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Por: Rosalba Moreno M. – diciembre 11 de 2008

Con cañonazos y disparos recibió Colombia el siglo XX. “Guerra de los mil días” la llamaron. Otra vez campesinos matando campesinos en guerras hechas para reordenar población y recursos, de acuerdo a las necesidades de la economía mundial y sus representantes locales.

El río de hombres y mujeres huía dejando atrás, en Córdoba y Antioquia, animales, viviendas, tierras que su esfuerzo había convertido en cultivables y que ahora pasaban a ser parte de las grandes haciendas de unos pocos señores. Buscaban un lugar donde asentarse y continuar siendo campesinos, lejos de la codicia de los grandes hacendados, lejos de la guerra y de sus horrores.

Así fueron llegando al Nudo de Paramillo. La visión de dantas, venados, micos, osos de anteojos, tigres mariposas, nutrias, tigrillos y muchos otros animales conviviendo entre inmensos bosques y abundantes aguas, compitiendo en su canto con el de mirlas, mieleros, azulejos montañeros, cotorras, torcazas, tominejos, carboneros, volando entre ceibas bongas, caobos, palmas y muchos otras especies de árboles, fueron motivos suficientes para quedarse.

A golpe de hacha, otra vez abriendo montaña, tornaron cultivable la tierra, permitiendo al maíz y al fríjol florecer con la exuberancia de la tierra nueva. Lejos de la codicia de los ricos creían ellos. En juntas de trabajo se organizaron para responder a la dificultad que significaba vivir alejados no sólo de cualquier centro urbano sino por difíciles trochas entre familia y familia.

Contrario a lo que ellos creían, lejanía y falta de caminos no fueron tampoco obstáculo para que, en 1945, el olor a pólvora y el ruido de disparos anunciaran despojo y expulsión. Otra vez campesinos matando campesinos, grandes haciendas creciendo, campesinos convertidos en jornaleros errantes por la geografía nacional, a la espera de cosechas por recolectar, o convertidos en barata mano de obra en fábricas y carreteras.

Ellos y ellas querían seguir siendo campesinos. No querían tampoco volver a usar el hacha para seguir ‘ampliando la frontera agrícola’ sobre la que, bien sabían, continuarían creciendo las grandes haciendas. Entonces, por caminos y trochas del Paramillo los jóvenes debieron salir, cada anochecer, llevando al hombro viejas carabinas, entre pecho y espalda el miedo a morir, y, en mente y corazón, la decisión de no dormirse y disparar a tiempo para que las familias huyeran hacia el monte.

Sabían que tras cada vuelta del camino, tras cada árbol, podían acechar policías, soldados y civiles armados que, al servicio del gobierno conservador, horror sembraban a su paso asesinando, con crueles métodos, a civiles acusados de ser liberales, cuyas tierras y propiedades pasaban a manos de grandes ganaderos y políticos.

Grande fue en Dabeiba la matanza. Nunca se sabrá cuantos fueron los muertos. Sin saber que, en 1951, habían dado inició los estudios en el Nudo de Paramillo para la generación de energía eléctrica.

Poco duró la prometida paz. Una vez desarmadas las guerrillas liberales y asesinados a traición sus líderes, los de arriba se abrazaron, acordaron el nuevo reparto de tierras, riquezas y poder político, crearon el Frente Nacional para distribuirse los puestos oficiales y se prepararon así para enfrentar unidos a quienes, en medio de la violencia impulsada para servir a los fines del poder, se atrevieron a levantar banderas de reforma agraria, democracia y libertad.

Surgieron, entonces, grupos de campesinos y campesinas que, ante el engaño y la traición, se negaron a desarmarse y enfrentaron a las tropas oficiales, asesoradas y armadas por el gobierno norteamericano. Ahí está la semilla que dio origen a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia.

Un ruido raro en la noche, el ladrido de los perros, borrosas huellas dejadas en algún filo, eran señales que hablaban sobre el furtivo y ocasional paso de pequeños grupos que, desde el Paramillo podían dirigirse a Urabá, al sur de Córdoba, al Nordeste y Bajo Cauca antioqueños o al norte de Antioquia.

