Por: Juan Diego García – octubre 20 de 2013
A un año de iniciados los diálogos entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC, podría afirmarse que los acuerdos alcanzados hasta ahora, a pesar de la enorme discreción con la cual se llevan a cabo las conversaciones en La Habana, deberían ser suficientes para abrigar esperanzas acerca de un feliz desenlace del conflicto bélico.
A diferencia de otras ocasiones, estos diálogos de paz aparecen presididos por el realismo de ambas partes. Si se hace caso omiso de las formas retóricas propias de estos eventos y si se asumen como normales los altibajos y la dificultades coyunturales que inevitablemente se producen, lo cierto es que las reformas que se debaten pueden ser acogidas por el gobierno y por los insurgentes sin sacrificios mayores, lo cual pone de relieve la importancia que tiene la voluntad política de hacerlas realidad. No vale alegar que existan obstáculos insalvables, al menos si se toman en consideración los temas acordados. ¿Qué falta entonces?
Las reformas, de llevarse a cabo, no suponen ninguna revolución de tipo socialista sino, simplemente, una ampliación de la democracia económica y política, y, sobre todo, el fin del terrorismo de Estado como política oficial aplicada desde hace varias décadas, así como el abandono de las armas por parte de los guerrilleros. Por ello, la mayor responsabilidad recae sobre el gobierno y, sobre todo, sobre la clase dominante del país: el primero es el gestor de la esfera pública y debe, en consecuencia, asumir su responsabilidad; la segunda, la oligarquía criolla, tiene que renunciar a una parte de sus privilegios económicos y políticos. La voluntad política es, entonces, el nudo gordiano a deshacer y, cuando se enfatiza en la voluntad política, es indispensable considerar igualmente el poder de cada cual para hacer efectivos sus compromisos.
No hay motivos para pensar que los guerrilleros no van a hacer honor a los acuerdos que se asuman dejando las armas y pasando a la vida civil como oposición política. Los mensajes en sentido contrario –’la guerrilla miente’, ‘la guerrilla engaña’, etc.– forman parte de la llamada ‘propaganda negra’ que se difunde desde ciertos círculos militares, la extrema derecha política, el sector más tradicional de los empresarios y casi todos los grandes medios de comunicación, sin que falten altos funcionarios del mismo gobierno, cuyas declaraciones alimentan serias dudas sobre la coherencia del equipo gubernamental o, al menos, llevan a pensar en un doble juego de la administración de Santos que en nada favorece su estrategia de paz.
La voluntad de paz de las partes en litigio, gobierno y guerrilla, es sin duda una requisito previo y fundamental para que el proceso tenga perspectivas, aun en el caso de que ambas partes tengan preparado un ‘plan B’ si las conversaciones fracasan. No se dice abiertamente, pero es apenas natural que así sea, pues nadie puede garantizar un éxito seguro. De hecho, mientras dialoga, el gobierno mantiene y amplía sus capacidades militares y es bastante probable que los insurgentes hagan lo propio. Es la dinámica de una guerra y sería una enorme ingenuidad proceder de otra manera.
Pero, las dudas aparecen cuando se trata de evaluar la capacidad efectiva de las partes para hacer realidad los acuerdos. Hasta ahora los insurgentes no han generado preocupaciones mayores a este respecto. Todo indica que, a pesar de las duras condiciones en que tiene que operar un movimiento guerrillero, se mantiene la cadena de mando y no se percibe contradicción alguna que haga suponer incapacidad de quienes firman los acuerdos para que éstos se respeten.
No sucede igual con el gobierno, que ha desaprovechado oportunidades de oro para dar muestras de su disposición a realizar políticas diferentes inaugurando formas nuevas de tratar los conflictos sociales, como una señal no sólo para los insurgentes sino para el país que se encuentra ya inmerso en un proceso electoral. Los acontecimientos en la región de Catatumbo y el reciente paro campesino, al cual se sumaron amplios sectores urbanos despertando una enorme solidaridad en todo el país, muestran una administración presa de los viejos métodos de comenzar negando la existencia de la protesta o criminalizándola con el estigma del terrorismo o la infiltración guerrillera, para seguir luego con la represión brutal, con la negociación cuando la represión fracasa o el movimiento de protesta está debilitado, con la inauguración de los diálogos a partir de promesas que jamás se cumplen. Y, así, hasta que de nuevo estalla la repulsa ciudadana y todo comienza de nuevo, eso sí, dejando una estela de muertos, heridos, desaparecidos y prisioneros, y una ciudadanía que, en consecuencia, cada vez otorga menos legitimidad al régimen.
