Por: Lucia Cierna – abril 2 de 2009
Los límites para definir la legalidad del uso del espacio público quedan cuestionados ante la repartición del espectro visual que tienen la publicidad y los gobiernos de turno, en contraste con la que tienen ciertas expresiones de la llamada ‘contracultura’. Una muestra de este desbalance es la marginalidad en la que se mantiene al grafiti.
Las medidas que se toman en nombre de la defensa del espacio público son parte del modo en el que los gobiernos disponen sobre lo común en las grandes ciudades. Una muestra de tales medidas es la Resolución 4462 de la Secretaría Distrital de Ambiente, a propósito de las multas que deben pagar ciertos usuarios del espacio denominado como ‘público’. Algunos argumentos expuestos por esa secretaría le recuerdan a uno el viejo y conocido ‘pintar murallas es de canallas’ o el denunciado ‘afeamiento’ de la ciudad. El marco legal, sin embargo, arguye más refinadas razones. Para ello, define los criterios por los cuales unos anuncios atentan contra el paisaje urbano y otros no, atendiendo a ciertos “índices de gravedad en la afectación paisajística”.
Desde la administración pública, el mecanismo de los índices de afectación paisajística delimita la legalidad de lo que aparece en el espectro visual común, aduciendo la defensa del mobiliario de la infraestructura pública. Desde la vivencia cotidiana de la ciudad, la gente suele estar de acuerdo con la limpieza visual de ese mobiliario, que se define por ser de todos. En virtud de ello, la defensa de un modo de vida específico en la ciudad, supuestamente consensual, resuena como un legítimo derecho. Pero si este fuera, en definitiva, el argumento de la defensa del espacio público, que por definición es de todos, ¿por qué unos anuncios son bienvenidos en nuestra cultura y otros no?
En San Joaquín, Ciudad Bolívar, pasé una mañana con Rimas de Paz. Me invitó Ruth Ríos, de Casa Imago. Mientras caminábamos por el barrio, Ruth iba narrando historias de los desplazamientos que, incluso desde antes de la llegada de sus ancestros, seguían poblando aquellas colinas. Entre las casas y los caminos, se respiraban las fumarolas de cal, que echaban humo a lo lejos, como cerca los hombres con sus cigarrillos en las esquinas. Pasando a las pinturas, Ruth me dijo que ella veía en el rap y en la cultura Hip Hop en general, una manera que encuentran los jóvenes para desfogarse, para liberarse de la presión que ejerce sobre ellos la violencia. “Pero, ¿quiénes la ejercen?”, le pregunté. “Todos”, me dijo.
“Bolivar Rimas de Paz”, en colores, se integra al espectro visual que se tiene desde la loma de San Joaquín, a través de una expresión catalogada como ilegal, propia de la marginalidad con la que se asocian los movimientos de contracultura. El paisaje lo completan, más arriba, colinas pobladas de familias de desplazados y, hacia el frente, las fogoneras. En las calles destapadas se encuentran los niños, los perros, los transeúntes y los policías y militares armados.
La escritura del grafiti tiene la potencia de irrumpir en el ordenamiento establecido de lo que vemos, en el paisaje que estamos obligados a compartir, en tanto habitantes de un mismo reino visual. Tales trazos no irrumpen del mismo modo en el que lo hacen la publicidad y los gobiernos, ni por las mismas razones, por supuesto. Pero el reino de lo visible es el mismo para todos, así que la
administración pública se lo apropia a través de la legislación.
El grafiti, mientras, sigue saltando como el salmón. La contracultura se mantiene en el límite de los discursos de la legalidad. Y no hace falta que la reclame. Su irrupción hace aparecer a los ojos del transeúnte, a través de prácticas como el grafiti o la intervención ilegal del espectro visual común, aquello que se mantiene invisibilizado en la lógica del consumo y de los discursos oficiales. En esa medida, es por sí misma una experiencia del espacio común.
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