Elecciones. Foto: Registraduría.
Ni a las autoridades ni a los medios de comunicación –en su inmensa mayoría tan afines al gobierno– parece preocuparles especialmente que en las recientes elecciones parlamentarias en Colombia más de la mitad de los electores no haya acudido a las urnas.
Elecciones. Foto: Registraduría.
Elecciones. Foto: Registraduría.

Por: Juan Diego García Mejía – abril 12 de 2018

Ni a las autoridades ni a los medios de comunicación –en su inmensa mayoría tan afines al gobierno– parece preocuparles especialmente que en las recientes elecciones parlamentarias en Colombia más de la mitad de los electores no haya acudido a las urnas. En realidad, se ha celebrado como gran victoria de la democracia que la abstención se haya reducido en tres puntos. El escaso interés de los electores ya forma parte del paisaje político del país, de suerte que se asume como un hecho inamovible, como una especie de constante contra la cual nada se puede hacer. En efecto, al menos en el último medio siglo lo normal ha sido que se abstenga más del 50% del censo electoral, reduciendo a casi nada la legitimidad que se supone otorgada por las urnas al sistema político y al orden social en general. Sin embargo, lo que en cualquier democracia burguesa sería objeto de gran preocupación, para la clase dominante del país apenas merece una reflexión de fondo.

Los motivos de esta abstención sistemática están en el mismo ordenamiento político que excluye por sistema, discrimina violetamente y condena al ostracismo a las fuerzas opositoras. Y, si todo esto falla, el sistema no tiene empacho en violar su propia legalidad y proceder al exterminio físico de los oponentes que considera peligrosos. Colombia se destaca no solo por esa abultada abstención electoral sino por un balance vergonzoso de cuatro candidatos opositores asesinados en años recientes, por el exterminio de acerca de cinco mil miembros de la Unión Patriótica y por los miles de desaparecidos, amenazados, exiliados y desplazados internos, que completan más de seis millones.

Aquí no ha sido necesario el régimen militar ni el golpe palaciego: el sistema funciona formalmente como una democracia pero asegura la exclusión de quienes se le oponen y se sostiene con una legitimidad muy reducida, que lo asemeja en tantos aspectos a las peores prácticas de las dictaduras militares. En este sentido, resulta todo un sarcasmo la valoración negativa que hacen las autoridades colombianas de los eventos electorales en Venezuela, mientras ignoran sus propios fallos y saludan como democrático el golpe de facto en Brasil, ignoran la forma tramposa de elegir gobernantes en México o apoyan de hecho el reciente esperpento de las elecciones en Honduras.

Pero no es solo que esa abultada abstención reste legitimidad al sistema parlamentario de representación, tan caro al ideario burgués, sino que quienes votan lo hacen inmersos mayoritariamente en prácticas corruptas más propias de una ‘república bananera’. Los ejemplos abundan. La compra de votos es casi pública y hasta los grandes medios de comunicación muestran cómo en algunos lugares esa práctica se realiza sin dificultades. El llamado ‘clientelismo’ funciona como una práctica funesta que pervierte el ejercicio ciudadano de elegir a los gobernantes, pues no es más que una transacción vulgar de votos a cambio de favores personales, un sistema que se enlaza funcionalmente con la corrupción generalizada que permea la administración pública –se conceden contratos millonarios a quien financia la campaña– sin excluir prácticas abiertamente mafiosas. No falta, por supuesto la presencia de los llamados ‘dineros negros’, muchos de ellos de las mafias del narcotráfico, apoyando algunos candidatos ni está ausente de este escenario la actividad delictiva de los grupos paramilitares, que continúan sus acciones de intimidación y crimen mientras las autoridades se limitan a calificar el asunto como algo del pasado y los asesinatos como ‘hechos aislados’.

Aunque solo fuera por estos fenómenos, habría que cuestionar seriamente la naturaleza democrática del sistema político en Colombia. Si el voto se compra de forma masiva, no menos hace el mismo Estado premiando a quien vota y castigando a quien no lo hace cuando en el país no existe la obligación legal de votar. El que vota goza de privilegios que le son negados a quien no lo hace, coincidiendo de hecho con las prácticas típicas del politiquero que, a cambio del voto, ofrece un tamal, materiales de la construcción, un puesto público o directamente dinero –que, en esta ocasión, resultó dinero falso en algunos lugares–. En efecto, quien vota recibe del Estado un certificado que le otorga ventajas sobre el no votante: medio día de descanso laboral, prelación para ingresar a una entidad educativa pública o privada, un mes menos de servicio militar, prelación para recibir becas o predios rurales, subsidios a la vivienda, 10% de descuento en la matrícula universitaria de las universidades públicas o para la obtención del pasaporte y otros trámites judiciales. Todos y cada uno de estos ‘premios’ harían sonrojar a cualquiera en un orden democrático normal, en el cual votar es ante todo un acto de responsabilidad cívica y de conciencia política. Allí esos pagos serían entendidos como un insulto.

En la Cámara de Representantes y el Senado surgidos de estas elecciones predominan con amplitud la derecha y la extrema derecha, lo cual abre múltiples incógnitas de cara a las elecciones presidenciales y a los márgenes de acción del nuevo gobernante. Para los comicios de mayo se presentan grupos de derecha extrema, de un ‘centro’ bastante a la derecha y de una izquierda muy moderada. Quienes consigan los apoyos del ‘centro’ parecieran tener la llave para alcanzar la presidencia. En este escenario, es posible que la derecha –sobre todo la más extremista– tenga que moderar sus planteamientos de ‘volver trizas el acuerdo de Paz’ y, por lo que respecta a la izquierda, para alcanzar el apoyo del ‘centro’, o al menos de parte del mismo, seguramente deberá reducir sus propuestas de reforma. Sea cual sea el resultado, el control suficiente de la derecha en el Senado y en Cámara condiciona en buena medida las decisiones del futuro poder Ejecutivo.

En tales condiciones, no parece que el modelo económico vaya a sufrir mayores transformaciones y la minería a gran escala seguirá estando como uno de sus ejes principales. Tampoco parece probable que las relaciones exteriores –en todos los ámbitos– vayan a experimentar cambios substanciales. Dada la tendencia cada vez más agresiva de los Estados Unidos en la región y el papel que Washington le asigna a Bogotá, es bastante probable que el país juegue un rol especial en las agresiones contra Venezuela y contribuya a la consolidación de la política estadounidense en el área impulsada por Trump.

Por el momento, a la izquierda que aspira a reformas económicas de fondo, a un sistema político realmente democrático y a un ejercicio realista de la soberanía nacional le quedan dos alternativas: o apoyar una salida de centro izquierda, moderada y de cierto matiz nacionalista, o movilizar a esa masa abstencionista que, si bien protesta y exige sus derechos, no parece dispuesta a jugar su suerte en las urnas. Quien logre movilizar ese potencial inmenso de la abstención tendrá la llave para emprender un camino menos gris, menos violento y menos sometido para la nación colombiana, al parecer condenada a sufrir otros cien años de soledad.

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