Por: Juan Diego García – abril 27 de 2009
La condena de Alberto Fujimori es destacada como un hecho excepcional porque rara vez un expresidente es acusado por crímenes cometidos en nombre del Estado. Se asume, con una buena dosis de cinismo, que el sistema tiene ‘cañerías’ y el terrorismo de Estado se justifica siempre en nombre de los grandes intereses de la colectividad o, al menos, como males menores o necesarios por los cuales el gobernante se ve impelido, aún contra su voluntad, a violar la ley. Con ello todo, el edificio jurídico se ve afectado y se abre la veda a las conductas más siniestras.
En realidad, pocos gobernantes pueden presumir de atenerse rigurosamente a la legalidad sin incurrir en este tipo de delitos, amparados por la impunidad que otorga el cargo. Además, siempre se sostuvo que tales prácticas eran propias de las dictaduras tropicales, el fascismo europeo o el sistema comunista. Sin embargo, todas las llamadas ‘democracias burguesas consolidadas’ han incurrido o incurren en este tipo de crímenes o los propician, para no mencionar los horrores de las guerras imperialistas y el crimen atroz del colonialismo.
Por muchos motivos, más gobernantes de los que se piensa deberían, como Fujimori, sentarse en el banquillo de los acusados. En este caso, todos aquellos que dentro y fuera de Perú se beneficiaron de este pacificador eficaz que, a sangre y fuego, exterminó a la guerrilla de Sendero Luminoso, al movimiento Tupac Amaru y, de paso, a la oposición sindical y social, garantizando a la burguesía criolla y a las transnacionales un lugar ideal para invertir y saquear. Tan condenable resulta, entonces, apoyar el crimen como cometerlo y siempre será más responsable quien induce al delito que el propio autor material del mismo. Este esperpéntico dictador no actuó por su cuenta y riesgo: con él estuvieron no sólo los grupos privilegiados de Perú sino sus amigos de los gobiernos regionales –no muy diferentes a él– así como las potencias capitalistas, todos ellos encantados de tener un agente tan eficaz en defensa de sus intereses.
¿Por qué ha terminado el dictador peruano entre rejas? Sencillamente equivocó la jugada: pensó poder paralizar el país con una enorme manifestación en su favor y salir airoso del lance, pero diversas fuerzas se asociaron para neutralizar su intento y permitieron el juicio y la condena. Su apoyo popular es muy limitado y mucho menor que el amplio sector que sufrió en carne propia la represión y el terror oficial. Además, en su contra alentó al sector del poder judicial que antes humilló y sometió con malas maneras al erigirse en dictador: son los mismos jueces que ahora le condenan, cargados de razones y pruebas contundentes. Lo pierde también la traición de sus antiguos aliados de la vieja oligarquía limeña, blanca y racista, la misma que aún controla el poder en todas sus manifestaciones, que lo utilizó en su día y ahora lo arroja a las tinieblas exteriores. ¿Dónde estarán ahora todos aquellos que, en el occidente democrático, le apoyaron alborozados? ¿Se confirma aquello de que, en estos menesteres, no hay amigos sino intereses?
Estos fascismos criollos corren, a la larga, la misma suerte que el fascismo tradicional. Nunca se juzgará a los grandes empresarios que están detrás de todas estas formas patológicas del capitalismo: tal destino está reservado a los jefecillos grotescos que apalean en las calles, enardecen a las masas y organizan las campañas de exterminio del enemigo de turno. Eso es el pobre Fujimori, cuyo único argumento ha sido que tan criminales como él son Alan García y los demás gobernantes que le precedieron, a los cuales tampoco les tembló el pulso para ordenar asesinatos y masacres de gentes humildes y opositores incómodos. Y seguro que tiene razón, pero los crímenes de otros no exculpan los propios.
La comparación con el fascismo puede ser muy discutible, pero ya no lo es tanto la semejanza de la base social que sustenta estos proyectos: ciertos sectores de la pequeña burguesía que florecen en torno a las fuerzas armadas y de policía, determinados estamentos del funcionariado, oficios muy típicos que favorecen el trabajo duro y la paga menguada, sectores populares muy afectados de ignorancia y sectarismo, nuevas capas de burgueses arribistas y practicantes fervorosos del utilitarismo del ‘todo vale’ y, naturalmente, las capas descompuestas del lumpen, la parte delincuencial de la población que por lo general termina convertida en fuerzas de choque del proyecto fascista. Basta observar las fuerzas dinámicas de la ultra derecha en Europa: son las mismas del fascismo criollo, las huestes de apoyo a los militares argentinos, a Pinochet, a Somoza o a cualquiera de los otros dictadores, tradicionales o modernos, del continente latinoamericano.
Tampoco faltan quienes, con sobrados motivos, ven a Álvaro Uribe Vélez como una especie de caricatura del dictador peruano y auguran para el pequeño caudillo de Bogotá la misma suerte que le ha tocado a Fujimori. Y los símiles no faltan: detrás del gobierno de la ‘seguridad democrática’ están los mismos que apoyaron con entusiasmo al ‘Chino’: la vieja oligarquía, las transnacionales y los ‘gobiernos democráticos’ que se deshacen en elogios ante los éxitos en la lucha contra la subversión y el comunismo –ahora ‘terrorismo’–, y se frotan las manos ante tan alentadores panoramas de inversión. Mañana callarán discretamente y los que hoy son ‘éxitos’ se convertirán, entonces, en ‘crímenes atroces que no se pueden perdonar’.
¡Qué parecidos son los paramilitares colombianos a las ‘rondas campesinas’ que sembraron el terror junto a las fuerzas armadas de Perú! ¡Qué similares los ‘falsos positivos’ de Uribe Vélez con los crímenes de inocentes estudiantes y profesores por los cuales Fujimori acaba de ser condenado a 25 años de prisión!
Si tales premoniciones se cumpliesen, Uribe Vélez se defenderá alegando que él no hizo nada diferente de lo actuado por gobiernos anteriores al suyo, que él no hizo más que defender los intereses de la vieja oligarquía, abrirle paso a las nuevas camadas de burgueses ’emergentes’ –señores de la droga y la motosierra–, limpiar el país de comunistas y hasta de liberales convencidos del ideario humanista –¡tan incómodos!– y, sobre todo, abogar por los intereses del gran capital internacional. Y tampoco le faltará razón. Claro que, comparado con los crímenes de la ‘seguridad democrática’ de Uribe, el legado de sangre que deja Fujimori parece cosa de niños. Y 25 años de castigo serían poco.
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