El Nudo de Paramillo, donde todos estos caminos se abren convirtiéndolo en importante posición militar a controlar, es el mismo en que nacen dos grandes ríos: el Sinú y el San Jorge, cuyas aguas recorren las planicies de Córdoba y las serranías de Abibe, Ayapel y San Jerónimo. Es, además, la mayor extensión de bosque húmedo tropical en la zona norte del país y su elevada altitud, y gran extensión boscosa, ofrecen refugio a infinidad de especies animales y vegetales en vía de extinción. Si ellos y ellas hubieran sabido todo esto habrían entendido que no estaban a salvo de las codiciosas miradas de las que huyeron los abuelos.

Las noticias les llegaron a través de la radio: en 1977 el gobierno anunció la creación del Parque Nacional Natural Paramillo, reconociendo sus 460.000 hectáreas como uno de los ecosistemas estratégicos del país. Anunció, también, la construcción de dos grandes represas en el Paramillo: Urrá I y Urrá II destinadas, según dijeron, a garantizar energía eléctrica suficiente para solucionar las necesidades nacionales.

Para entonces la población en la zona del Paramillo había crecido. Nuevas familias llegaron, especialmente, a partir de los 40. En las veredas La Balsita, Argelia, Chambuscado, Tucunal y Antazales la vida seguía entre el diario trajín en la cosecha, el cuido de animales, el trabajo por mejorar la vivienda. Organizados en juntas de acción comunal, siguieron abriendo y mejorando los caminos, construyeron escuelas, buscaron maestros.

Al paso del tiempo, en las mulas en que bajaban el maíz y el fríjol, junto a mercado, herramientas y materiales de construcción, empezaron a llegar también extraños rumores que en Dabeiba se oían, confirmados a veces por ruidosas radios que, colgadas de un palo al lado del fogón, reunían en las noches a las familias buscando ‘saber’ lo que en el mundo y el país ocurría. Noche tras noche, en los 70 y 80, oyeron de guerras y combates, de injusticias y atropellos, de torturas, secuestro y narcotráfico.

También de paz y diálogo la radio hablaba, mientras, por filos y cañadas, ellos y ellas seguían encontrando, ahora más numerosos y frecuentes, los rastros de la guerrilla y en el casco urbano crecía la presencia de soldados. Otras cosas contaban campesinos que, a veces, pasaban de Córdoba a Urabá: hablaban de civiles armados preparándose para ‘enfrentar a la guerrilla’ y acabarla. De una hacienda, Las Tangas, y dos hermanos, Fidel y Carlos Castaño. Finalizando los 80 ya no sólo eran rumores.

‘Tangueros’, ‘Magníficos’ y ‘Mochacabezas’ recorrían veredas, caseríos, poblados de Córdoba y Urabá, dejado a su paso centenares de muertos. Punta Coquitos, Honduras, La Negra, El Tomate, Mejor Esquina, fueron sólo algunos de los que en la radio oyeron. Aquí no llegarán, pensaban ellos y ellas. Era de nuevo la lejanía motivo de tranquilidad.

En 1994 supieron que había finalizado la construcción de Urrá I. De nada valieron las protestas de los embera. La extinción del bocachico y de la pesca y fauna en general, las mejores tierras inundadas, la organización indígena destruida, sus líderes asesinados y el desplazamiento fue lo que quedó a los emberas terminada la represa, que nunca logró generar la energía esperada y cuyos elevados costos le impedían competir en el mercado nacional.

Quienes se aprovecharon, en cambio, fueron los ganaderos de las planicies de Córdoba que, gracias a Urrá I, regularon el curso del río Sinú –cuyos desbordamientos permanentes les originaban grandes pérdidas–, crearon distritos de riego y aumentaron la extensión de sus haciendas con el desalojo violento de indígenas y campesinos pobres, pobladores de áreas cercanas al Parque y a la represa.

Los codiciosos ojos de los que huyeron los abuelos se acercaban. Con fusiles, metralla, apoyo aéreo y terrestre, las tropas oficiales se disponían a cumplir la orden de ‘limpiar’ la zona a fin de garantizar paso entre Córdoba y Urabá. No lo sabían los pobladores del Paramillo.

Sin embargo, cada salida hacia Dabeiba llenaba de temor los corazones. ¿Volverá? Era la pregunta en labios de mujeres y niños. Sabían que sobre las enrojecidas aguas del Río Sucio se escondían los destrozados cadáveres encontrados en La Llorona. Sabían, también, que eran civiles la mayoría de desaparecidos, torturados, masacrados. Sabían que era contra los civiles la matanza.

