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Rodeados de coca y grupos armados que los someten, los indígenas awá de Tumaco (Nariño) se resisten a la destrucción de su cultura y territorio.
El pueblo awá no conoce la paz. Desde la firma de los acuerdos entre el Estado colombiano y las antiguas FARC-EP, en noviembre de 2016, estos indígenas del suroccidente de Colombia no han visto la implementación de lo pactado frente a la sustitución de cultivos ilícitos y, por el contrario, su situación ha empeorado toda vez que los grupos armados tienen una mayor presencia en sus territorios y los obligan, a punta de fusil, a seguir sembrando hoja de coca.
Atrapados en el negocio turbio de la cocaína
Se supone que el Plan Nacional de Sustitución de Cultivos Ilícitos (PNIS) definido en los acuerdos de paz lograría en diez años no solo que los productores de hoja de coca abandonaran definitivamente esa actividad como medio de sustento sino que también articularía alternativas económicas y sociales para evitar que siguieran en manos de las mafias. No obstante, la pobre implementación de esta iniciativa durante los gobiernos de Juan Manuel Santos e Iván Duque, sumado al retorno a la llamada ‘guerra contra las drogas’ y la pandemia de la COVID-19 transformaron definitivamente la forma de vivir de los awá, quienes quedaron peor que antes.
No solo crecieron las extensiones sembradas de coca en los territorios awá en el departamento de Nariño, ubicado junto a la frontera entre Colombia y Ecuador. Esto es especialmente grave en el municipio de Tumaco, donde se multiplicaron los grupos armados con presencia en territorio indígena: militares colombianos, carteles mexicanos del narcotráfico, bandas criminales, paramilitares y guerrillas operaban en las zonas en las que los awá han hecho su vida por muchas generaciones. No obstante, son los grupos disidentes de las antiguas FARC-EP quienes mayor control tienen hoy allí, luego de las cuarentenas propias de la pandemia de la COVID-19: el Frente 30 y el Frente Iván Ríos se han afianzado y han minado caminos y escuelas, confinando la mayor parte de las comunidades de los resguardos awá de Tumaco para producir coca cada vez más barata mediante la violencia y la intimidación, en momentos en que la demanda mundial va en aumento por el incremento del consumo de clorhidrato de cocaína en Europa y Estados Unidos durante y después de la pandemia.
Al respecto, la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) asegura en su “Informe global sobre cocaína 2023” que:
“En 2020, coincidiendo con la aparición de la COVID-19, aumentaron abruptamente el numero de muertes atribuidas a desordenes en el uso de cocaína, incrementándose 36% respecto a 2019 […] Basados en datos preliminares, los niveles de incremento se mantuvieron en 2021”.
La situación es grave: si en 2009 la Corte Constitucional declaró que el pueblo awá está en riesgo de exterminio por desplazamiento y muerte violenta de sus integrantes, hoy esta situación es más grave por cuenta del intenso minado, el confinamiento, el asesinato de lideresas y líderes, y el reclutamiento de sus jóvenes. De enero de 2022 a marzo de 2023, según comunicados de la Unidad Indígena del Pueblo Awá (UNIPA), la organización más grade en Nariño de esta etnia, 26 indígenas awá han sido asesinados, lo que significa casi dos por mes; han ocurrido 11 desplazamientos masivos y 9 confinamientos; y, en un año, 10.743 personas de este pueblo han sido afectadas, casi la mitad de la población awá en Colombia.
Presencia armada en comunidades awá
Esta situación se acentúa por una convivencia impuesta a los indígenas por los actores armados. Desde 2016, cuando ya se veía venir la firma de los acuerdos de paz y empezaba a hablarse de disidencias, diversos grupos de guerrilleros empezaron a hacer presencia en los poblados awá, práctica que nunca habían tenido las antiguas FARC-EP en el Pacífico nariñense. Al respecto, recuerda Mario*, un líder indígena:
“Los actores armados nunca llegaron a ocupar las comunidades o corregimientos;los actores armados antes de 2016 vivían en el monte.Transitaban, sí, pero ahora los actores armados de este tiempo ocupan viviendas de indígenas, se posesionan en los corregimientos, se posesionan en los caseríos y más se han visto que están al servicio del narcotráfico. Entonces, esa es como la disputa que ellos tienen, en los territorios donde hay más coca eso se pelean ellos[…]quieren llegar a dominar ese territorio donde hay coca porque ahí hay plata”.
