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Por: Eric Nepomuceno – mayo 12 de 2008

Con un siglo a cuestas conserva sus convicciones revolucionarias y las ganas de trabajar a diario en su estudio de arquitectura de Río de Janeiro. En ese refugio contra la soledad, también recibe a sus amigos y dialoga con los recuerdos de una existencia enfrentada a la rigidez de los ángulos rectos, como lo demuestra su invención más famosa: Brasilia. A punto de cumplir 100 años, el próximo 15 de diciembre, acaba de ser notificado que se construirá en España un gran centro cultural diseñado por él, con su nombre.

Hace unos quince años, cierto atardecer de pereza, cercado de amigos en su estudio de Copacabana, Óscar Niemeyer dijo cómo le gustaría aparecer en las enciclopedias y libros de arquitectura. Un registró corto, que no dijera nada más que: “Niemeyer, Óscar: brasileño, arquitecto; vivió entre amigos, creyó en el futuro”. Sin embargó, a esa altura, las enciclopedias y libros ya registraban páginas y páginas sobre ese brasileño inquieto, amigo de sus amigos, que cree en el futuro mientras sigue persiguiendo, a los 99 años de una vida vivida a cada minuto, la gracia y la levedad. Solamente sobre su trabajo hay alrededor de 40 libros en idiomas tan lejanos como el griego o el japonés. Nunca leyó ninguno.

En las obras que creó y esparció por medio mundo aparecen la obstinación con que persigue lo nuevo y la asombrosa capacidad de inventar espacios cada vez más amplios para los osados vuelos de su imaginación.

Brasilia es el marco más conocido de su obra. La confluencia de lo que hizo antes y el anuncio de lo que haría después. Pero, para Niemeyer, no es más que eso: un marco. “Brasilia no es fundamental en mi trabajo”, dice el autor de sus palacios. “Me ha gustado hacer lo que hice porque fue un momento de optimismo, cuando todos creían que Brasil iba a mejorar, pero es una parte de mi trabajo. Una arquitectura diferente, por cierto. En Brasilia, los palacios pueden gustarle o no, pero jamás podrá decir que antes había visto algo igual. Un Congreso como aquél, una catedral como aquélla… Puede que haya visto mejores, pero iguales, no. Eso es Brasilia”.

Autor de alrededor de mil proyectos, de los cuales, más de la mitad se construyeron, sigue trabajando sin pausas. El 15 de diciembre próximo cumple su primer centenario. Y, mientras los cien años no llegan, continúa con su rutina rigurosa.

Va todos los días, de lunes a sábado a eso de las nueve y media de la mañana, a su estudio, en la última planta de un edificio de los años 30 en el final de la playa de Copacabana. Allí se queda hasta pasadas las ocho de la noche, cuando suele dirigirse al restaurante Terzetto, en el vecino barrio de Ipanema, para cenar siempre en la misma mesa –la primera a la derecha de quien entra–, acompañado por amigos con quienes comparte comida, vino tinto, bromas y recuerdos. Fuma unos puritos holandeses pequeños, suaves y raros, come poco, toma vino tinto con el comedimiento recomendado por el tiempo, oye más de lo que habla, no pierde el humor. A las diez y algo se retira al amplio piso que ocupa en el mismo barrio, llevado por el conductor en un Mercedes Benz blanco. Hace años que dejó de manejar y cuando lo hacía –es el primero en admitirlo– era un peligro ambulante.

Imaginando lo que vendrá

Cuando le preguntan por qué aún sigue trabajando tanto, la respuesta es siempre la misma: “el trabajo me distrae. A mi edad, más vale estar ocupado, para no pasar el tiempo pensando tonterías”. Cuenta que le gusta quedarse solo en su despacho, repasando la vida e imaginando lo que vendrá: “a veces, el pasado aparece y recuerdo a mis hermanos, a los amigos ya perdidos para siempre, y entonces una tristeza mansa y silenciosa me invade. Otras veces lo que irrumpe es la miseria del mundo, esa miseria inmensa que los más ricos aceptan, indiferentes”.

“Soy radical”, afirma y reitera, con ligeras variantes a lo largo de las últimas muchas décadas. Y para no dejar ninguna duda, escribió a mano en la pared que está justo a la entrada de su estudio: “cuando la vida se degrada y la esperanza huye del corazón de los hombres, la revolución es el camino a seguir”.

Antes hubo otras frases. Él mismo las renueva cada tanto. Ésta, la de ahora, fue modificada, decía: “cuando la miseria se multiplica y la esperanza huye del corazón de los hombres… Sólo la revolución”. Quiso ser más explícito.

