Por: Juan Diego García – agosto 2 de 2007
El presidente Uribe Vélez esperaba convertir las manifestaciones ocurridas con motivo de la muerte violenta de once parlamentarios en un respaldo a su política. La iniciativa de los familiares de los afectados se convirtió entonces en acto oficial, santificado por la Iglesia Católica, apadrinado por los medios de comunicación y financiado generosamente por los empresarios, que concedieron el salario del día a quienes asistieran a los actos en apoyo del Ejecutivo. Pero las voces de quienes abogaban por el rescate militar y el rechazo a todo acercamiento a los insurgentes se vieron acalladas por una clara mayoría que condenó la aventura irresponsable del rescate y exigió el intercambio humanitario, subrayando que la vida y la libertad de las personas están por encima de los intereses coyunturales del gobierno de turno.
Días antes, el gobierno registraba con desagrado el fracaso de su iniciativa de llevar el caso de Colombia a la reunión del G-8 y recibir el respaldo de las mayores potencias mundiales. En su lugar, se emitió un escueto comunicado de bajo rango, en el cual, si bien por razones de protocolo se apoyaba al gobierno, a renglón seguido se conminaba “a las partes” a buscar la negociación como salida del conflicto. Afirmar la existencia del conflicto y, además, pedir su solución negociada era lo último que Bogotá esperaba escuchar. La iniciativa gubernamental en realidad terminó beneficiando a los insurgentes.
Menos bien acogida ha sido la propuesta de Francia, Suiza y España de conocer la verdad sobre la muerte de los diputados mediante una “comisión de encuesta”, pues tal instrumento supone un estado de guerra o, al menos, la existencia de “dos partes” que serán indagadas para establecer la verdad. Aunque no formalmente, eso equivaldría a equiparar gobierno con guerrilla. De nuevo, los insurgentes ganan puntos a costa de las autoridades.
Con Washington las cosas no marchan todo lo bien que sería deseable. Utilizando el caso colombiano para debilitar a Bush, los parlamentarios demócratas hacen exigencias a Bogotá de muy difícil cumplimiento y que, de hecho, someten a pública humillación a Uribe. Para aprobar el TLC los demócratas -y algunos republicanos- exigen medidas concretas -y no buenas palabras- que garanticen los derechos sindicales, protejan el medio ambiente, desmantelen realmente la ultraderecha armada y aseguren unas elecciones limpias. Sólo quien desconozca la correlación de fuerzas en Colombia podría pensar que Uribe puede, simplemente con un acto de voluntad política, satisfacer tales exigencias. Es muy dudoso siquiera que, a estas alturas, el presidente pueda contar con la plena fidelidad de los suyos.
La propuesta de las autoridades estadounidenses a las FARC, de mostrarse generosas con el guerrillero Simón Trinidad -ya condenado en Washington- a cambio de la liberación de sus tres militares en poder de la guerrilla, es lo más parecido a un canje de prisioneros y da pié a preguntarse: ¿no deja esta iniciativa a Uribe en la estacada? ¿En qué queda el respaldo irrestricto a la política de ‘seguridad democrática’? ¿Pueden los Estados Unidos negociar con ‘terroristas’ pero no puede hacer lo mismo Bogotá?
La estrategia de negociar a la baja no dio resultado en anteriores ocasiones -Betancur Cuartas, Gaviria Trujillo, Pastrana Arango- y la guerra sin cuartel del actual presidente arroja un balance desalentador. Lo primero ocurre porque los actuales insurgentes no parecen dispuestos al abandono de las armas a cambio de nada significativo; lo segundo, porque el mismo mantenimiento de la guerrilla por casi medio siglo indica que existe un apoyo popular suficiente, al menos en aquellas áreas rurales en las cuales su presencia es significativa. O sea, no hay solución militar ni es posible negar el conflicto.