Todo empeoró con la pandemia. En una zona en la que durante décadas la presencia del Estado se ha limitado a la militarización de los territorios y en la que ni siquiera se ha permitido que las comunidades tengan mínimos en infraestructura, vías o servicios públicos, las cuarentenas sanitarias y las necesidades de la población facilitaron la entrada de grupos armados que no solo tenían fusiles en sus manos sino posibilidades de solución a problemas prácticos. Por ejemplo, según Mercedes*, una líder awá que conoce bien este territorio, al resguardo Chinguirito Mira de Tumaco llegó por esa época el Frente 30 con maquinaria pesada de obra civil que sirvió para el arreglo de caminos vecinales que a los indígenas les hacían buena falta. Situaciones como esta han sido aprovechadas por las disidencias para cooptar a las autoridades indígenas y personas del pueblo awá en toda esta región.
Según Blanca*, otra lider awá, los ofrecimientos a los gobernadores indígenas eran comunes, especialmente por parte de alias ‘Robledo’, comandante del Frente 30, quien, en sus palabras, les preguntaba: “¿qué necesita que le hagamos? ¿puesto de salud, colegio? ¿qué quiere usted?”.
Por su parte, Darío*, otro líder awá, asegura que con esta presencia en las comunidades indígenas:
“Los actores armados empezaron a organizarse con más fuerza, empezaron a hacer reclutamiento a menores, niños, niñas, y adultos. También por la pandemia y las necesidades más fuertes que surgieron[…]A pesar de que nosotros habíamos fortalecido el tema de la medicina tradicional y el tema alimentario[…] nos descuidamos en el tema de la seguridad. Entonces, ahí cogieron fuerza los actores armados; se entraron a las comunidades con sus estrategias de convencimiento y cogieron fuerza”.
Sin embargo, no solo ha sido a través de la persuación que los armados han afianzado su poder en las comunidades awá. Poco a poco fueron imponiendo prohibiciones a los indígenas para transitar por su territorio que se agudizaron con la pandemia y hasta llegaron a imponer la muerte como castigo a quienes desobedecían sus órdenes. Darío asegura que:
“Al salir las comunidades hasta los sitios donde les venden el producto de afuera, ellos [los grupos armados] lo miran como una amenaza […]o sea, como que van es a pasar información [a otros grupos rivales]. Entonces, cuando una familia sale de allá, lo que hacen es asesinarla en el camino para que no llegue hasta la vía principal que conduce de Pasto a Tumaco […] El control sobre las comunidades es intolerante […] han sembrado terror dentro de los territorios colectivos, han venido asesinando a muchos civiles, inclusive líderes indígenas, guardias indígenas, gobernadores, exgobernadores, y ha habido muchos desplazamientos masivos, desplazamientos gota a gota, confinamiento […] casi diríamos que la mayoría de los resguardos del municipio de Tumaco en estos momentos está en confinamiento”.
Sin poder salir de sus poblados ni moverse libremente por sus territorios, los awá quedaron a merced de las organizaciones armadas que, desde entonces, han profundizado la imposición de reglas de comportamiento a las comunidades a través del temor. Mercedes asegura que:
“Ninguna comunidad es libre de salir a andar, caminar como antes, porque en todos los territorios algún actor armado circula. Como ellos tienen la estrategia de tener acá un vocero[…]uno se siente vigilado y no puede hacer nada […] En el caso mío, yo sí me siento muy limitada y sin libertad, sin poder pensar libremente, sin poder hacer tantas cosas que debemos hacer en las comunidades”.
