Cuba - Foto: Doug Wheller

Cuba - Foto: Doug WhellerPor: Juan Diego García – marzo 30 de 2015

La decisión del gobierno estadounidense de reanudar relaciones diplomáticas con Cuba, luego de más de medio siglo de rompimiento, es un hecho de enorme trascendencia, aunque aún faltan muchos obstáculos por remover, empezando por el total y completo desmantelamiento del bloqueo económico, el fin de la hostilidad política hacia la isla y terminar el fomento de las acciones terroristas de la minoría que en Miami aún sueña con la restauración de la Cuba de antaño, y, naturalmente, concretar la devolución de Guantánamo, zona ilegalmente ocupada por Estados Unidos.

El asunto se debería entender como lo que es en realidad, como un comienzo, pero un comienzo que se inaugura con las propias palabras del presidente Obama reconociendo la derrota de la estrategia de su gobierno y de los muchos que le anteceden en la vergonzosa tarea de violar todas las normas del derecho internacional y de someter al pueblo de la isla a mil y una privaciones. En el discurso del presidente estadounidense no hay ni una palabra de excusa ni una manifestación de arrepentimiento por el crimen cometido, pero, eso sí, la reiteración de que los Estados Unidos seguirán tratando de realizar su sueño de derrotar la revolución, esta vez por otras vías.

Nada de esto se produce por azar. Tanto la hostilidad y la agresión abierta predominante hasta hoy, así como las amenazas de futuro forman parte de la naturaleza imperialista del capitalismo estadounidense. Sin embargo, el hecho en sí constituye una nueva constatación del declive de la hegemonía de Washington en la región y en el mundo. En este contexto, los pensadores lúcidos del imperio parecen haberle aconsejado al presidente Obama que era el momento preciso para llevar a cabo algo que realmente se venía preparando desde mucho antes.

Basta recordar las exigencias de los granjeros para aliviar el bloqueo permitiendo la venta de sus muchos excedentes de cereales a la isla –son anticomunistas, pero naturalmente primero velan por sus intereses inmediatos–, sin importarles demasiado la histeria de los grupitos de exaltados de la emigración y de sus voceros a sueldo. Tampoco han faltado las presiones de los círculos académicos, artísticos y de deportistas por un contacto fluido y de mutua conveniencia, y, por supuesto, no se debe olvidar la influencia decisiva de los estrategas mayores, aquellos que representan los intereses del gran capital, que ven cómo su país se aísla cada vez más en la región en favor de los socios europeos y, sobre todo, de China y Rusia, que hacen ya una exitosa competencia a las transnacionales estadounidenses. El mensaje de aires nuevos no es entonces sólo para Cuba, lo es para todo el continente.

En efecto, el New York Times, vocero del gran capital, viene abogando de forma reiterada en los últimos meses por un cambio en la política de Washington hacia Cuba. Además, para algunos analistas, el asunto llega más lejos: es, o debería ser, un mensaje dirigido igualmente a los otros gobiernos de la región y entendido como el inicio de dinámicas de buena vecindad. En una arranque de optimismo hasta se podría pensar que se trata de una renuncia a los métodos gansteriles de intervención. ¿Habrán entendido que la diplomacia de cañoneras da malos resultados en el difícil escenario mundial de hoy? El tiempo lo dirá. Por el momento, algo de eso hay en el discurso de Obama aunque de sus palabras se deduce claramente que, por supuesto, los Estados Unidos no renuncian a intervenir ni abandonan su estrategia imperialista, pero ahora sin los métodos groseros y ordinarios, las intervenciones directas y la falta de tacto, frutos de la arrogancia y la prepotencia que sólo conducen al fracaso. Y Cuba sería el mejor ejemplo de ello.

En el discurso de Obama aparecen ambas coordenadas. De una parte, la reiteración –esta vez muy diplomática– de la voluntad intervencionista y la reafirmación de su voluntad de potencia hegemónica en lucha por asegurarse una influencia decisiva en la región. Pero, de otra, el reconocimiento del fracaso de la estrategia de la fuerza bruta, del terrorismo, del sabotaje y la subversión de todo gobierno que no les resulte simpático. Ojalá con ese mismo enfoque no solo se desarrollen de forma conveniente los pasos que siguen a esta reanudación de relaciones diplomáticas sino que se aplique lo aprendido al resto del continente, en particular por lo que respecta a gobiernos como el de Venezuela, un país que por el camino que van las cosas se estaría perfilando como el candidato ideal para ser objeto de políticas similares a las que soporta y ha soportado Cuba en el pasado medio siglo.

Hay, además, un elemento que puede parecer de menor significación, pero sin el cual muchas cosas no son comprensibles en el caso cubano: los Estados Unidos siempre han querido la anexión de la isla, tragarse a Cuba, convertirla en un nuevo territorio de la Unión. Y siempre fracasaron. Obama no hace más que registrar un nuevo y sonado fracaso de esta estrategia. El sentimiento nacionalista de la población de la isla siempre ha sido muy enfático, de una tenacidad inmensa en medio de los avatares más oscuros y de las perspectivas menos halagüeñas. La cubanidad, como elemento central de su identidad como pueblo, ha jugado siempre un rol destacable. En los momentos más duros la ciudadanía cubana se ha negado a ceder sus principios o a doblegar su voluntad por un plato de lentejas.

Después de esta victoria contundente se abren para los cubanos nuevos retos en todos los órdenes. Tampoco será fácil ni mucho menos gestionar las relaciones con Washington con nuevas reglas de juego en las que ‘se pueda convivir de forma civilizada dentro de las diferencias’. El gobierno de los Estados Unidos no es precisamente un modelo de buen amigo ni de mejor vecino. Y Cuba lo sabe. Pero, pase lo que pase, este acontecimiento eleva la autoestima de todos los pueblos de la región, acostumbrados a soportar la opresión política del imperio, a ver saqueadas sus riquezas y afectada su propia identidad, a ser inducidos a sentir vergüenza de sus orígenes, del color de su piel, de su origen étnico, de su cultura. No por azar en el corazón de todo latinoamericano la noticia arrancó hasta lágrimas de alegría y sentimientos de esperanza en torno al valor que tienen la dignidad y la lucha, precisamente, cuando todo el horizonte se cubre de nubarrones y parece que la victoria resulta imposible.

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