La película de Carlos Gaviria sacude al espectador de este olvido autoinflingido ante lo que somos: una nación sometida por la sangre al imperio de la codicia.

Por: Omar Vera – junio 5 de 2010

A la mitad del viaje de la vida, Marina y Jairo se encontraron con un puerto junto al gran río, hasta donde llegaba el aroma del mar que habían olvidado. No se trata de una coincidencia, la mayoría de los colombianos nos hemos olvidado del aroma de la vida, de la gran tragedia humana que viven millones, de las grandes tristezas de los que sufren la pobreza más oprobiosa y el dominio de los señores de la guerra. La película de Carlos Gaviria –Pérez, aclaro para que no quepan confusiones con su homónimo, ese gran intelectual con el corazón a la izquierda– no sólo logra ubicarse dentro de las mejores obras cinematográficas producidas en nuestro país durante los últimos años sino que sacude al espectador de este olvido autoinflingido que nos ha sumido colectivamente en un estado de permanente negación ante lo que somos: una nación sometida por la sangre al imperio de la codicia.

No es para menos. Marina (Paola Baldión Fischer), una joven que ve temerosa el retorno permanente de sus muertos, logra convertirse en el retrato de esa Colombia que se ha encerrado en el silencio y el olvido de la gran brutalidad cometida ante sus ojos para no enfrentar su propia tragedia y entender, finalmente, qué pasó, por qué pasó y a quiénes terminó beneficiando su propio suplicio. Con una actuación impecable, el personaje sitúa al espectador ante la inexpresividad y el temor de quienes no han entendido el duelo común que le debemos a millones de víctimas del paramilitarismo y la deuda que aún tiene la actual generación con nuestra historia.

Y es que como todo viaje de iluminación, el que hace Marina junto a su pragmático primo Jairo (Julián Román), a la muerte del deprimido hasta la locura abuelo Nepomuceno (Edgardo Román), la lleva ante el viejo espiral narrativo de vida, muerte y vuelta a nacer que estos personajes, arquetipos fundamentales de nuestra Colombia de hoy, intentan realizar para alcanzar un propósito que, finalmente, está fuera de sus manos. La travesía sólo es completada por Marina, porque, acercándose a un personaje de novela –literaria, obviamente–, su aspiración de completar el encargo que motiva sus pasos termina siendo inaccesible, apabullada por el poder que le da a los asesinos la negación colectiva de lo que somos.

Y es allí donde estos retratos se vuelven más sensibles, nos estremecen y nos llenan de preguntas. Nos ponen en crisis con nosotros mismos y nos ofrecen el dulce sabor de la duda, porque somos nosotros quienes estamos capturados simbólicamente en esta excelente película –lograda, sobra decirlo, con recursos muy limitados frente a otras narrativas más ‘vendedoras’–; somos todos los colombianos quienes en el rebusque cotidiano, la ingenuidad a toda prueba, la amargura por lo que nos ha sido arrebatado y el dolor eternamente reprimido nos hemos consumido en el mar de mentiras que se ha tejido para mantenernos sumidos en nosotros mismos, sin esperanza de retorno a una Ítaca inexistente y con todos los sueños perdidos en una memoria que, terca, se niega a funcionar adecuadamente.

La puesta de esta cinta en las salas de cine es un gran logro. Tal vez uno de los mayores en una industria cinematográfica hundida casi por completo en la ‘porno miseria’ y la narrativa de “putas, sicarios y traquetos”, como muy precisamente la definiera Germán Castro Caycedo, con las que hoy se trata de naturalizar el horror y de embriagar a un público que al final no se hace preguntas. A pesar de las grandes limitaciones que el salirse del canon comercial impone a “Retratos en un mar de mentiras”, la proyección en 35 milímetros logra un excelente resultado, con un sonido que supera al promedio de las producciones nacionales y una estructura narrativa excelentemente formulada. Sobra decir, especialmente a quienes han soportado la lectura de estas líneas, que vale la pena verla, pagar la entrada y salir con montones de preguntas de la sala de cine que sólo podemos responder cada uno de nosotros.

Espero sinceramente que obras como ésta se multipliquen y terminemos cada vez más cuestionados: sólo ante una gran tensión de nuestra narrativa cotidiana todos los colombianos podremos, en algún momento, ayudar a que los pasos de Marina hacia el mar –de nuestra Marina colectiva–, esta vez estén llenos de verdades y –¿por qué no?– de una sonrisa de esperanza.

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