1996 fue año de bombardeos y fuertes combates entre paramilitares y guerrilla, en el cañón de La Llorona. Algo oían en la radio, más sabían por los que volvían luego del peligroso viaje hasta el pueblo. “Estamos lejos, por acá no vendrán”, seguían pensando. Se acabaron las fiestas que eran ocasión de reunirse y en las que, al son de tiples y guitarras, se celebraba igual un cumpleaños que la inauguración de la escuela o el mejoramiento de un camino, o una boda, una buena cosecha, un bautizo. Miedo daban ahora los caminos y fugaces eran los encuentros aprovechados para prestarse sal, azúcar, jabón, escasos ante los peligros del viaje a Dabeiba e intercambiar noticias.

Fue ese mismo año cuando volvieron a saber del Estado, que esta vez se presentó a través de grupos de funcionarios civiles visitando casa por casa, preguntando, mirando, escribiendo, haciendo fotos. Que el gobierno había decidido convertir esas tierras en parque nacional. Que tendrían que irse a otro lado. Que no sería de inmediato y que podían estar tranquilos, pues les avisarían con tiempo y el gobierno les reconocería las mejoras porque la tierra era de la nación y por ella no les darían nada. Que siguieran trabajando tranquilos. Eso fue lo que dijeron.

Pero cada vez más lejana parecía la tranquilidad. Muertos, desaparecidos, masacres, eran palabras que en el viento llegaban. En octubre de 1997 la radio informaba sobre una masacre cometida en El Aro (Antioquia). En ella 14 personas habían sido asesinadas, algunos torturados, todas las casas fueron incendiadas, al igual que la escuela, los puentes destruidos y el ganado robado. A nosotros no nos va a pasar, se dijeron, hasta aquí no llegan.

Pero llegaron el 23 de noviembre, dando inicio a un recorrido de muerte que significó centenares de crueles asesinatos, desapariciones, torturas y el desplazamiento de miles de habitantes de las veredas La Balsita, Antazales, Argelia, Chambuscado y Tocunal.

Dos horas para abandonar la zona fue la orden que los obligó a caminar, custodiados por paramilitares, en grupos que siguieron rutas diferentes, dejando atrás los cuerpos de amigos, vecinos y familiares asesinados; las casas incendiadas, el esfuerzo de años y años por hacer de su tierra refugio de paz y trabajo.

El 30 de noviembre llegaron al pueblo los primeros. Lograron que les dieran como albergue una escuela a la que fueron llegando poco a poco nuevos grupos. Así les fue posible juntar información y darse cuenta que torturados, descuartizados, quemados con ácido, habían sido asesinados Ananías Guisao Usuga, Milton David, Pedro Montoya, Alejandro Higuita, Rosalba Usuga, Joaquin Emilio Guisao Usuga, Simón Torres Cardona, Reinaldo Ramírez, Luz Enyda y Marcos Duarte, Heriberto Areiza, Jesús Areiza, Oscar Valderrama, Alfonso Valderrama, Luis Alberto Avendaño, Edisson Guerra. La imagen de Simón Torres atado a un puente con una carga de dinamita que hicieron explotar los perseguía. Supieron también que había 34 personas desparecidas y que fueron 44 las casas incendiadas.

Dura fue la lucha para que no los obligaran a regresar a sus destruidas fincas ‘bajo la protección del ejército’ y con la promesa de mercado y tejas de zinc. ¿Cómo nos van a proteger los que nos atacaron?, preguntaban ellos que habían visto actuar juntos, hombro a hombro, a paramilitares y militares. ¿Quién nos asegura que no nos vuelven a desplazar?

Entre el afán por resolver las necesidades inmediatas y las dificultades con las autoridades, nació la propuesta de conocer sobre sus derechos y las leyes que los protegen. Discutieron, analizaron y concluyeron que no abandonarían su sueño de regresar al Paramillo pero que, dadas las condiciones del enfrentamiento armado en la zona, exigirían que les adjudicaran tierra cerca al casco urbano de Dabeiba.

Para lograrlo se unieron alrededor de cinco principios: reclamar sus derechos como desplazados forzados; reclamar a los dos bandos del conflicto armado sus derechos como población civil y comprometerse a no portar armas ni apoyar a ningún armado; impulsar trabajo familiar y comunitario; proteger la naturaleza, y mantener vivos la memoria y los sueños de sus víctimas. El 5 de diciembre de 1999 se declararon Comunidad de Vida y Trabajo, con su propia bandera, amarillo, verde y rojo, su escudo y su himno.