En el fondo, este es el nudo gordiano que ningún gobernante de Colombia logra romper. Ni las conversaciones de paz sin contenido ni la guerra de exterminio han conseguido resultados destacables. Los más belicosos insisten en la eficacia de la solución militar a ultranza y explican que no se obtienen mejores resultados porque la estrategia no se ha aplicado de manera consecuente. Su audiencia es cada vez menor y sus bases sociales disminuyen cada día que pasa. Los que, por el contrario, apuestan por una salida negociada sugieren que es cuestión de habilidad y voluntad política encontrar un conjunto de reformas que consigan satisfacer a la insurgencia sin que sea necesario cambiarlo todo y destruir la institucionalidad. Si la guerrilla está dispuesta a negociar -lo ha reiterado en múltiples ocasiones-, lo aconsejable sería determinar qué reformas es posible aplicar de forma inmediata y cuáles sólo vendrán a mediano y largo plazo, y de qué manera se garantizaría que el proceso de reformas no va a ser abortado por fuerzas oscuras que respondan a intereses minoritarios y espurios, sean éstos de naturaleza nacional o extranjera.
De nuevo, todo el problema empieza por reconocer la existencia del conflicto con sus ramificaciones económicas, sociales, políticas y culturales. Todo empieza por reconocer que hay una cuestión agraria y una problemática urbana por resolver, un sistema político sin legitimidad y un orden social con desigualdades inaceptables en cualquier sociedad civilizada. Si, por su parte, la insurgencia admite la posibilidad de negociar, acepta entonces moverse dentro de la institucionalidad para buscar la realización de sus programas por vías pacíficas.
Comenzar por un intercambio humanitario de guerrilleros presos por militares, políticos y funcionarios en manos de la insurgencia sería un paso decisivo que abriría el camino a medidas nuevas de ambas partes. Pero los enemigos de este camino de paz son muy poderosos y más de un acontecimiento parece probar lo que algunos analistas sugieren: existen en el gobierno grupos agazapados que sabotean deliberadamente los acercamientos. Hoy colocan una bomba para culpar a la guerrilla; mañana organizan un operativo de rescate que, si tiene éxito, se reivindica como prueba de la validez de esta estrategia o, en caso contrario, niegan toda responsabilidad, acusan a la insurgencia y de paso lanzan la sospecha sobre todo aquel que ose dudar de la versión oficial.
Muy difíciles son las horas actuales para el presidente Uribe, que debe hacerse cargo de un conflicto cada vez menos controlable, las sugerencias de tantos países amigos y, sobre todo, el desgaste de la actual administración estadounidense -su principal apoyo-. Quienes quieren bien al presidente confían en su olfato político y vaticinan sorpresivas medidas que llevarían a la salida negociada. Otros, menos optimistas, observan la debilidad del gobierno, el descontrol de sus propias fuerzas parlamentarias, el resurgimiento de la extrema derecha armada -si es que desapareció alguna vez- y el aumento del descontento popular que ha logrado desbordar el duro corsé de la represión oficial y no se arredra ante la acción criminal de los paramilitares. El presidente colombiano está, literalmente, atenazado por las circunstancias: ni gana la guerra a la insurgencia ni propone salidas negociadas que convenzan a sus adversarios. Y ya se sabe: guerra que no se va ganando, sencillamente se va perdiendo, y problema que no se resuelve termina por someter a quien lo padece.
De los ‘victoriosos’ primeros cuatro años de su mandato, Álvaro Uribe Vélez completa el primero de su segunda administración con un balance negativo y con unas perspectivas nada halagüeñas. Las encuestas amañadas que el Palacio de Nariño acostumbra presentar, como prueba de la Colombia feliz que sostiene al presidente, no resultan ahora suficientes para enderezar el rumbo de los acontecimientos y nisiquiera las voces de aliento de los más afines consiguen apagar el creciente rumor popular que empieza pidiendo un intercambio de presos por razones humanitarias y puede terminar exigiendo cambios radicales en el manejo del poder y en la distribución de la riqueza.
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