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El sabotaje al mural en el centro de Bogotá es un ataque frontal al derecho a la memoria - Foto: Dexpierte

 

Por: José Antequera Guzmán – febrero 25 de 2011

Hace más de un mes, un grupo de jóvenes decidió realizar un mural en la calle 19 con carrera 7, en el corazón de Bogotá, dedicado a la memoria de Miguel Ángel Díaz y Faustino López, primeros desaparecidos de la Unión Patriótica, y a ellos se suma el rostro de Jaime Pardo Leal, figura emblemática de ese proyecto inconcluso por la paz con justicia social. El mural es una evocación artística de quienes también fueran líderes sindicales y gestores de la cultura.

No obstante su carácter dignificador y su significado fundamental como fuerza creativa en los tiempos en que la voz de juventud ha sido relegada de los debates nacionales, hoy el mural aparece tachado con la palabra “terroristas” y cada rostro por separado con una raya que dice “prohibido”.

Este mural es mucho que más que una ‘pinta’. Mientras algunos siguen defendiendo la memoria como un recurso exclusivo de las víctimas, en este caso se demuestra el compromiso de una generación que entiende el imperativo de la identificación con los asesinatos y las desapariciones sobre los que se ha estructurado su país, su orden social. Aún más, en contra de quienes ven en la memoria una apelación a la muerte desagradable, el mural está cargado de colores, alcanzando el punto en que el dolor se transmuta en arte, como dijera Durrell. Trascendiendo las formas de recordar tradicionales de la propia izquierda que, en ocasiones, se olvida de que los legados de lucha pertenecen a la humanidad y no sólo a los afiliados militantes, cualquiera puede ver en él los rostros de la vida, hermosos como fueron, con aves de colores como marco.

Entonces, que el mural aparezca tachado es mucho más que una simple ‘contra-libre expresión’ en un muro. Si en este país se viene hablando de verdad, justicia y reparación, y tantos políticos, medios e intelectuales vienen reconociendo el carácter imperativo de estos derechos, no puede soslayarse la dimensión colectiva de los mismos que corresponde a la sociedad, y a la juventud de manera especial, con omisiones de garantía y protección inexcusables. El derecho a la memoria no sólo puede corresponder a la creación de monumentos y placas sino que tiene que significar la ruptura del régimen de legitimación de los asesinatos y las desapariciones. Aún más, este derecho tiene que asumirse como la apertura a la participación en el espacio público, allí donde durante décadas han imperado el silencio y la indignidad.

Por esto, es fundamental que este caso, que puede parecer un asunto aislado y sencillo –propio de las reglas de la calle–, movilice muchos actores, medios, instituciones y ciudadanía por el derecho a la memoria. Ya se viene reclamando este derecho en casos como la demanda de protección del Monumento a las Víctimas en San Onofre o, en el sentido contrario, en el caso del monumento al paramilitarismo instalado en la entrada de Puerto Boyacá, donde precisamente fueron desaparecidos y torturados Miguel Ángel y Faustino.

La defensa de un legado general y la garantía para ejercer esa defensa por parte de la sociedad: allí están los núcleos de una demanda ascendente que espera encontrar respuestas. Mientras tanto, seguiremos pasando frente al mural que ahora nos sabe decir que el postconflicto es una farsa que no se limita al campo de los combatientes.

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