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Por: Juan Diego García – junio 10 de 2009

El conflicto colombiano oscila entre momentos de enorme esperanza y largos períodos de frustración generalizada. El país ha vivido en guerra permanente desde su independencia formal de España y los momentos de paz resultan excepciones en medio de las confrontaciones bélicas entre liberales y conservadores o en guerras abiertamente revolucionarias.

¿Qué obstáculos hacen tan difícil un arreglo pacífico del conflicto? Probablemente, el primero tiene una relación profunda con la
cuestión agraria y con la expropiación generalizada de tierras, una práctica muy tradicional en Colombia mediante la cual –y al calor de las guerras– la gran propiedad rural ha crecido de forma desmesurada a costa de pequeños y medianos propietarios, colonos y comunidades indígenas y negras. Podría afirmarse que cada guerra ha sido una contrarreforma agraria encubierta: el latifundio colombiano –el viejo y el nuevo– creció notablemente durante la llamada Violencia (1948-1953), favoreciendo al estamento terrateniente tradicional; la actual guerra (desde 1964) ha concentrando más de seis millones de hectáreas en manos de narco paramilitares, empresas transnacionales y otros grupos, además de propiciar el cambio de manos de no se sabe cuántos millones más por la vía de la compra ‘legal’ a propietarios desesperados que malvenden sus pertenencias huyendo del acoso y la amenaza.

Afectar el actual sistema de tenencia de tierras en Colombia, mediante una verdadera reforma agraria, choca entonces con la gran propiedad y, al parecer, constituye un punto innegociable tanto por parte del gobierno –el presidente Uribe es, él mismo, un gran latifundista– como de la guerrilla izquierdista –obviamente, por razones opuestas–.

Tampoco parece existir un terreno abonado para una reforma política profunda. La clase dominante se siente muy cómoda con un sistema electoral que la favorece ostensiblemente y deja a la oposición apenas resquicios menores. A esta rigidez institucional se agrega el papel de la violencia de extrema derecha, que impide el normal desarrollo de la actividad proselitista y asegura a los sectores afines al régimen una representación decisiva en las instancias legislativas. ¿Acaso el 35% de los parlamentarios que declaraba ufano uno de los máximos jefes del paramilitarismo? Un sistema, entonces, caracterizado por el clientelismo y la violencia no es precisamente un atractivo para quienes se han alzado en armas.

El cambio radical del sistema electoral es un segundo obstáculo que conspira contra el proceso de negociación. En realidad, una reforma profunda en este campo es una exigencia no sólo de la insurgencia sino de la oposición en general y hasta de sectores sensatos de la misma clase dominante. Pero ésta se siente cómoda con un instrumento de dominación tan refinado y que, además, se vende a la opinión internacional como un modelo de democracia. Para la oposición armada no parece posible pasar a la legalidad sin garantías de unas reglas de juego equilibradas y transparentes. Por su parte, la oposición legal denuncia de forma reiterada todas las limitaciones y trabas que le impiden salir del estrecho espacio que se le permite ocupar.

La imagen de Colombia como un país que vota mayoritariamente a la derecha más dura no corresponde tanto al éxito de sus partidos como al complejo sistema de limitaciones, trampas y violencia que tiene a su favor. El escándalo de la parapolítica pone de manifiesto, entre otras, que en las dos ocasiones en que Uribe ganó la presidencia un buen par de millones de sus votos son el resultado de la acción violenta de la derecha armada.

También conspiran contra un proceso de paz otros privilegios de la clase dominante y a los que parece no estar dispuesta a renunciar. Y uno se destaca en particular: el modelo económico neoliberal, que le reporta enormes beneficios mediante una legislación laboral muy restrictiva, un sistema impositivo demasiado complaciente y todo tipo de ayudas. En efecto, apenas pagan impuestos, favorecidos por un entramado muy amplio de estímulos y deducciones fiscales y una legislación laboral que parece sacada del siglo XIX.

Como ocurre con la tierra, a las ventajas institucionales se agrega la acción de la violencia contra los dirigentes sindicales, que arroja un balance macabro: de cada cuatro sindicalistas asesinados en el mundo, tres son colombianos, según la oficina de la OIT, al punto que los sindicatos estadounidenses tienen un argumento muy sólido a la hora de pedir que no se apruebe el TLC con Colombia, en tanto no cesen estos asesinatos y se castigue a los responsables. Por supuesto, los obreros no se benefician de un sindicalismo diezmado y sometido al terror cotidiano, pero los patronos sí.

