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Por: Omar Vera O. –  14 noviembre 2007

Puedo recordarlo claramente, aunque han pasado 22 años y yo era sólo un niño entonces. Esa mañana, las noticias nos despertaron a todos en la casa: viendo nuestro pueblo sepultado, las lágrimas rodaban por las mejillas de mi abuela, quien sólo gritaba el nombre de su hermana.

Con mis pocos años no podía entender del todo la magnitud de la tragedia. Sólo veía el macabro espectáculo de muerte que había causado la avalancha del Nevado del Ruiz, desde lejos, impotente y notando la creciente angustia de mi familia en la mañana de ese 13 de noviembre de 1985 que ninguno de nosotros olvidará mientras viva: cientos de personas huían embarradas y aterradas de lo que antes no sólo era uno de los poblados más prósperos del norte del departamento de Tolima –Armero era uno de los sitios con mayor actividad comercial en esa ‘Ruta del Café’ que se trazaba por Honda hasta Manizales–, sino que también definía el lugar donde habitamos con mi familia durante algunos periodos de mi más temprana infancia.

Sólo con el paso de los meses y de los años pude entender las lágrimas en los ojos de mi abuela y mi madre. Por nuestra casa de Bogotá, a la que mi familia había llegado años antes en busca de fortuna en la Capital, toda una romería de amigos y parientes empezó a desfilar: uno tras otro, nuestros primos, tíos y amigos iban y venían, provenientes de Guayabal, el Líbano, Mariquita, Lérida y de un sinnúmero de poblaciones aledañas a las que los sobrevivientes fueron a parar por el azar de un desastre natural que, agravado por una inaudita negligencia oficial y por una burocracia inoperante a la hora de atender a las víctimas, cambió de raíz y para siempre la vida de decenas de miles de personas.

Cuando crecí lo suficiente para investigar por mi cuenta lo que había pasado y para hablar con algunos conocidos que habían escapado del desastre pude entender que nuestra tragedia no había comenzado aquella madrugada de noviembre, justo una semana después de que otra desventura mayor enlutara a tres generaciones de colombianos con el triunfo de la irracionalidad y el más salvaje fascismo en el Palacio de Justicia, sino en el momento en que se diseñaron los sistemas de prevención y atención de emergencias en la región.

Si bien es cierto que no era previsible, desde ningún punto de vista, un desastre de estas características, que cobró la vida de más de 20.000 seres humanos y destruyó a la pequeña ciudad comercial más recordada de la historia colombiana reciente, también hay que anotar que gran parte de las muertes y desapariciones causadas por el desastre natural no sólo se debieron al siniestro en sí sino a la incapacidad de un Estado convertido en gendarme para entender que uno de los derechos de su población es, precisamente, que se proteja su vida en caso de afrontar una catástrofe de este tipo.

Los organismos de socorro atendieron la emergencia guiados por un modelo de Estado concentrado en el militarismo y en delegar las responsabilidades sociales en entidades privadas. Sólo la Cruz Roja y la Defensa Civil intentaron atender de una manera ordenada la emergencia, mientras los esfuerzos de muchos pilotos, soldados y miembros de las fuerzas militares, que intentaban rescatar y evacuar a cuantas personas podían, se veían opacados por su insuficiente formación en el área y por unos mandos que dieron órdenes confusas que incluían el aislamiento de la zona, como si su tratamiento fuera el mismo de una de orden público.

Como resultado de los hábitos represivos de los comandantes del Ejército, particularmente, muchos grupos de rescatistas voluntarios y equipos de emergencia ingresaron tardíamente y sin los elementos suficientes para afrontar un acontecimiento de esta gravedad.

Llorábamos al ver el rostro desesperado de Omaira Sánchez –una niña apenas un poco mayor, en ese entonces, que yo y de la cual no he logrado recordar nunca si la conocí o si alguna vez compartimos alguna tarde de juego– emergiendo del lodo mientras sus piernas seguían atrapadas por los escombros de su casa, impidiendo que aquellos hombres valerosos que intentaban darle la oportunidad de vivir pudieran salvarla del destino que la asfixió luego de horas y horas de intentos infructuosos por salvarla, determinado por la motobomba que nunca llegó para librarla de la enorme cantidad de agua que aprisionaba su tórax.

Algo más de una semana después, mi madre decidió viajar a Armero, acompañada de un tío y de mi hermano mayor, de donde volvió con dolorosas noticias: algunos de nuestros familiares habían muerto o desaparecido en la tragedia y nuestra casa, ubicada cerca al cementerio, fue destruida totalmente. La acción de los saqueadores en una zona como ésta, que no había sido tocada por la avalancha, fue más dañina que el poder de la naturaleza, pues estos actuaron a sus anchas, a pesar de que todo el pueblo estuviese acordonado y fuertemente custodiado por uniformados de diferentes fuerzas estatales.

