Por: Omar Vera – abril 18 de 2016
Apenas había pasado el mediodía cuando me enteré de la muerte de Eduardo Umaña Mendoza. Estaba en el taller de mi padre, sintiendo el olor a grasa y a metal de las máquinas que siempre he disfrutado tanto. Allí me encontraba desde muy temprano, desde que una mañana de tonos amarillos me despidió de mis clases de dibujo mecánico en la Facultad de Ingeniería de la Universidad Nacional. Salí corriendo de regreso, lleno de rabia.
Lo supe por la radio: pasando a duras penas por encima del ruido del torno, una voz anunciaba que el sábado anterior dos hombres y una mujer entraron a su pequeña oficina, empleando una treta, y allí dispararon en contra de Umaña hasta quitarle la vida, a la eterna usanza de los operativos de quienes siempre se han escondido entre sombras aunque sus cheques se giren del erario público. A su secretaria la amarraron con cinta en el cubículo más cercano a la puerta, mientras los criminales huían a las carreras por las eternamente contaminadas calles capitalinas.
Una década después, empecé a ir cada mañana durante algunos meses a una oficina que, según me decía una valiente abogada, había albergado también al gran Umaña. Para ese entonces, era yo el jefe de prensa de una reconocida organización defensora de derechos humanos y mantenía allí encerrado en un cubículo mínimo, sin ventanas ni formas de moverse demasiado, a unos pocos metros de donde me habían asegurado que él trabajaba. A los libros apilados y los expedientes que, en mi imaginación, rodeaban el modesto escritorio donde él recibía a todo el que necesitara su ayuda los habían reemplazado afiches de solidaridad con la causa campesina y mesas llenas de folios de contabilidad, mientras la vida seguía en ebullición por allí afuera.
Por cosas de la vida, me enteré hace poco de que esa no había sido nunca la oficina de Umaña y que tanto la jurista como yo habíamos caído de lleno en el engaño de alguien más. Sin embargo, la ilusión hacía que, cada vez que entraba allí, me invadieran las mismas preguntas que me llevaron a toda velocidad por la carrera 30 hasta la Universidad Nacional el día de su asesinato. ¿Por qué callan a los mejores, a los de buen corazón, a los que son capaces de decir la verdad mirando a los ojos de quienes tratan de ocultarla, como José Eduardo muy seguramente hizo ante esos hombres que se hicieron pasar por periodistas para acabar con él? ¿Por qué soportamos a una élite mezquina que nos obliga a la mediocridad como sociedad, que nos lleva a decirnos que es natural que pase esto y a convencernos de que para conservar la vida es mejor seguir eternamente callados ante las más humillantes iniquidades?
Como dije antes, corrí de vuelta a la universidad. Logré entrar antes de que los guardas cerraran los accesos, diciéndoles que había dejado mi maleta en la facultad. Cuando llegué a la emblemática plaza Che, el maestro Eduardo Umaña Luna, su padre, terminaba un dolido discurso frente al féretro de su hijo, mientras el cielo se había tornado gris y llenado de lágrimas las miradas de centenares de sindicalistas, familiares de desaparecidos y presos políticos, maestros y estudiantes que llegaron al funeral. Junto a la biblioteca, un obrero repartía objetos brillantes de mano en mano y, a unos metros de allí, un grupo de muchachas traía unas canastas llenas de botellas vacías, mientras el suave viento ya traía hasta mí el aroma de la pólvora que empezaba a sonar por la carrera 30 con calle 45 y del gas lacrimógeno que llenaba los ojos de más rabia. El tropel había comenzado y yo, como miles, también estallé en una cólera que me llenó de gritos la boca.
