Por: Juan Diego García – julio 11 de 2013
En los diálogos de La Habana entre el gobierno de Colombia y las FARC se inicia el debate sobre el segundo punto de la agenda, la reforma política. Y, tal como sucedió al comienzo, el gobierno intenta reducir los acuerdos a su mínima expresión, mientras la esa guerrilla busca darles el mayor alcance posible. Santos hace una interpretación muy restrictiva de la reforma política que, en la práctica, se reduce a garantizar a la guerrilla la participación electoral sin cambiar las reglas de juego, mientras la guerrilla propone aprovechar la ocasión para emprender cambios de mucho mayor alcance.
En realidad, se repite el escenario inicial, cuando se trató el primer punto de la agenda con posiciones muy encontradas, pero que, al final, como todo parece indicar, no impidieron un acuerdo básico sobre la cuestión rural. Un comportamiento bastante normal que tiene, sin embargo, un referente mayor e imposible de ignorar: ninguna de las partes está, al menos por ahora, en condiciones de derrotar a la otra. Ésta es, sin duda, la base que da sentido a los diálogos y determina los alcances reales que puede alcanzar el posible acuerdo.
Por supuesto, también intervienen la capacidad de negociar, la habilidad para gestionar las propias fuerzas y la inteligencia para no perder en la mesa de conversaciones aquello que cada cual cree haber ganado en el campo de batalla. Un campo de batalla que, en manera alguna, se limita a lo estrictamente bélico, como se pone de manifiesto en la actual coyuntura, en la cual más que los aciertos militares resulta decisiva la gestión política del proceso. En este sentido, las opiniones más generosas otorgan hasta ahora un empate a gobierno y guerrilla, pero no falta quien enfatice en la gran victoria política que representa para las FARC ser aceptadas, de hecho, como interlocutoras válidas por el gobierno, a pesar de su insistencia en la versión oficial que califica a los insurgentes como simples ‘terroristas’.
Si el debate sobre la reforma política discurre con la misma dinámica constructiva que ha predominado hasta ahora, lo normal sería que se produzca un acercamiento de posiciones que satisfaga a ambas partes. Al parecer, el punto más controvertible se refiere ahora al mecanismo para refrendar los acuerdos, como antes lo fue el modelo económico, intocable para el gobierno pero que, de hecho, sufriría cambios nada desdeñables a juzgar por lo supuestamente ya acordado. Por el momento, no se ve cuál podría ser la fórmula aceptable que no sea ni el simple referendo que propone la delegación gubernamental ni la asamblea constituyente solicitada por la insurgencia y varios movimientos sociales. Quizás sería más factible buscar por ahora coincidencias en los contenidos de la reforma que en los mecanismos de refrendación: quizás lo uno contribuya a despejar lo otro.
La propuesta de la insurgencia sobre la reforma política supone, sin duda, una revisión radical del ordenamiento jurídico y de las relaciones políticas que, en general, va mucho más allá de retoques en el sistema electoral para permitir la transformación de las guerrilas en partidos políticos legales, lo que es en esencia la propuesta del gobierno. De todas formas, el gobierno tendría que acometer una reforma radical del actual sistema electoral dada su naturaleza corrupta, primitiva y excluyente. Aceptar sin más el actual orden de cosas es solicitar demasiado a los insurgentes, quienes tienen sólidas razones para no optar por una salida tan restringida y ciertamente peligrosa. La experiencia del exterminio de la Unión Patriótica y otros movimientos es un argumento contundente que avala, sin duda, los temores de la guerrilla.
El gobierno tendría que, en primer lugar y sin demoras, desmantelar efectivamente cualquier manifestación de guerra sucia y terrorismo de Estado, prácticas que afectan no sólo a la guerrilla sino a los movimientos sociales y a la oposición política legal. Paramilitarismo y militarismo son realidades innegables. Sin cambios en relación al pasado se mantienen hoy como política oficial las estrategias de la ‘seguridad nacional’ y del ‘enemigo interno’, algo impensable en un Estado de derecho y en una sociedad civilizada. Nada efectivo se ha hecho hasta ahora por parte de las autoridades para eliminar las huestes paramilitares y limitar el papel de los cuarteles, de forma que no resulten envenenando una convivencia ciudadana moderna y, sobre todo, democrática.
También sería indispensable un cambio radical en la política penitenciaria, denunciada por muchas voces como un sistema de exterminio de la oposición armada y social, y como un modo cruel e inhumano de tratar el problema de la delincuencia común. Razones no faltan, tal como lo ponen de presente informes independientes de toda solvencia y hasta instituciones del mismo Estado. Tampoco tiene alcances una reforma del sistema político que no emprenda una reestructuración a fondo del sistema judicial del país, altamente desprestigiado e impregnado de un repugnante tufo de justicia de clase a niveles de escándalo. No sería todo lo que piden los insurgentes pero, sin duda, que contribuiría mucho a acercar posiciones.
Reformar y modernizar la estructura del Estado y el tejido político en general puede adelantarse, probablemente, sin necesidad de elaborar una nueva carta constitucional, pero es igualmente cierto que no es posible hablar de reforma si, como pretende el gobierno, se mantienen pilares básicos de lo institucional que para los insurgentes son trampas mortales en las cuales no están en disposición de entrar, y motivos no les faltan. ¿Someterse a un sistema de justicia como el actual, que hasta destacadas voces del mismo establecimiento reconocen como corrupto e ineficiente en extremo? ¿Aceptar sin más un sistema electoral tramposo? Cabe recordar que en Colombia hay más de un 90% de impunidad registrada.
Alcanzar coincidencias sobre los contenidos de la reforma permitiría, acaso, avanzar hacia un acuerdo en la manera de refrendar lo acordado. Una solución que satisfaga a ambas partes podría consistir en la garantía que den las autoridades a los alzados en armas de que determinadas reformas parciales darán plenas garantías para seguir avanzando en el propósito de reformar a fondo la estructura del Estado, que es como entienden los insurgentes la necesaria reforma política.
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