Por: Juan Diego García
El conflicto armado en Ucrania cumple un año y, a estas alturas, es imposible saber cuánto durará y cuáles serán los resultados. Sin embargo, ciertas evidencias permiten formular hipótesis con rasgos más o menos acertados.
Lo más obvio es que ese conflicto no es realidad entre Rusia y Ucrania sino entre Estados Unidos y Rusia, y, de forma más estratégica, entre Estados Unidos y China. Debido a esto, las posibles salidas del mismo pasan necesariamente por el rol que jueguen estas potencias, sus verdaderos protagonistas. Ucrania es solo un peón que está pagando en forma muy dura su papel en este conflicto.
Por su parte La Unión Europea y otros aliados menores de los Estados Unidos resultan ser igualmente peones secundarios aunque, dadas sus dimensiones, los problemas que genera en su seno este compromiso no son de dimensiones menores. El apoyo a Estados Unidos y el compromiso dentro de la OTAN generan ya ciertas diferencias entre países claves, arrojando dudas acerca de su cohesión interna y de la posible evolución de estas contradicciones, ya sea que se profundice el sometimiento de los europeos a la estrategia estadounidense o, por el contrario, que termine por concretar un cierto grado de independencia de Europa respecto a Washington, no menos que matices dentro de la OTAN, sin excluir la vieja idea –del general De Gaulle– de crear una OTAN europea, libre de todo control externo.
El rol de Ucrania se explica sobre todo por su enorme debilidad y la naturaleza muy derechista de sus gobernantes –en algunos casos de abierta inspiración nazi–, sumidos en casos flagrantes de corrupción y, al parecer, con poca habilidad para gestionar sus problemas internos nacidos de la composición multiétnica del país: los llamados rusoparlantes y que se acogen a la Iglesia Ortodoxa de Moscú podrían ser hasta el 30% de la población. Además de estos, tampoco son menores los roces con otras minorías étnicas y religiosas, todo lo cual complica la gestión del gobierno. Aunque la propaganda occidental sobre el desarrollo de la guerra anuncia casi a diario que Kiev gana y Moscú retrocede, algunos acontecimientos recientes mostrarían que, al menos parcialmente, este anuncio triunfalista está lejos de ser verdadero y responde más bien a la típica propaganda de guerra.
El gobierno de Ucrania tampoco parece ser el mejor estratega militar que se predica y el papel de los servicios militares y de inteligencia de las potencias occidentales parece decisivo en la toma de decisiones de Kiev –Estados Unidos y Reino Unido, sobre todo–. Resulta muy significativo el caso de Alemania: su débil –y mediocre– gobierno no cuenta, a juzgar por las encuestas, con un apoyo sólido de la población y no faltan voces críticas muy autorizadas, como la de Oscar Lafontaine quien en reciente entrevista lo pone de manifiesto sin tapujos: la decisión de Berlín es del todo equivocada y su país necesita impulsar una salida diplomática y, sobre todo, terminar la relación de sometimiento a Estados Unidos.
El papel de la guerra en la economía permite ver a las claras cómo funciona el actual modelo neoliberal que ha estado gestionando sin éxito la dura crisis económica de 2008, que aún no ha sido superada en lo fundamental, no menos que la pandemia de la COVID-19. Es escandaloso que de todos estos acontecimientos –y la guerra en Ucrania resulta ser central en esta perspectiva– los grandes centros del poder económico de Occidente cosechen beneficios astronómicos mientras la mayoría de la población de los países centrales ve reducidos sus ingresos e incrementado el umbral de inseguridad en todos los órdenes. Y ya no se hable de cómo resulta el impacto en las poblaciones del mundo periférico, de un enorme dramatismo en tantos casos.
Se destaca en este escenario el rol de las grandes empresas vinculadas al petróleo, el gas y los alimentos, no menos que los enormes beneficios de la banca, tal como sucedió con la pandemia que al lado de los millones de muertes y afectados produjo beneficios gigantescos a los consorcios farmacéuticos. La aplicación de las sanciones económicas a Rusia ha tenido, por supuesto, un cierto impacto en su economía, que se ha resuelto con nuevos clientes en el planeta, pero el panorama en Occidente no puede ser más decepcionante para sus estrategas a juzgar sobre todo por el duro impacto de las medidas contra Rusia en su propia economía, golpeando sobre todo a los europeos por sus vínculos comerciales nada desdeñables con Rusia. Europa necesita para el funcionamiento de su economía el gas y el petróleo rusos, no menos que sus productos minerales y agrícolas. Las medidas económicas contra Rusia, de nuevo, favorecen a unos grupos minoritarios –dentro de la gran burguesía occidental– pero poco o nada a la burguesía en general y menos a amplias capas de la población, incluyendo, por supuesto, a la de los mismos Estados Unidos.
En el fondo, se pone de manifiesto la realidad de un mundo en el cual la hegemonía de las metrópolis tradicionales, especialmente de Estados Unidos, tiende a decaer de forma precipitada, mientras los nuevos poderes como los BRICS y China en particular ganan terreno cada día que pasa, desalojando a Occidente. No es por azar que Estados Unidos, la OTAN y sus otros aliados menores no hayan conseguido un respaldo real en el resto del mundo a su aventura en Ucrania. Más allá de declaraciones formales, casi siempre de carácter puramente diplomático, en que la mayoría de estos países de la periferia del sistema mundo lamentan la guerra en Ucrania y llaman a una salida diplomática, lo cierto es que las potencias tradicionales no consiguen apoyos reales en cuestiones decisivas. Mientras tanto, China y Rusia, por ejemplo, mantienen y en tantos casos amplían sus buenas relaciones con la inmensa mayoría de los países de Asia, África, América Latina y el Caribe, o sea más o menos el 80% de la población mundial y un porcentaje ya importante, y en aumento, de la generación de la riqueza mundial. Occidente es cada vez menos indispensable. No extraña, entonces, que no reciba apoyos reales a su aventura bélica: los gobiernos de la periferia saben perfectamente que esa guerra de Occidente contra Rusia –y contra China, desde una perspectiva más amplia– no es su guerra y poco o nada han de ganar apoyándola. Resultan interesantes, desde esta perspectiva, las propuestas de algunos gobernantes –Lula, por ejemplo– de impulsar una iniciativa de conversaciones de paz. Tan solo falta concretar qué ganaría cada uno de los contendientes, algo que se decide por supuesto en el campo de batalla, no menos que en la mesa de conversaciones.
Los occidentales no parecen ser muy duchos en estos menesteres, a juzgar por los resultados de las muchas guerras que han impulsado en las décadas recientes, y la de Ucrania podría ser una más a agregar a su lista de derrotas. Los tanques Leopard podrán influir en algo, pero no decidirán nada. De nuevo, esta guerra ha servido para enriquecer aún más al ‘complejo militar industrial’, como lo llamaba Eisenhower, que aprovecha para liquidar existencias, aumentar su producción y beneficios, no menos que para probar armas nuevas. Los nazis también probaron el bombardeo masivo contra poblaciones en Guernica; en realidad, ya lo habían probado mucho antes las potencias coloniales en China y Vietnam. Y tampoco ganaron.
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