Esta situación no ha hecho más que agravarse hasta ahora. El 1 de febrero de 2023 la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de las Naciones Unidas (OCHA), emitió una alerta humanitaria por el desplazamiento masivo y confinamiento de 676 personas de las comunidades awá de Piedra Sellada y Sangulpí Palmar, debido a los combates entre actores armados y la presencia de minas antipersona. El mismo documento señala que solo en enero de 2023 fueron afectados por estos artefactos tres indígenas awá: uno murió y dos más quedaron heridos.
A estos hechos se suman los ataques contra sus líderes, quienes están siendo perseguidos, como lo demuestra el intento de asesinato del pasado 7 de marzo de 2023 contra Floriberto Canticús Bisbicús, secretario general de la UNIPA, organización que agrupa 32 resguardos de este pueblo.
Confinamiento y despojo
Las imposiciones por parte de los grupos armados contra los awá han ido mucho más allá, especialmente en las zonas de control del Frente Iván Ríos. Mario resume esta situación así:
“Han llegado [desconocidos] hasta allá a decir ‘véndame’. Si [alguien] no vende, lo matan y se quedan con la tierra ellos, pero si vende también lo matan para recuperar la plata que le dieron al cocalero, entonces, lo esperan en el camino lo asesinan y le quitan los recursos”.
Según la denuncia de Mario, muchos asesinatos tienen ese patrón y recuerda un caso en particular: el de Laurencio Paí, hijo mayor de su familia y quien cuidaba de sus padres valiéndose del cultivo de coca que cuidaba en su terreno de dos hectáreas. Mario afirma que después de la pandemia hombres del Frente Iván Ríos le exigieron a Laurencio que vendiera su tierra bajo amenaza de muerte:
“Él me dijo: ‘yo vendí mi tierra, obligadamente me hicieron vender, me dieron 100 millones y ahora el sábado que estuve en Llorente, llegaron a preguntarme por la plata. ¿Qué será que me piensan hacer?’[…] Eso era tres días antes del asesinato […] Salió otra vez a Llorente, llegó a un establecimiento público y ahí lo agarran, lo embarcan en una moto y lo echan para dentro. A nosotros ya nos llamaron y nos dijeron: ‘vea que se llevaron a Laurencio’ . Sabíamos quiénes eran, pues la gente conoce quiénes son los actores armados […] Empezamos la búsqueda y después de tres días dimos con el lugar donde lo asesinaron. A él lo asesinaron con puro cuchillo: como 78 puñaladas”.
A estos crímenes contra el pueblo awá se suman las extorsiones. Indepaz expone, en su informe “Economías de los conflictos armados en Colombia: acercamiento a la cadena de valor del narcotráfico”, que en 2022 se registraron en el país 6.854 casos de extorsión, un delito que se incrementó en 17% respecto a 2021, y que solo en el departamento de Nariño reporta 151 casos, de los cuales el 29% ocurrieron en Tumaco. Todo esto lo cita la ONG a partir de datos del Observatorio de Derechos Humanos y Defensa Nacional del Ministerio de Defensa.
El asesinato de Juan Orlando Moriano
La situación humanitaria actual para los awá no tiene precedentes, sin embargo, nada ha resultado tan destructivo para ellos como los asesinatos de sus líderes. El 3 de julio de 2022 los grupos armados llegaron al punto de matar a Juan Orlando Moriano, uno de los líderes más reconocidos de ese pueblo que había sido coordinador de la guardia indígena y en ese momento era gobernador suplente del resguardo Inda Sabaleta. Junto a él también cayeron John Faver Nastacuás y Carlos José García, ambos escoltas con enfoque diferencial dedicados a proteger dirigentes indígenas.
