Juan Carlos Jaime Fajardo* – julio 14 de 2016
Un alcaloide se está produciendo en diferentes regiones de Colombia. Hoy les voy a contar cómo es su proceso, pero sin mencionar una región en específico para no estigmatizar a su población.
Hace años me invitaron a desarrollar un proyecto educativo. Tenía que adentrarme unas 4 o 5 horas por la montaña, y recuerdo que era un camino fangoso. De vez en cuando pasaba una recua de bestias cargadas con bultos de cemento, luego otra cargada con gasolina en pimpinas o pomas de 5 galones, y así durante todo el trayecto. Imaginé que alguna gran obra o proceso industrial se llevaba a cabo en dicha región.
Ya instalado en la escuela de la vereda, me invitaron a cenar en la vivienda de una humilde familia campesina. Recuerdo el terreno barrialudo que la rodeaba. Su alimentación era casi toda foránea y la miseria económica era evidente, a pesar de su riqueza humana. Al otro día me invitaron a un espacio particular de la casa, allí había montones de una hoja verde picada y esparcida sobre el entablado. El campesino, con alguno de sus hijos, empezó a regar cemento en polvo sobre dicha hoja, mezclándola con sus pies. Al otro día, dicha mezcla fue incorporada en dos canecas de 55 galones llenas de gasolina para dejarla disolver durante varios días. Es bueno recordar que con el Plan Colombia la quema de estos ranchos era presentada en los noticieros como destrucción de laboratorios, no sé si por cinismo o por ignorancia.
Pero al anterior proceso aún le faltaban otros ingredientes, todos provenientes de la industria química: recuerdo el permanganato de potasio, el ácido sulfúrico y el bicarbonato. No recuerdo su dosificación, pero sí que eran muy indispensables para lograr el alcaloide. Me contaron que en otras regiones le adicionaban acetona y éter para su cristalización.
Por todo este proceso es que este alcaloide debe llamarse Cehcosolinaq, pues está compuesto por cemento, hoja de coca, gasolina y productos de la industria química. Quienes lo comercializan lo hacen sobre la miseria socioeconómica que persiste en el campo colombiano debido al abandono estatal en muchas regiones. Sin embargo, los que acumulan riqueza con este proceso y su comercialización viven en casas ostentosas en los mejores barrios de nuestras ciudades.
Vale señalar que en esa región no se contaba con electricidad, carreteras ni políticas de fomento agropecuario. Desde el proyecto educativo en que trabajaba se trató de sembrar hortalizas para mejorar la alimentación de la gente, pero la acidez del suelo y la alta pluviosidad no lo permitieron.
No comprendo por qué a este producto se le llama cocaína si es el resultado de varios ingredientes y sin uno de ellos no se lograría. No comprendo por qué se le llamó “la mata que mata” si de ella he consumido galletas, vino, gaseosa, aromática e, incluso, pomadas y sigo vivo.
Tampoco comprendo por qué la multinacional Monsanto se ganó millones de dólares fabricando el glifosato con el que durante décadas se han fumigado los campos colombianos dizque para combatir a la Cehcosolinaq, pero nunca supe que se fumigara una estación de gasolina perdida allá en la montaña, ni un almacén de cemento, ni que el gobierno controlara las importaciones de algunos productos químicos que también son fundamentales para este proceso.
Es urgente que en la opinión pública se discuta esta situación, pues como educador me duele, al igual que a muchas personas, que el tráfico de la Cehcosolinaq haga presencia hoy en colegios del campo y la ciudad tanto privados como públicos, afectando a la niñez y la juventud. Pero, por favor, es importante que en la búsqueda de la solución no se ensañen con los campesinos e indígenas, que ya bastante ‘sopa y seco’ han recibido y, en cambio, los reparen por la estigmatización de la que han sido objeto.
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* Sociólogo y maestro de sociales.
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