La insurgencia también exige reformar la estructura del Estado, no sólo en términos de su modernización sino sobre todo de su democratización, particularmente en los ámbitos de la justicia y las Fuerzas Armadas. El Estado colombiano es, ciertamente, un raquítico instrumento, pasto de clientelismos y corrupción con el cual es muy difícil que un gobierno cualquiera pueda seriamente emprender reforma alguna y concitar a la comunidad nacional a un proyecto de desarrollo y democracia. Por lo que hace a las llamadas ‘fuerzas del orden’ el problema se agrava, porque se han adiestrado bajo la influencia nefasta de la ‘doctrina de seguridad nacional’ de los Estados Unidos, convirtiendo al oponente en el ‘enemigo interno’ a eliminar, en una atmósfera de guerra fría extemporánea muy útil para criminalizar la protesta y convertir también a la oposición legal en ‘enemigos de la patria’.

Los vínculos estrechos entre las ‘fuerzas del orden’ y la extrema derecha armada son ya innegables y el argumento de las autoridades de que se trata de actos aislados, y no de un sistema ordenado y fomentado desde arriba, ya no se sostiene. Hasta la Alta Comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos lo reconoce, ante el cúmulo de desapariciones, ejecuciones extrajudiciales, violaciones graves del debido proceso, intimidación, persecución y desplazamientos –prácticas que, en su conjunto, no podrían calificarse más que de terrorismo de Estado–.

También hay temor y mucho recelo de parte de los guerrilleros por la experiencia amarga de los procesos de paz anteriores. De hecho, ha sido relativamente fácil que éstos abandonen las armas, se disuelvan y participen en la contienda política, pero la experiencia muestra también que muchos de sus líderes han pagado con sus vidas tal decisión. Fue así con las guerrillas campesinas del liberalismo en los años 50, lo mismo ocurrió con destacadas figuras del M-19 y otras organizaciones guerrilleras: no se salvaron de la mano misteriosa que asesinaba al guerrillero acogido a la legalidad. Pero el caso más sangrante es, sin duda, el de la Unión Patriótica –un intento de participación política de las FARC, acordado con el gobierno en 1984–, que fue sistemáticamente masacrada, contando casi 5.000 líderes asesinados hasta hoy, y por cuyos crímenes instancias internacionales han condenado al Estado colombiano por acción u omisión en reiteradas ocasiones.

Para que haya paz tiene que ser del pasado afirmar que ‘en Colombia es más fácil organizar una guerrilla que un sindicato’. Debe ser del pasado, igualmente, la expresión impotente del expresidente Belisario Betancourt cuando, en pleno proceso de paz con las FARC y el M-19, denunciaba a “los enemigos de la paz agazapados dentro de las instituciones”. Debe ser del pasado el asesinato de los líderes que dejan las armas y se acogen confiados a la legalidad.

En contraste, no sería obstáculo para la paz el programa político de los grupos insurgentes. De hecho, sus propuestas pueden ser suscritas por cualquier liberal o conservador progresista, aunque obviamente admitiendo todo tipo de discrepancias por su pertinencia o realismo pero no porque constituyan un proyecto socialista o comunista que atente contra la propiedad privada, la libertad individual, la religión o cualquier otro de los principios de la democracia burguesa.

La estrategia actual de la llamada ‘seguridad democrática’, que en esencia significa la guerra como única respuesta; la criminalización sistemática de los insurgentes y el vínculo con las estrategias ‘antiterroristas’ de los Estados Unidos y sus socios, materializa todos estos obstáculos que conspiran contra la paz. Seguramente el abandono de esta estrategia bélica sea el primer paso para comenzar a desmontar pacientemente los demás problemas que impiden a los colombianos y a las colombianas vivir en paz y resolver sus conflictos de manera civilizada.

¿La reciente propuesta de paz de las FARC tendrá la misma suerte que las anteriores? Éste será uno de los retos más importantes para quienes aspiran ya a dirigir los destinos de Colombia a partir de 2010, pues Uribe se declara cerrado a cualquier alternativa que no sea intensificar la guerra. Sería al menos prudente asumir el fracaso real de la estrategia de la ‘seguridad democrática’ así como el cambio de los tiempos. Sería sensato atender la propuesta de la senadora Piedad Córdoba y de Colombianos y Colombianas por la Paz. Por desgracia, la prudencia y la sensatez no son precisamente virtudes que Uribe practique con demasiada frecuencia.

 

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