Un día antes asesinaron a un guardia indígena en el resguardo de Inda Sabaleta para atraer a Juan Orlando, según asegura Darío. Cuando Moriano, autoridad indígena en la zona, llegó hasta el lugar junto con otros líderes se dio la emboscada:
“Lo tenían todo planeado […] Había como 300 o 400 metros de vía destapada. Salimos hasta allá y ahí miramos a los actores armados que estaban acordonando la vía: del lado de allá había motos, del lado de acá había carros y la vía la estrecharon. No había por donde moverse. Ellos estaban en medio, como más de 15 hombres, y nos ocurrió ese hecho, nos asesinaron al gobernador suplente […] Tuvimos una pelea dura con ellos: bastones contra armas de fuego, hubo cinco heridos […] Después, como se había declarado asamblea permanente, los otros resguardos se sumaron. Eso duró más de un mes […] Estuvo la embajada norteamericana (sic.), comisiones de derechos humanos internacionales, estuvieron allá en la minga y todavía la minga continúa”.
Juan Orlando tenía 35 años y era muy probable que en el futuro cercano llegara a ser gobernador de su resguardo. Él se oponía, como lo ha hecho la UNIPA, a la presencia de cultivos de coca en sus territorios. Siempre señaló que el camino era la paz y no la guerra, y que estas siembras eran parte de la guerra. Su asesinato afectó profundamente al pueblo awá y habría sido cometido con la intención de restar autonomía a los indígenas y mantener el control de los grupos armados sobre el resguardo Inda Sabaleta. Las comunidades señalan al Frente Iván Ríos como responsable por estos crímenes.
Sin embargo, la admiración que Juan Orlando Moriano despertaba entre otros awá, sobre todo entre guardias indígenas y jóvenes, generó un fuerte rechazo ante el crimen. Según Mario, “ellos pensaron que con la caída del gobernador suplente iban a dominar el territorio […] Les ha sido muy difícil […] En la asamblea permanente que se tuvo habían más de1.500 o 2.000 indígenas”.
Hoy, en las entradas al resguardo Inda Sabaleta hay instalados pendones que dicen: “bienvenidos al territorio de paz Frente Iván Ríos”.
Sometidos por la coca
En otros resguardos también se presenta esta situación. Mercedes indica que:
“Hemos identificado que están al servicio del narcotráfico […] Se pelean el control territorial en Inda Sabaleta, de los resguardos que tienen más coca, al igual que Chinguirito Mira, [donde] casi el 100% del territorio tiene coca. Entonces, hay mucha plata y esa plata no la quieren compartir entre ellos: la quiere manejar directamente uno de los dos […] También se pelean por las rutas [del narcotráfico]. Hay unas rutas estratégicas, por los dos lados son rutas estratégicas, por los lados del río Rosario, donde conecta con el Cauca, y por el río Mira, pues es el área fronteriza y conecta con Ecuador”.
En 2016, la comunidad del resguardo Chinguirito Mira, ubicado en la frontera selvática tumaqueña de Colombia con el Ecuador, comenzó a adecuar una vía para sacar sus productos hasta la población de Puerto Rico en Mataje, en el vecino país. Pero, luego del acuerdo de paz, la vía empezó a ser disputada y se convirtió en un factor de peligro para la vida de los awá. Al respecto, cuenta Mercedes:
“Es un sitio fluvial estratégico y en la selva también. Ya ahorita […] cuando está haciendo un día bonito y no está muy lodoso, se puede transitar. Eso ha facilitado que gente pase y a veces ha debilitado un poco el gobierno propio […] por las amenazas e intimidaciones. También han sufrido los líderes. Comienza esta gente a decir: ‘yo le doy tanta plata para que ud. compre’ o comienzan como a endulzarlo. Eso ha hecho también que algunos líderes comiencen a mirar, digamos, esa parte con interés y por esa parte los están enganchando. Cuando menos piensa le dicen ‘ud. está trabajando con el otro grupo’ y comienzan a mirarlo como objetivo militar”.
El rentable negocio de la coca no solo ha traído para los awá, indígenas que no tenían esta planta entre sus tradiciones ancestrales, la expansión de los cultivos y el temor generalizado por la presencia de los actores armados. A estas graves problemáticas se suma la llegada de personas de otras zonas del país que buscan ganarse la vida entre los cocales.