Manifestar su indignación es, para Niemeyer, algo tan esencial como el aire de cada mañana. En los años de la dictadura militar, en uno de los tantos interrogatorios a los que fue sometido, sus inquisidores quisieron saber cómo pretendía cambiar la arquitectura. “No quiero cambiar la arquitectura, lo que quiero es cambiar esa sociedad de mierda”, contestó con serenidad. Fue fichado como correspondía: subversivo del más alto grado. Y, encima, comunista.

“Nunca me callé. Nunca oculté mi posición de comunista. Es necesario protestar contra la miseria, las injusticias, las desigualdades. La arquitectura no cambia la vida de los pobres, para cambiarla hay que salir a la calle y protestar”, aclaró poco después de cumplir los 99.

El desafío de inventar

Almuerza todos los días en la mesa de la sala principal de su estudio. Suele invitar a uno o dos amigos para compartir la comida. Una cosa no cambia nunca en esos almuerzos: el postre que Niemeyer dice haber inventado, crema de palta con helado de vainilla.

Trabaja solo, creando los trazos generales de sus proyectos, que luego son detallados por otro equipo de profesionales. Se queda parado frente a la mesa de arquitecto. Diseña con plumones gruesos, de tinta negra. Los trazos nacen sueltos, veloces, siempre enamorados de las curvas, del desafío de inventar algo nuevo y bello. Los ojos ya no son lo que eran, es verdad, pero los trazos siguen naciendo con la atrevida soltura de otrora. No se repiten, no hacen más que realzar la marca ineludible de la mano irremediablemente inquieta de ese desafiador de todo.

Asegura que cuando encuentra la solución en el dibujo, de inmediato escribe la explicación. Si esa explicación no le parece clara y convincente es porque el trazo está equivocado. Entonces empieza otra vez. Recibe pedidos de proyectos de varias partes del mundo. Los de España, Noruega, Italia, Alemania e Inglaterra están entre los más recientes.

En los fondos del estudio cuenta con una pequeña sala atiborrada de libros. Es su refugio íntimo. Allí oye música, allí tiene sus conversaciones personales más profundas con el silencio. Por las mañanas se ocupa de la vasta correspondencia que recibe. Dicta las respuestas. Cada tanto recibe periodistas que vienen de todo el mundo. Hace una selección rígida: señala que, de no ser así, pasaría la vida contestando las mismas preguntas de la prensa. Además, recibe caravanas de arquitectos que entran al estudio como a un templo de peregrinación. Con la muerte de su mujer, Anita, se tornó el patriarca de una familia compuesta por una hija única, Ana María –galerista de arte–, cuatro nietos, catorce bisnietos y cuatro tataranietos. Algunos trabajan en la fundación que lleva su nombre. Todos gravitan, de una o de otra manera, a su alrededor.

Hay sorpresas creadas por sus proyectos. El Museo de Arte Contemporáneo de Niteroi, al otro lado de la bahía de Guanabara y exactamente frente a Río de Janeiro, logró algo insólito: desde su creación, en 1996, recibe un público superior al de Maracaná, el templo del fútbol en un país de futboleros.

La marca de Niemeyer es indefinible, según muchos arquitectos. Otros, los estudiosos, buscan raíces y explicaciones. Dicen, por ejemplo, que bebió en las fuentes del barroco o mencionan la influencia de Le Corbusier, con quien Niemeyer trabajó en los comienzos de su carrera, allá por los años 20, y luego otra vez, cuando el proyecto de la sede de las Naciones Unidas en Nueva York. Para él, eso no importa. Arquitectura, sostiene, es nada más que proyectar el espacio vacío. Es lo que hizo en Brasilia y en todas sus obras.

Otro de los grandes de la arquitectura brasileña, Sergio Bernardes, solía decir que los genios como Niemeyer suelen acabar en sí mismos: “Rodias no hizo escuela, ni Da Vinci, ni Michelángelo. Óscar tampoco creó una escuela”.

Trabajó, desde siempre, con libertad. Jamás recibió órdenes, sino encargos. El comunista convicto, el ateo irreductible, proyectó iglesias y catedrales para los más distintos credos. La más hermosa es la de Brasilia, con sus 16 columnas curvas, idénticas, diseñadas en círculo, que se levantan hacia el cielo como manos que se encuentran con un tono de súplica. No hay cruz, no hay imágenes tradicionales de santos. En otra catedral, la proyectada para Niteroi, distinta ha sido la osadía: el edificio se eleva sobre columnas, en un terreno cercado por el mar. Dentro, las personas tendrán la sensación de planear sobre las aguas. A Niemeyer le gusta la idea de una catedral suspendida en el aire, para crear una atmósfera serena y para que los creyentes puedan hablarle a Dios.