Sólo un par de años después logré volver a pisar lo que había sido mi tierra. Ya habían llegado allí los gobernantes de turno, sus séquitos de funcionarios, los parásitos del poder de la época, uno que otro presidente extranjero y hasta un papa para conocer los restos de un poblado marcado por la tragedia. Mi visita tenía unas características menos espectaculares, pero no menos importantes: intentaba ponerme en contacto con un lugar de mi memoria perdida, con personas y lugares que habían visto, tal vez, mi juegos infantiles. Por supuesto, no tuve éxito y, en lugar de reconocer ese lugar como el lugar de origen de toda mi familia, terminé por entender que a partir de entonces sería un desterrado más.

Ya no estaban allí las tiendas, ni el cine Bolívar, ni la alcaldía, ni el Café Hawai, ni mi casa. Armero, el pueblo que se extendía desde la carretera hasta donde la vista no alcanzaba a percibir un límite, se había convertido en un grupo de casas maltrechas ubicadas junto al Hospital San Lorenzo y de escombros que sobresalen de la maleza para conformar, junto al monumento construido para la visita de Juan Pablo II, un camposanto insondable que nos obligaba a un silencio terrible, nunca acostumbrado por mi familia.

El paso del tiempo y la acción secreta de los terratenientes locales fue demoliendo las casas, al tiempo que se corrían cuidadosa y lentamente las cercas de las haciendas para consumir –como una colonia de amebas– tierras, calles y hogares en el afán desmedido del lucro por beneficiarse de terrenos enriquecidos por las cenizas volcánicas. Cultivos de algodón, arroz y sorgo crecerían, probablemente, sobre las cenizas de algún pariente y de las miles de personas que descansan eternamente bajo cientos de toneladas de barro, para alimentar la avaricia de unos cuantos, mientras los miles que quedaron damnificados entraron a engrosar cinturones de miseria como Armero-Guayabal, en la población contigua; a servir de mano de obra extremadamente barata para los floricultores de Fusagasugá y Silvania; o a dispersarse por todo el mundo en busca de oportunidades, en esa diáspora armerita que nos hiere a todos nosotros tan profundamente.

Los años pasaron con muchas privaciones para mi familia, al igual que para las de miles de personas que lo perdieron todo o casi todo en Armero. Mientras, las ayudas internacionales eran desviadas a los fondos de un monseñor en huida, del cual prefiero no acordarme, y a las arcas de lo que ahora se ha convertido en uno de los más importantes consorcios de la construcción de nuestro país. Millones de dólares de la solidaridad internacional, transferidos por el gobierno al Fondo de Reconstrucción Resurgir –que administraba Pedro Gómez Barrero–, terminaron en manos de toda clase de impostores, aduladores y estafadores, mientras las ayudas para las familias damnificadas eran escasas y muy difíciles de obtener para quienes de verdad las necesitaban.

Una buena tarde de septiembre de 1996 –si mal no recuerdo– la Fiscalía me demostró que hasta de las tragedias se puede sacar una sonrisa: decenas de policías y miembros del ente investigador ingresaron a una bodega de Soacha (Cundinamarca) para descubrir decenas de toneladas de alimentos, ropas, medicamentos y equipos médicos que se podrían allí, 11 años después, mientras los gobernantes se jactaban de haber ‘superado’ el drama de Armero y monseñor Gaitán Mahecha, fugado con los pesitos de la Caja Vocacional y de Resurgir, disfrutaba de sus millones en algún punto desconocido del Caribe o del mismísimo Vaticano. Sólo Dios puede saberlo, porque para los armeritas que no recibieron un solo centavo es un misterio.

Las últimas noches, como cada año en Armero-Guayabal por esta época, uno puede ver a muchas mujeres sobrevivientes que se reúnen con miembros de las pocas organizaciones que intentan, con grandes esfuerzos, mantener la memoria sobre las causas de esta tragedia nacional para realizar una labor sencilla pero muy importante: arrancar pétalos de flores. Varias toneladas de claveles, donadas por los dueños de los cultivos de flores de Fusagasugá –ya sea por solidaridad con sus muchos empleados armeritas o por el peso que hace en su conciencia el haberse lucrado con la tragedia–, pierden sus suaves vestidos en las manos de estas mujeres que, entre risas y llanto, intentan reconstruir en la memoria lo que fuera nuestra ciudad, nuestro espacio, nuestra vida.

Cada 13 de noviembre, los pétalos son arrojados desde el aire sobre el camposanto para recordar que alguna vez allí, en medio de una planicie arada y mecanizada, se levantaron los sueños de casi 40.000 colombianos, ilusiones que siguen cortadas por el olvido al que nos someten quienes sólo nos recuerdan cuando quieren elegirse o reelegirse, quienes sólo recuerdan a las víctimas cuando pueden lucrarse con ellas y quienes niegan a la gran mayoría de colombianos el derecho a ser y a vivir dignamente.

Lo veo claramente, luego de recordar: contra todos ellos, esos pétalos de clavel levantan nuevos sueños de dignidad para quienes ya no tenemos tierra bajo nuestros pies.

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