Hasta el resguardo Chinguirito Mira han llegado colonos para rebuscarse la vida cultivando coca o procesando pasta base en pequeños laboratorios. Muchos se han ubicado en tierras que fueron excluidas del resguardo, lo que ha incidido en la permanencia de los cultivos y en proceso de exterminio cultural. Así lo narra Blanca:
“Estamos rodeados de coca: más de 180 hectáreas, si no estoy mal, quedaron excluidas de la titulación del territorio, entonces, en estas […] es donde han venido los colonos, gente del Caquetá, de Meta […] Eso también ha perjudicado: que llegue alguna gente y se apropie de las tierras que están excluidas: la gente de afuera va trayendo trabajadores, va llegando con el fin de cosechar, raspar”.
Una guerra saturada de coca
Los ingredientes que llevaron a esta grave situación a los awá pueden encontrarse en la forma en que el Estado trató dos problemas claves en el Pacífico colombiano que trataban de resolverse con el acuerdo de paz: el paso de los antiguos guerrilleros a la vida civil y la sustitución de los cultivos ilícitos. En ambos temas hubo graves incumplimientos que hicieron inviables las soluciones propuestas y degradaron, aún más, la guerra en esta zona de Colombia.
A finales del siglo pasado, con la puesta en marcha del Plan Colombia y las fumigaciones de herbicidas sobre zonas en las que se suponía que estaban los sembrados de coca, estos cultivos fueron desplazándose de Putumayo y Caquetá hacia las selvas del occidente de Nariño, especialmente en el municipio de Tumaco. Poco a poco, esta actividad se expandió hacia los territorios indígenas y afrodescendientes, pues la producción de pasta base de cocaína se había convertido en la mejor opción para aumentar los precarios ingresos de la población pobre de esta zona del país. En esos años, esa guerrilla se encargó de regular los precios y el comercio del alcaloide, haciendo del negocio un oficio seguro y estable para productores y compradores.
Para 2016, Tumaco se había convertido en el lugar con mayor producción de hoja de coca, pasta base de coca y clorhidrato de cocaína en Colombia, y un color verde esmeralda dominaba la vista en grandes manchas que podían apreciarse en medio de la selva: los sembrados se multiplicaban, mientras los ríos Mira y Rosario servían como corredor para hacer llegar el alcaloide al océano Pacífico y enviarlo a mercados internacionales, y un pequeño porcentaje se vendía en corregimientos de Tumaco como Llorente, La Espriella y La Guayacana.
La paz firmada en 2016 no logró interponerse al lucrativo negocio y nacieron múltiples grupos armados incluso antes de que las antiguas FARC-EP dejaran las armas, como La Gente del Orden y, posteriormente, los disidentes de las Guerrillas Unidas del Pacífico y el Frente Óliver Sinisterra, y los Contadores, que se prestaban como mercenarios al servicio de paramilitares y narcotraficantes, entre muchos otros. Dos años después del acuerdo de paz, al menos 14 estructuras criminales hacían presencia en Tumaco y se disputaban el control de las economías cocaleras y otras rentas ilegales dentro de sus estrategias de guerra.
A esto se suman los incumplimientos al acuerdo de paz y la zozobra que reina desde entonces en el Pacífico nariñense. Mientras algunos de quienes hicieron parte de las antiguas FARC-EP no quisieron acogerse al acuerdo de paz, otros decidieron volver a las armas por distintas razones.
Por una parte, cuando Henry Castellanos, o ‘Romaña’ como se le conocía en la guerrilla, coordinaba la Zona Veredal de Transición y Normalización (ZVTN) de La Variante en Tumaco, espacio en el que los antiguos guerrilleros se concentraron para dejar las armas, no aceptó allí a más de 500 milicianos de Tumaco y expulsó a “73 jóvenes que salieron con los contactos con narcos mexicanos y del Clan del Golfo, entre los que estaba Walter Patricio Arizala, alias ‘Guacho’”, según reporta Insight Crime.