Mejorar el ser humano

Que nadie le pregunte cuál es su obra favorita, o sobre la importancia de la arquitectura. Se queja de que ya no aguanta decir siempre las mismas cosas. “La arquitectura no tiene ninguna importancia”, fulmina con voz suave y cansada. “De Le Corbusier, oí cierta vez que arquitectura es invención y lo tomé como regla para mi trabajo. Pero lo más importante no es la arquitectura sino la vida, los amigos y este mundo injusto que debemos modificar. Lo importante es mejorar el ser humano, sentir su fragilidad”.

A veces, muy de tanto en tanto, deja escapar que de Brasilia le gusta especialmente la catedral, el conjunto del Congreso, con sus dos cúpulas invertidas, las columnas del Palacio da Alvorada –la residencia presidencial– o el predio del Ministerio de la Justicia. Pero enseguida recuerda que el Memorial de América Latina, en São Paulo, le agrada mucho y también la universidad que proyectó para Constantine, en Argelia, y ya no vuelve a mencionar la capital creada en tres años, en medio de la nada e inaugurada en abril de 1960.

De todo lo que hizo, reitera que el marco fundacional ha sido el conjunto arquitectónico del barrio de Pampulha, en Belo Horizonte. Brasilia es consecuencia de aquel trabajo. Y lo que vino después, y sigue viniendo, es consecuencia de todo.

Ganó los premios más importantes del mundo. Dice que el reconocimiento es siempre algo agradable, pero que no se deja impresionar demasiado. Repite, una y otra vez, lo del valor de los amigos y la necesidad de cambiar el mundo. Recuerda que hace algunos años Fidel Castro comentó: “parece mentira, pero ya no quedan en el mundo más que dos comunistas, Óscar Niemeyer y yo”. Muestra más orgullo por la frase que por los premios.

Tiene, en todo caso, y más aún a estas alturas de la vida, plena conciencia del respeto que su obra conquistó mundo afuera.

En 1989, cierta tarde, me llamó a su estudio de Copacabana. Quería preguntarme algo importante. “Es que me han dado un premio en España y debo decir si lo acepto o no”, me comentó. Luego dijo cuál era el premio: el Príncipe de Asturias. Expliqué que era el más importante de España y que él debía sentirse honrado y orgulloso. “¡Qué va!”, me contestó coqueto a sus entonces 81 años. “Si fuese importante de verdad, no me lo hubieran dado…”. Se entusiasmó cuando supo que, además de una cantidad en dinero y el diploma correspondiente, ganaría también una escultura de Joan Miró. “Es que siempre quise tener algo de Miró”, explicó.

La importancia de la vida

“Construir una ciudad ha sido fantástico. Le dio al pueblo brasileño la idea clara de que podía lograr lo que se propusiera. Pude hacer una arquitectura que sorprendía. Pero luego el sueño se acabó, precisamente en el día de la inauguración. No subí al palco de las autoridades: me quedé abajo, con los peones que habían trabajado para construir una ciudad donde no podrían vivir. El mundo soñado era imposible. Dejábamos de ser iguales”, evoca el inventor de Brasilia.

André Malraux dijo un día que Niemeyer tenía “su propio museo de curvas, de recuerdos, de las formas más amadas”. Eduardo Galeano escribió que Niemeyer “odia el capitalismo y el ángulo recto. Contra el capitalismo, no es mucho lo que puede hacer. Pero contra el ángulo recto, opresor del espacio, triunfa su arquitectura libre y sensual y leve como las nubes”. De uno de sus mejores amigos, el antropólogo Darcy Ribeiro, oyó lo siguiente: “Óscar es la realización, hasta el límite, de la capacidad humana de crear belleza”.

Para él, se equivocaron todos. No tiene ninguna importancia, nada de eso tiene importancia. “La vida es un soplido. Todo acaba”. Me dice que, después de que él muera, “otras personas verán mi obra. Pero esas personas también morirán. Y vendrán otras, que también se irán. La inmortalidad es una fantasía, una manera de olvidar la realidad. Lo que importa, mientras estamos aquí, es la vida, la gente. Abrazar a los amigos, vivir feliz. Cambiar el mundo. Y nada más”.

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