Muchas familias no soportaron el hacinamiento, los incumplimientos, señalamientos y amenazas. Tampoco el sonido de metralla y bombas, los constantes anuncios de tomas y retomas, los cadáveres en cualquier esquina o calle y se fueron dispersando con rumbo a otros pueblos y ciudades. Quedaron 22 familias decididas a no aceptar esa situación.

Veintidós familias quedaron en enero de 1998, soportando días y noches de horror en momentos en que se acrecentaba el enfrentamiento entre paramilitares y militares contra la guerrilla. Fueron años en los que más de 300 asesinados y desaparecidos hubo en Dabeiba. La vieja y oscura gallera, que burdas tablas convirtieron en vivienda, fue su refugio hasta 2001, cuando, gracias a su terca lucha, les fue entregada la finca El Caracolón, que ellos bautizaron El Paraíso y que debieron comprometerse a pagar en cuotas, so pena de perderla.

Abandonada por años, la tierra a que llegaron era muy diferente a la que les obligaron a abandonar. Como diferentes eran las costumbres de siembra. Tiempos de cosechas perdidas y aprendizaje en todos los terrenos fueron esos. La vieja casa hacienda fue el refugio desde donde, más hacinados que nunca, día a día salían machete en mano a hacer cultivables las cerca de 100 hectáreas que ahora suyas sentían. Esa pequeña y quebrada finca en la que ellos reconstruían sus vidas, a veinte minutos de Dabeiba, era sólo una parte de las exigencias que plantearon en los más altos niveles, incluso ante tribunales internacionales. Justicia era lo que querían. Verdad era lo que exigían. Dignidad era lo que día a día seguían forjando. Paisajes, árboles, animales, sonidos, olores del Paramillo: viva el ansia de retorno mantenían.

Con tenacidad y clara decisión de construir vida digna en medio de la guerra, sin servir a intereses ajenos a los suyos y al esfuerzo familiar y colectivo, algunos proyectos empezaron a andar. La vieja cochera fue convertida en escuela y cada mañana se oían las alegres voces de niños y niñas que a ella se dirigían. Dieron inicio a la construcción de un trapiche y la siembra de caña destinada al mismo, lograron algunas buenas cosechas y otras menos.

En los alrededores los armados se enfrentaban, sin que ello significara dejar de atacar a la población civil. Fuertes combates con gran número de muertos ocurrían con frecuencia. Sonido de explosiones y disparos llevaba, entonces, el viento hasta El Paraíso. El amenazante y constante paso de aviones de guerra volando a baja altura obligaba a tener listas sábanas blancas que al viento ondeaban con la esperanza de evitar los bombardeos. En los viajes al pueblo, las noticias de muertos y de constantes movimientos de tropas de ambos bandos alimentaban zozobra.

Mantener viva la memoria de sus muertos y buscar justicia exigía un compromiso con la verdad, reflexionaron todos y todas en los innumerables talleres realizados en los albergues y luego en El Paraíso. Exigir la Verdad. Decir la Verdad. La Verdad sobre sus muertos. La verdad sobre por qué los mataron, quiénes los mataron y quiénes salen beneficiados con sus muertes.

Comprometerse con la verdad no es simplemente exigir. Es, también, poner nuestro grano de arena en su construcción, concluyeron. Asumieron, entonces, el riesgo que conlleva la denuncia pública acerca de los crímenes que en Dabeiba se seguían cometiendo, sobre los retenes paramilitares ubicados al lado de los militares, sobre la complicidad entre unos y otros.

Y, de nuevo, los codiciosos ojos de la muerte fijaron en ellos su mirada. Especialmente a partir de 2001, cuando los paramilitares se tomaron el área urbana de Dabeiba, entraron a El Paraíso y expresaron graves amenazas contra la comunidad y quienes les apoyaban. Inició, entonces, un cruel bloqueo de alimentos en la zona, se intensificaron los combates y aumentó el número de retenes ilegales.

En medio de tensiones constantes, abusos y atropellos convertidos en costumbre para los habitantes de la zona, las 22 familias de la Comunidad de Vida y Trabajo seguían construyendo su trapiche, cuidando sus animales, construyendo sus viviendas, estudiando y conociendo otras experiencias de campesinos, negros e indígenas decididos, igual que ellos y ellas, a no aceptar el plan que, al despojarlos de sus tierras, los expulsaba hacia el mundo del narcotráfico, el reclutamiento forzado, la mendicidad y el rebusque en desconocidas ciudades.