Pero Santos aún podría dar un giro a esa política, no sólo como señal a un electorado que no parece muy entusiasmado en reelegirlo sino, sobre todo, como mensaje a los insurgentes que, con toda seguridad, siguen muy atentamente el desarrollo de los acontecimientos. En efecto, si el presidente es incapaz de dar solución a unas exigencias populares que prácticamente todo mundo reconoce como legítimas, ¿qué garantiza que aquello que se firme en La Habana se pueda llevar a cabo y no tenga la misma suerte que amenaza al paro campesino si no cambian las cosas? ¿Carece el gobierno de los recursos indispensables y, en consecuencia, su margen de maniobra es muy escaso? ¿Es también falta voluntad política?
En efecto, se alega que faltan recursos económicos mientras se anuncia con alborozo que el PIB crece cada año y crecerá más en el futuro. Sin embargo, el colombiano es un Estado raquítico con un sistema fiscal de enormes limitaciones y sobre todo muy injusto, que no puede canalizar esa riqueza en bien del país. El cuerpo de funcionarios es pequeño, mal pagado y bastante propenso a una corrupción monstruosa, especialmente en las altas esferas, lo que dificulta mucho o hace imposible el mejor de los propósitos. Santos, sin suficientes recursos, está literalmente desarmado frente a la ingente tarea de gestionar cualquier reforma de importancia, mientras la política oficial desde hace varios lustros no apunta a fortalecer al Estado sino, por el contrario, convertirlo en un ente anoréxico, en todo, menos en lo que a represión se refiere. Apenas hay personal y dinero para llevar adelante un registro catastral en el campo y aclarar la cuestión de los títulos de propiedad, ¡pero el país cuenta con una fuerza armada monstruosa de más de medio millón de soldados!
Además de tener un aparato estatal muy débil, el gobierno apenas controla a sectores claves para un proceso de paz. Las Fuerzas Armadas y la Policía, por ejemplo, tienen su propia dinámica e intereses, y aunque por Ley no pueden participar en política, en la realidad nada importante se hace sin que los cuarteles den el visto bueno. Resulta patética, por decir lo menos, la solemnidad mentirosa de los portavoces del gobierno afirmando que se combatirá a fondo a las huestes paramilitares –’se reforzarán las medidas de protección de los amenazados’, ‘se hará una profunda investigación de los hechos’, etc.–, mientras éstas campan por sus fueros prácticamente por todo el territorio nacional, con la aquiescencia y complicidad de las autoridades, especialmente de militares y policías. La única conclusión posible será, entonces, que Santos no puede o que tampoco quiere, lo que agregaría un nuevo factor de pesimismo al más optimista de los observadores.
A los acuerdos sobre la cuestión agraria, al parecer bastante avanzados, no se han manifestado objeciones por parte de la mayor parte de la clase dominante del país, a excepción naturalmente del sector más atrasado de la economía rural: terratenientes y ganaderos. Sobre el punto actualmente a debate, la reforma política, tampoco parece que existan obstáculos que hagan imposible un acuerdo.
Podría acrecentarse el optimismo si se considera que, además de este segundo punto, de hecho, ya se han tratado otros puntos de la agenda sin que ninguna de las partes haya manifestado que el proceso tienda a estancarse. Por el contrario, todo indicaría que sobre víctimas, justicia y reparación, dejación de armas, cultivos ilegales y soluciones jurídicas para permitir la superación del conflicto, más allá de las naturales diferencias, existirían elementos de consenso que permiten abrigar esperanzas de un acuerdo, probablemente no este año, como quiere Santos acuciado por sus necesidades electorales, pero sí el entrante, ya con Santos o un partidario suyo como nuevo presidente de la república.
Sólo un manejo muy torpe de los procesos o acontecimientos imprevistos de enorme significación podrían llevar a la extrema derecha de nuevo a la presidencia. Tampoco hay señales realistas de que el centro o la izquierda, aun uniendo voluntades, puedan poner en peligro la reelección del actual mandatario. En todo caso, y éste sería el mejor de los escenarios, Santos gestionaría los acuerdos de La Habana con un parlamento en el cual la extrema derecha y el centro izquierda se convertirían en dos fuerzas de dimensiones semejantes, facilitando al gobierno la realización de las reformas acordadas, con el apoyo del centro izquierda y la neutralización del extremismo derechista.
Pero para que todo esto sea posible, el nuevo gobierno tiene que contar con un Estado sólido políticamente y, sobre todo, solvente en lo económico. Mientras tanto, Santos puede empezar, así sea parcialmente, por desarrollar ahora un tratamiento diferente de los conflictos sociales, superando su gestión tradicional cargada de formas pre modernas, violentas y represivas y, especialmente, desterrando el incumplimiento sistemático de lo acordado. Pero, por encima de todo, debe empezar por desmantelar de raíz al paramilitarismo, que aterroriza campos y ciudades ante los ojos impasibles de las autoridades. Ésta será la prueba de fuego que valore su palabra y, seguramente, la condición que permita a los insurgentes el abandono de las armas y otorgue a la ciudadanía la seguridad de que pueden manifestar sus reivindicaciones sin temor.
Si encuentras un error, selecciónalo y presiona Shift + Enter o Haz clic aquí. para informarnos.