Por: Juan Diego García – agosto 29 de 2014
Las conversaciones entre el gobierno de Santos y las FARC-EP parecen haber llegado a un punto de no retorno, aunque en este tipo de procesos no es posible ni prudente adelantar acontecimientos, sobre todo considerando los muchos factores que operan en su contra y, más aún, pensando en las dificultades para poner luego en práctica lo acordado, de manera que no se repitan las situaciones del pasado que frustraron la solución política al conflicto armado colombiano.
Hay todavía diferencias por zanjar, pero los avances son significativos. Los acuerdos previos sobre la cuestión agraria no satisfacen el programa de la guerrilla pero sí son un avance considerable y, en líneas generales, coinciden con las demandas de los campesinos. La reforma política es de gran significación, dado el rol que en el conflicto tienen la exclusión y la violencia del sistema contra las fuerzas opositoras. De aplicarse, sería un paso importante para hacer de la democracia del país algo más que una frase hueca. El acuerdo sobre los llamados ‘cultivos ilícitos’ abre perspectivas para una solución que satisfaga los intereses nacionales e internacionales, sobre todo cuando la llamada ‘guerra contra las drogas’ ha fracasado rotundamente y voces muy autorizadas dentro y fuera del país abogan por soluciones muy similares a las acordadas entre autoridades e insurgentes en La Habana.
Hay, además, elementos nuevos que sustentan los pronósticos favorables. El encuentro de las víctimas del conflicto con los insurgentes y el gobierno supone la apertura de escenarios de reconciliación y del fomento de una nueva cultura de la convivencia en un país literalmente envenenado por las campañas de guerra psicológica auspiciadas por los grandes medios, con honrosas excepciones, todos en línea con la versión oficial de los hechos.
No menos destacable es la creación, a petición reiterada de los insurgentes, de una comisión de expertos académicos que entregarán en los próximos meses un análisis de las causas históricas del conflicto armado. No se trata de una ‘comisión de la verdad’, que funcionará en el futuro, pero sus aportes académicos servirán de punto de referencia para el análisis sopesado y, sobre todo, ofrecerán a la sociedad colombiana puntos de vista divergentes pero constructivos por su valor científico, permitiendo entonces un debate ajeno a las pasiones y distante de la versión interesada.
Ha sido, igualmente, de gran relevancia la presencia en La Habana de una delegación de las Fuerzas Armadas de muy alto nivel, comitiva que trató con los insurgentes los aspectos relativos a la dejación de las armas –y, como se pactó, no entrega de las mismas– y de los mecanismos de seguridad que el Estrado ofrecerá a quienes abandonen la lucha armada y se conviertan en movimiento político legal.
¿Cuál sería el balance provisional que se podría hacer a estas alturas del proceso? ¿Quién gana y quién pierde? ¿Cuáles son las perspectivas del futuro inmediato para el país en su conjunto? Sin duda, la gran beneficiada es la ciudadanía misma. Pero, ¿cómo afecta de forma directa a los principales actores del conflicto?
Las FARC pueden estar muy satisfechas si los acuerdos previos alcanzados se convierten en realidad. Ninguna fuerza de izquierda puede presentar hasta hoy un balance más favorable para los intereses populares que lo acordado en Cuba. Además –en contraste con la imagen oficial que se mantiene y en ocasiones se intensifica según convenga, que presenta a la guerrilla como un grupo de bandidos sin discurso, sin programa y sin vínculo alguno con la población–, las propuestas llevadas por la insurgencia a la mesa de diálogo no sólo tienen una enorme coincidencia con las demandas campesinas y de la oposición sino que muestran un manejo muy sólido de las problemáticas del país –con independencia de que se esté o no de acuerdo con ellas–, un lenguaje de altura y una disposición realista al tratamiento de los asuntos a debate.
De ingresar a la legalidad a la insurgencia le queda un enorme reto: ganar en las urnas el apoyo de buena parte de ese 60% o más de abstencionistas, mayoritariamente de los sectores populares, los mismos que en los últimos años inundan calles y plazas exigiendo cambios substanciales en el orden político y económico del país, y reconquistar a sectores amplios de las clases medias que ahora le resultan hostiles. Como primer paso puede contribuir a la formación de una amplio frente de izquierda que aspire al poder en las elecciones presidenciales de 2018. Las elecciones municipales del año próximo serían una primera prueba de fuego. Es probable que para entonces ya exista el acuerdo de paz y, en consecuencia, todo será sin duda más favorable.
Al presidente Santos se le presentan retos igualmente grandes. Ante una posible recaída de la economía mundial su estrategia de exportar materias primas como principal fuente para financiar sus proyectos se puede ver seriamente comprometida. Tampoco está en su agenda una nueva política fiscal que dote al Ejecutivo de recursos suficientes. En este contexto, cumplir con la promesa de promover la equidad apenas tiene elementos sólidos que la sustenten. Además, con un Estado raquítico y corroído por la corrupción el presidente colombiano tendrá enormes problemas para cumplirle a la guerrilla y satisfacer a los movimientos populares.
Santos tiene que defenderse, además, de los feroces enemigos de la paz que anidan en sus propias filas, debe gestionar el proceso sin contar con un Estado moderno y eficaz, y ha de mantener el apoyo de la clase dominante que le sirve de sustento, la misma que puede abandonarlo si considera que el gobierno ha ido demasiado lejos en las concesiones a la guerrilla. No menores deben ser sus preocupaciones respecto a Washington, habida cuenta de su enorme influencia en los cuarteles y sus sólidos vínculos con la misma oligarquía que le llevó al poder y le ha dado el visto bueno a sus estrategia de paz. Si a unos y otros no les satisfacen los términos del posible acuerdo este apoyo puede terminar. Por menos echaron del poder a Zelaya en Honduras.
En este complejo escenario Santos tiene armas suficientes para neutralizar, al menos, a los agentes más activos de la extrema derecha. Puede empezar por dividir su movimiento: políticos corruptos que pueden ceder fácilmente a los halagos del poder y dar pleno apoyo a los muchos procesos penales, por todo tipo de delitos, que cursan contra Uribe Vélez y su entorno. Tampoco es imposible neutralizar a las Fuerzas Armadas. Es una cuestión de habilidad y, sobre todo, de propósito.
Si se logra la paz la suerte de la extrema derecha estaría echada, aunque por eso mismo son enormes los riesgos de ver a Uribe y los suyos impulsando medidas desesperadas –el golpe militar incluido–. No es pequeño el margen de acción que tiene la extrema derecha, más aún si el proceso de paz se concreta en los términos descritos y, por ende, cuenta con un respaldo social considerable.
Los países de la región han dado siempre su respaldo al proceso de paz, más ahora cuando se vislumbra un resultado exitoso. Queda como incógnita qué harán los Estados Unidos cuando el acuerdo haga innecesaria su presencia en la ‘guerra contra las drogas’ y su directa participación en la lucha contra una insurgencia guerrillera que ha terminado. ¿Optarán, entonces, por asegurar al menos sus bases militares aquí y convertir a las Fuerzas Armadas locales en una especie de prolongación de las propias y a Colombia en un emplazamiento privilegiado de su geoestrategia regional?
Por fortuna para el país, Estados Unidos ya no es la potencia hegemónica de antaño. Corren nuevos vientos en el continente y no debería descartarse que, al menos a mediano plazo, este país andino alcance un estatus en sus relaciones con la potencia del norte que lo haga más armónico con el proceso de integración de América Latina y el Caribe, y más cercano al ejercicio efectivo de la soberanía nacional.
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