Su decisión de vivir en comunidad los convertía en sospechosos. Su decisión de exigir y dar a conocer su verdad, sus denuncias en busca de justicia, su negativa a aceptar el plan desplazador, los convertía en peligrosos. Constantes amenazas, hostigamientos e incursiones presagiaban graves problemas y volvían inquietas las noches.

Al amanecer del 15 de junio de 2004, desde los filos que rodean los bloques de viviendas, empezaron a descender hombres armados. Uniforme camuflado, botas de caucho, ningún distintivo. “Pertenezco al frente Gabriela White, del Bloque Elmer Cárdenas de las Autodefensas Unidas de Colombia, y estamos aquí para poner orden en comunidades sin ley ni dios, como la de ustedes”, dijo el jefe.

A pesar del pedido, hecho por miembros de la comunidad, de respetar las normas del derecho internacional humanitario y no acampar en territorio civil, quedaron hasta el atardecer recorriendo, preguntando, cocinando, bañándose, ofreciendo regalos a los niños. Mal les fue. Nadie contestaba. Nadie vendía gallinas, yuca o cualquier otra cosa Ellos se habían comprometido a no apoyar a ningún armado y se proponían cumplir, como siempre lo habían hecho.

Pasado el medio día, de nuevo por los filos, centenares de armados bajaban hacia las viviendas mientras una camioneta blanca hacía entrada a la hacienda. El mismo vehículo que en Dabeiba transportaba hombres y mujeres que desaparecían para siempre o cuyos cuerpos aparecían destrozados en cualquier abismo o recodo del río. Esta vez era dinero lo que traía. Para pagar a la tropa que empezó a abandonar El Paraíso.

Pero junto al Árbol de la Vida, bajo el que piedras con los nombres de los asesinados son tributo a su memoria y punto de partida del sueño de un parque compartido con las vecinas comunidades, encontraron cerca de cien morrales militares, burdamente tapados. O van a regresar o quieren ponernos una trampa y acusarnos de guardar esas mochilas, pensaron. Y acudieron ante la autoridad que aseguró no poder hacer nada.

Regresaron a la noche. Cientos de armados durmiendo con sus fusiles recostados en las puertas de las casas. Tampoco ahora valió de nada decirles que se fueran, que estaban poniendo en peligro las vidas de mujeres y hombres, de ancianos y niños. El oído alerta permitió saber que venían huyendo luego de un combate con las FARC. Comprendieron que estaban siendo usados como rehenes. Mientras por la pequeña finca transitaban los paramilitares, de casa en casa corría la pregunta: ¿qué hacemos? No demoró la respuesta: irnos. Demostrar que era cierto que no estaban dispuestos a convivir con armados ni a permitir que su finca fuese convertida en base militar por bando alguno.

Otra vez, por más de un mes, permanecieron desplazados. Fueron los indígenas los que ofrecieron refugio y dormida. Gracias a los ahorros comunitarios garantizaron alimentación y medicinas, mientras presionaban al gobierno para que cumpliera las obligaciones señaladas en la Ley. Su exigencia era clara: que el gobierno garantizara la salida de los paramilitares de El Paraíso, que declararon zona humanitaria.

Cultivos arrasados y animales muertos fue lo que encontraron al retornar. La amenazante presencia de paramilitares y hombres del ejército, según los cuales ‘no hay lugar vedado para nosotros en el territorio nacional’, impedía y continúa impidiendo la tranquilidad.

Pero no impide que ellos continúen afirmando su proyecto de vida, dando continuidad a la historia que llevó hasta el Paramillo a los abuelos de los abuelos: el amor a la tierra, a la naturaleza, a la vida. Y es El Paraíso aprendizaje pensado en función del retorno al Paramillo al que, con acompañamiento nacional e internacional, han visitado dos veces, declarando sus tierras zonas de biodiversidad.

“Nos duele recordar pero más nos duele olvidar”, afirman. Y es ahí, en la memoria, donde reside el secreto de su historia de resistencia y dignidad. Historia que hoy siguen escribiendo con indoblegable decisión de mantener vivos los sueños que, de generación en generación, han pasado y siguen pasando.

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