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Por: Juan Diego García – marzo 8 de 2010

La decisión de la Corte Constitucional que impide a Uribe Vélez optar a un tercer mandato sería una prueba fehaciente de la fortaleza de las instituciones del país si éstas no fueran realmente los andamiajes de un orden político profundamente excluyente y los mecanismos de protección de un orden social de privilegios aberrantes. Si para quienes confían plenamente en la democracia colombiana el fallo de la Corte confirma la salud del sistema, para los partidarios del actual gobernante por el contrario resultan evidentes las motivaciones políticas del mismo, pues ni los defectos de forma o de fondo les parecen de suficiente entidad para echar abajo el referendo reeleccionista y cerrarle el paso, mediante argucias, al que consideran ‘el mejor presidente que ha tenido Colombia’.

Entre los primeros hay que distinguir la legión de quienes añoran un orden democrático que jamás existió y aquellos que consideran que el actual sólo necesita algunos retoques para mantenerse como un Estado de Derecho, que garantiza la paz y el bienestar de la ciudadanía. Para todos ellos un tercer mandato establecería un precedente peligroso y abriría las puertas a formas inaceptables de gobierno. Por su parte, ni Uribe ni los suyos se caracterizan precisamente por un apego estricto a la legalidad ni ven inconvenientes en retorcer el sentido de la ley para favorecer sus propósitos. Una buena campaña en los grandes medios –que mayoritariamente le apoyan– y, sobre todo, el amedrentamiento sistemático de los opositores les garantizan un respaldo abrumador en encuestas preparadas a la medida. Su llamado ‘estado de opinión’ estaría siempre por encima de cualquier minucia legal, de cualquier ‘articulito’ de nada, como acostumbra a decir el presidente.

Los antecedentes también parecían jugar a favor del gobierno. La Corte Constitucional había avalado casi todas las medidas del primer mandatario, en particular su segunda elección, dada por válida aunque estaba claramente afectada no sólo por vicios de forma sino por procedimientos abiertamente delictivos. Para muchos, entonces, ha resultado sorpresivo que el fallo fuese contrario a los deseos de Uribe y les da pie para pensar que los motivos alegados son más bien excusas leguleyas, tras las cuales se esconden motivaciones políticas.

Sin duda, la decisión de los magistrados se fundamenta en consideraciones de mucha trascendencia y daría pié a debates de mucha altura y a interpretaciones encontradas. Ahora bien, lo que no genera duda alguna es el conjunto de razones políticas y de motivos prácticos que seguramente también han influido en el veto de los juristas. Los magistrados ni son neutrales ni son independientes. Basta considerar su ideología, su extracción social y sobre todo el sistema de selección que les permite llegar a las altas instancias del poder judicial. Si en otras ocasiones se decantaron en favor las decisiones de Uribe –así fuesen muy cuestionadas o abiertamente contrarias al espíritu de la Ley–, esta vez su voto favorece a los grupos de intereses que se han opuesto a la reelección por motivos diversos. Todo lleva a pensar que la clase dominante –o, al menos, el bloque mayoritario de la misma– ha decidido impedirle a Uribe permanecer cuatro años más al frente del gobierno contando –no podía ser de otra manera– con el apoyo de los magistrados.

En el fondo, la salida de Uribe y de su equipo podría interpretarse como el desalojo del gobierno del sector más lumpen de la burguesía. Aunque han prestado grandes servicios al sistema, también han incurrido en muchos errores, soportan un desgaste considerable y han deteriorado la imagen del país en el extranjero. Tampoco parecía prudente arriesgarse a un referendo de resultados inciertos: Uribe ya había convocado uno para aumentar su poder de manera alarmante y fue un completo fracaso, la votación entonces ni siquiera alcanzó el 25% del padrón electoral que es preceptivo en Colombia como límite mínimo para validar un referendo. El riesgo de una derrota resultaba demasiado grande.

La decisión de la Corte satisface los intereses estratégicos de la gran burguesía y no supone riesgo alguno para el sistema, considerando que prácticamente todos los candidatos con opciones de suceder a Uribe suscriben su estrategia. Todos son –con matizaciones menores– partidarios de la ‘seguridad democrática’. No habría, entonces, lugar para cambios que no sean de fachada y los retoques serían los estrictamente indispensables para corregir el rumbo y dar una imagen nueva ante la opinión nacional e internacional. Tampoco se observa, de momento, una fuerza popular opositora que pueda llegar al gobierno y proceda a desmantelar la política económica neoliberal, opte por la solución política del conflicto armado y anule los compromisos militares con Washington.

Uribe se va, pero el engendro de la ‘seguridad democrática’ se queda. Más allá de la retórica normal en este tipo de eventos, prácticamente ningún candidato con opciones se propone abandonar realmente una estrategia que ahora desean convertir en una política de Estado. Abandonado todo proyecto desarrollista y comprometido a fondo el país con la estrategia imperialista de los Estados Unidos para la región, no sorprende que la burguesía colombiana haya convertido la ‘seguridad democrática’ en su propósito nacional. Hasta la izquierda moderada –el Polo Democrático Alternativo (PDA)– muestra en su seno desconcertantes contradicciones en un tema de tanta trascendencia, sorprendiendo a su electorado con declaraciones extrañas –por decir lo menos– de importantes dirigentes del PDA, empezando por su candidato a la presidencia, el senador Petro.

Uribe no será candidato pero deja funcionando un sistema que ofrece amplias garantías a las fuerzas que controlan el poder real en el país. Aún en el caso probable de una disolución de los partidos uribistas, la continuación del uribismo parece garantizada, con o sin ellos. Confiada, entonces, en la supuesta debilidad de la oposición popular, el reto de la clase dominante no es otro que imponer un gobernante nuevo que siga las políticas de Uribe, pero que no aparezca muy comprometido con sus prácticas autoritarias y mafiosas. Una salida diferente, es decir, el triunfo de una oposición real al sistema no parece de momento una posibilidad. Pero, en las coyunturas críticas puede cambiar radicalmente el rumbo de los acontecimientos: Colombia es una bomba de tiempo y la confianza de la clase dominante en la desorganización y escasa participación política de las mayorías podría en un momento dado transformarse. Hace falta sólo una chispa para incendiar toda la pradera.

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