A lo que le ocurrió a la desarmada guerrilla en la transición a la paz, le siguieron las fallas de la implementación. Cuando el Frente 29 y la Columna Móvil Daniel Aldana llegaron a La Variante, el 30 de enero de 2017, la empresa contratada por el gobierno Santos para hacer las obras solo les entregó 4 baños portátiles y un terreno talado y aplanado que era imposible de habitar. Las obras nunca pasaron de un 70% de cumplimiento y, a pesar de los esfuerzos por mantener en marcha el proceso de reincorporación de los excombatientes, los problemas aumentaron con la presencia de las disidencias y los nuevos grupos armados.
En 2018, ‘Romaña’ huyó de Tumaco hacia el Meta cuando el proyecto de reincorporación afrontó dos situaciones que ponían en entredicho la seguridad de los excombatientes en La Variante: la captura, el 20 de octubre de 2017, de Aldemar ‘Tito’ Ruano por parte de la Policía dentro del entonces Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación Ariel Aldana y las posteriores amenazas de alias ‘Guacho’, el mismo joven que él había expulsado de allí y que para esa época era el comandante de la disidencia más poderosa en la región, el Frente Óliver Sinisterra.
Desde entonces, el temor y la desconfianza, acompañados de una clara inacción del Estado, llevaron a muchos de los excombatientes a irse de allí y para 2019 solo quedaban 75 farianos y cerca de 200 de sus familiares en La Variante. Era clara la falta de voluntad política del Gobierno para brindar seguridad a quienes firmaron el acuerdo de paz o para asegurar que no hubiera malos manejos con los dineros destinados a la reincorporación.
Con el paso del tiempo, la intensa confrontación armada y la militarización del territorio como única respuesta del Estado llevaron a que varias de los grupos armados que fueron surgiendo durante esa época desaparecieran y otras se unificaran o fueran absorbidas por otras más grandes.
Hoy en Tumaco la mayor presencia la tienen dos grupos disidentes de las antiguas FARC-EP: de un lado, el Frente 21 ‘Iván Ríos’, vinculado con el Estado Mayor Central que comanda Néstor Gregorio Vera Fernández, conocido como ‘Iván Mordisco’, y al cual se vincularon exmiembros de las Guerrillas Unidas del Pacífico y los Contadores, que controlaban el río Rosario; y, de otro, el Frente 30, que recientemente se habría unido al Bloque Occidental ‘Alfonso Cano’ de la Segunda Marquetalia comandada por Luciano Marín Arango, mejor conocido como ‘Iván Marquez’.
Sustitución: fracasos y consecuencias trágicas
El otro gran problema fueron las fallas en el Programa Nacional de Iniciativas de Sustitución (PNIS). En el Pacífico nariñense las entidades estatales encargadas expusieron la identidad de las personas que se vincularon a la iniciativa, con lo cual los grupos armados las amenazaron, extorsionaron, desplazaron y llegaron a asesinar a varias de ellas por querer salirse de la economía cocalera. Mientras tanto, la Policía seguía erradicando los cultivos de manera forzada y con una estrategia de ‘escalonamiento’ en la que se suponía que no se afectaría a quienes iban a empezar su proceso de sustitución voluntaria, pero los pagos a los cultivadores no llegaban y lo que se disparó fue la conflictividad por la coca, la pobreza y el miedo.
Así lo recuerda Mario*:
“Algunos recibieron dos pagos, otros recibieron un pago y así […] Fuera de eso, lo que trajo fue asesinatos porque, cuando empieza el programa del PNIS, decía elGobierno: ‘hay que sentarnos a firmar la ficha de intención’ y se sentaban con el ministerio encargado los líderes sociales o comunitarios a firmar el acta de la intención […] Lo primero que hizo el Gobierno fue publicar ese listado, con nombre propio, porque nosotros revisamos el listado […] Ahí los actores armados hicieron de las suyas y empezaron a asesinar, porque tenían el listado de nombres, a muchos líderes de consejos comunitarios. Pero vino otra represalia, también del mismo Gobierno:aprovecharon las firmas y […] lo que hicieron fue implementar la erradicación forzosa”.