Unas semanas antes, justo por allí, una buena amiga que estudiaba Derecho me había señalado a Umaña mientras caminábamos. Recuerdo que pensé que no era muy alto, pero que sí que se veía como alguien muy serio. A esa primera impresión, fugaz y bastante imprecisa en mis recuerdos, le siguió un relato de admiración de mi interlocutora que hasta hoy tengo grabado en mi memoria: Umaña era tan valiente que se le había medido a casos como el del Palacio de Justicia y se había arriesgado a defender, junto con otros juristas del mundo, a Abimael Guzmán, el jefe de Sendero Luminoso al que Fujimori quería llevar a la muerte; además, sus cátedras eran siempre impecables, enérgicas y categóricas cuando tocaba asuntos como el delito político y los crímenes de Estado, y en ellas se solidarizaba con los perseguidos aquí o en cualquier lugar del mundo, denunciando la hipocresía con que el Estado se erige como sensato juez contra unos perseguidores cuya mano guía constantemente hacia sus víctimas.
Ese día, ese 18 de abril de 1998, un comando del que apenas se sabe que hacía parte de una operación conjunta del grupo paramilitar de La Terraza y los militares acabó con su vida. Las investigaciones cíclicas y sin resultados, los extravíos de evidencias, los asesinatos de testigos, la falta de voluntad o de valentía de los fiscales que tomaron el caso y de sus superiores, todo esto no hacía más que darle la razón a Eduardo Umaña Mendoza, cuando el responsable por su asesinato, el dueño del aparato de justicia y quien decidió el rumbo de la impunidad que hoy sigue es uno solo: el Estado colombiano.
Menos de 24 horas después del crimen, miles de jóvenes salimos a la calle, más llenos de rabia que de estrategia y refrescados por ocasionales parpadeos de llovizna de los irritantes aromas de los gases. Cuando la pólvora se terminó, las piedras y los palos hicieron lo suyo, y cuando intentaban entrar los uniformados la gente salía enfurecida al cuerpo a cuerpo, rompiendo sus formaciones y haciéndoles huir, mientras otros les gritábamos ‘¡asesinos!’ porque han defendido y siguen defendiendo al orden de cosas que asesinó a José Eduardo Umaña Mendoza.
Debo admitir que, hacia las 4:30 pm, salí corriendo cobardemente del primer tropel que presenciaba en la Nacional, cuando vi que uno de los policías saltaba la garita norte de la entrada a la universidad portando un fusil G3 en sus manos. Las piernas y el recuerdo de épocas no muy lejanas me dieron para volar y llegar en pocos minutos al barrio Galerías, donde aparenté ser un muchachito común y corriente que se tomaba una gaseosa en una panadería. Por fortuna, no pasó nada. Al día siguiente, nos encontramos con varios amigos y compañeros frente a la puerta de la facultad y no hubo reproches, sólo una sonrisa y una explicación tranquila para que yo, tan jovencito como era, entendiera que ‘la pelea es peleando’. Desde entonces entendí que no valía de nada indignarse ante la muerte que nos imponen si no estamos dispuestos a ‘morir por algo y no vivir por nada’, como tantas veces se ha dicho que Umaña repetía ante las amenazas.
Para mí y para toda una generación el asesinato de Umaña fue un despertar a la política, a la lucha social por un mundo mejor. Muchos nos apasionamos, nos metimos de cabeza en esa pelea contra la madre de todas las quimeras, nos pusimos a reconstruir el movimiento social, asumimos grandes sacrificios y algunos hasta le hemos dedicado toda una vida al asunto, cada cual a su manera, mientras las canas van colmando las cabelleras de quienes todavía las tenemos y la juventud se nos va volviendo un bien cada vez más escaso.
Yo, mientras tanto, sigo pensando en Umaña y en muchos otros cada que escribo algo o agarro la cámara para contarle historias a la gente. Ese brillante defensor de derechos humanos del que medio mundo hablaba en la universidad sigue haciéndome pensar en la verdad como herramienta de liberación y en la necesidad de que nos contemos la vida mirándonos a los ojos. Y, la verdad, me hace sonreír su recuerdo.
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