fue tan dramática la expulsión de millones de personas a las grandes urbes. Carimagua tan sólo viene a recordar la vocación violenta de una clase dominante que “aún monta demasiado a caballo”, que renunció a un proyecto industrial y de desarrollo autónomo, y a la cual no le tiembla la mano para despojar violentamente a los campesinos de sus propiedades. Si ayer no se hizo justicia, si nada se devolvió a los afectados ni se castigó a los culpables, ahora sucederá lo mismo si una fuerte movilización nacional e internacional no lo impide. Si nada lo remedia, Carimagua será, entonces, uno más en la larga lista de atropellos que tengan que soportar los pobres del país.

Desde esta perspectiva, resulta pura propaganda que el gobierno de Uribe Vélez niegue la existencia de un conflicto y reduzca la guerrilla a un simple grupo de bandidos y terroristas. Por otra parte, si en realidad –como sostiene el gobierno– el paramilitarismo es cosa del pasado, nada más sencillo, entonces, que devolver las tierras a los desplazados y facilitarles el regreso a sus hogares. Aún sin realizar la reforma agraria que siempre se frustró, al menos así se reducirían las formas más brutales de la verdadera contrarreforma adelantada por la clase dominante del país en los últimos años, con la ayuda evidente del paramilitarismo y las fuerzas armadas. Uno de los factores centrales del actual conflicto con las guerrillas estaría resuelto y el camino de la paz, muy despejado.

¿Es que Uribe no puede comprometerse en un proceso de paz que habría de comenzar –entre otras medidas– por la expropiación de estos brutales expropiadores, es decir, los capos de la extrema derecha, los latifundistas viejos y nuevos, y las multinacionales que se han apropiado de millones de hectáreas y han expulsado de sus tierras a millones de campesinos? ¿Por qué no puede hacerlo?

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