En el contexto de las erradicaciones forzadas ocurrió, el 5 de octubre de 2017, la primera masacre luego de la firma del acuerdo de paz y tuvo lugar en territorio awá: la masacre de Tandil. La Fuerza Pública disparó contra civiles en medio de unas erradicaciones de coca manuales realizadas en el resguardo awá de Piedra Sellada. Así lo recuerda Darío*, líder awá que tuvo que afrontar la situación:
“La Policía era la que había masacrado. Esa masacre ocurrió en el territorio colectivo del pueblo awá UNIPA que era Piedra Sellada y ahí cerca queda una comunidad que se llamaba Tandil […] Ahí también nos asesinaron dos indígenas awá y dos indígenas del Cauca, y una cantidad de muertos de los protestantes de los cocaleros, eso fue una masacre bastante grande”.
Aunque la Fiscalía imputó cargos al capitán Javier Enrique Soto García, comandante del Núcleo Delta de la Policía Nacional, y al mayor Luis Fernando González Ramírez, comandante del Pelotón Dinamarca del Ejército Nacional, por homicidio agravado y tentativa de homicidio en el contexto de la masacre, la confianza hacia el PNIS y la paz quedaron en entredicho en Tumaco: poco a poco el programa de sustitución se fue agotando sin que la situación de los cocaleros cambiara como se les había prometido.
Santos no logró implementar las políticas de la paz en Tumaco y cuando Duque llegó al poder acentuó los daños al militarizar aun más los territorios. En los 5 años que pasaron entre la firma del acuerdo y la llegada al gobierno de Gustavo Petro, el Estado no garantizó la seguridad de los excombatientes ni del pueblo awá, pero tampoco le ofreció alternativas a los cultivadores de coca aparte de hacerles la guerra y mantener a sus comunidades en la pobreza.
En 2021, según un informe de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) y el Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos (SIMCI), los cultivos pasaron de 50.701 ha a 89.266 ha en Colombia, siendo Tumaco el municipio con más extensión con coca: 9.276 ha.
Un mercado lucrativo
Hoy el panorama para los pequeños productores de coca sigue siendo complejo en Tumaco. Antes de la pandemia un indígena awá vendía dos kilogramos de pasta base por 6 millones de pesos cada tres meses y su margen de ganancia era del 50%, es decir, le quedaban 3 millones de pesos para sus gastos. Hoy por un kilogramo pagan 1,7 millones de pesos, ganando escasamente entre 200.000 y 500.000 pesos. Por su parte, los narcos necesitan al menos 10 kilogramos de pasta base para refinar un kilo de clorhidrato de cocaína que pueda contrabandearse a Europa o Estados Unidos, donde la droga ha mantenido su precio: 100 dólares o 100 euros por 0,8 gramos del alcaloide en las calles.
Al respecto, Blanca relata:
“Pues ahorita lo que yo supe por la gente es que está bajando mucho: a veces a mil, mil seiscientos, mil setecientos [pesos por gramo de pasta base] y que eso es poquito; tres mil, bueno, eso es una ganancia […] en la parte también de [Inda] Sabaleta decían que tenían plata pero que estaban vendiendo a como ellos [los armados] quisieran. Los que saben procesar […] le están pagando entonces ahorita como mil seiscientos el gramo y no pueden salir a venderle también a cualquiera sino a los que la mafia les pone y ellos le pueden poner el precio que quieran”.
Adicionalmente, los grupos armados y la economía del narcotráfico también han intervenido toda la gasolina que entra o que se produce ilegalmente en Tumaco. En las estaciones de servicio de Llorente, La Espriella y La Guayacana la gente se queja porque este producto se acaba pronto y los propietarios de automóviles y motos se quedan sin combustible. Esto ocurre porque los dueños de laboratorios de procesamiento de clorhidrato de cocaína pagan para que las personas lleven desde los expendios unos contenedores, o ‘pomas’, de 20 galones hasta la selva.
Por su parte, las disidencias controlan la gasolina elaborada artesanalmente del petróleo robado al Oleoducto Transandino que corre paralelamente al río Mira y lleva el hidrocarburo hasta el puerto de Tumaco, donde se llenan los buques que lo transportan por el mundo. Todo este combustible ilegal está destinado al procesamiento del alcaloide que es llevado también al Pacífico para su paso a los mercados internacionales.
Sobre esto, Blanca asegura que:
“Gasolina no hay […] allá llenan las ‘pomas’ y la acaban ligero […] o también compran [la gasolina] pirata. Sé que en Sabaleta llegaban al cementerio con la pirata, la que sacan del crudo […] Entonces, esas son como esas estrategias que siempre han tenido y que van dependiendo ya digamos de los frentes, dependiendo lo que saquen y lo que van compilando ellos ensus laboratorios.
El daño social y ambiental contra la vida del pueblo awá y su ecosistema es incalculable. Desde 2007 se perfora el oleoducto para extraer crudo y llevarlo a piscinas en las que se refina gasolina artesanal. A diario ocurren filtraciones y derrames que contaminan tanto los suelos selváticos como varios ríos que desembocan en el océano Pacífico. Esto ha afectado especialmente a los resguardos awá de Gran Sábalo, Gran Rosario, Nunalbí y Sangulpí.
La respuesta del Estado a la problemática ambiental que esto genera no es tampoco prometedora. Cenit, empresa filial de la estatal petrolera Ecopetrol que se encarga del transporte del crudo y del oleoducto, se lava las manos argumentando que este problema es de seguridad pública y evade sus responsabilidades en la mitigación de los impactos ambientales. Por su parte, el Ejército tendría como práctica prender fuego a los derrames de petróleo o las piscinas de refinación artesanal de gasolina en medio de la selva, aumentando los daños. Blanca lo narra así:
“El Ejército no tiene los protocolos de seguridad y va quemando. Ese humo se va y esa ceniza cae […] A veces la gente que va sembrando, sea si quiera tomate, pepino, el mismo maíz o el mismo chiro [plátano], eso también los mata […] ud. tiene su tomatico aquí y le cae la ceniza y ahí va muriendo ya la plantica por el químico. Las aguas que uno recolecta de las lluvias bajan negras también”.
¿Paz total?
Hoy el pueblo awá tiene expectativa ante la política de paz total del nuevo gobierno de Gustavo Petro: saben que el diálogo es el camino para que pare esta violencia en su territorio. Durante estos primeros meses, el primer presidente de izquierda en la historia reciente de Colombia ha cambiado el enfoque de perseguir al productor hacia, nuevamente, programas de sustitución voluntarios y esto ha despertado esperanzas entre los awá.
El pasado 20 de abril, el nuevo presidente colombiano anunció junto con el presidente estadounidense Biden un compromiso de ambos Estados para reducir la demanda y “ampliar la cooperación bilateral en inteligencia e interdicción para desarticular las redes, perseguir a los verdaderos dueños y facilitadores de este negocio en sus jurisdicciones, y perseguir las finanzas ilícitas”, lo que significaría un giro político hacia el fin de la llamada ‘guerra contra las drogas’ que se ha empecinado en reprimir a los productores, generalmente los más pobres, y ha tenido graves consecuencias para los indígenas.
Es de esperar que Europa y Estados Unidos asuman su responsabilidad frente al fracaso de la ‘guerra contra las drogas’ en sus países y aborden el consumo problemático de sus ciudadanos que genera la incesante demanda del alcaloide, adicción que en últimas financia el lento exterminio del pueblo awá.
Sin embargo, también es necesario abordar la falta de voluntad política a la hora de implementar los acuerdos de paz por parte de los gobiernos de Santos y Duque: sus decisiones siguen costándole vidas a los indígenas awá, los últimos guardianes de esta esquina de la selva del Chocó biogeográfico, uno de las mayores amortiguadores del cambio climático en el mundo.
Esta investigación contó con el apoyo de International Media Support para la etapa inicial de la investigación.
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