Por: Maureen Maya – septiembre 16 de 2007
El magistrado auxiliar del Consejo de Estado, Carlos Horacio Urán, fue asesinado por el Ejército Nacional en 1985. El magistrado Carlos Horacio Urán fue asesinado por agentes del orden tras la toma del Palacio de justicia en 1985: de eso ya no cabe la menor duda. Y ésta no fue la primera ni la última vez que la que las Fuerzas Armadas recurrieron al crimen y al asesinato de personas en estado de indefensión para protegerse de investigaciones que los señalaban como violadores de los derechos humanos, para desaparecer testigos o para silenciar opositores al régimen que tantos beneficios y garantías les otorgaba.
El reciente hallazgo de un video que enseña, sin lugar a equívocos, el instante en el cual el magistrado auxiliar Carlos Horacio Urán abandona el Palacio de Justicia el 7 de noviembre de 1985, tras la operación ‘rastrillo’ ejecutada por las Fuerzas Armadas de Colombia en respuesta a la toma del Palacio de Justicia perpetrada por el comando ‘Iván Marino Ospina’ del M-19, sólo confirma lo que ya se sabía: que no sólo guerrilleros fueron ejecutados con tiros de gracia por las fuerzas del orden, sino que civiles y magistrados también fueron asesinados por efectivos de la Policía y el Ejército Nacional, y no como resultado de un cruce de fuegos sino de modo intencional.
Ya en 1989, en el informe que presentó Medicina Legal y que reprodujo el Juzgado Treinta de Instrucción Criminal, y cuyo aparte publicamos en el libro “Prohibido olvidar: dos miradas sobre la toma del Palacio de Justicia”, escrito a cuatro manos con el senador Gustavo Petro -ver página 281-, se afirmaba que el magistrado Urán había muerto fuera del baño a causa de una laceración cerebral producida por un proyectil de arma de fuego de 9 mm -como el que le costó la vida al presidente de la Corte, doctor Alfonso Reyes Echandía, pero que a diferencia de Urán se encontró en su tórax parcialmente calcinado-.
Carlos Horacio Urán recibió un disparo a contacto, es decir que la persona que le disparó se encontraba a menos de 30 centímetros de distancia, lo que indica que el objetivo del disparo era asesinarlo. Urán era un hombre de avanzada, un demócrata en el estricto sentido de la palabra, un genio de la jurisprudencia colombiana y había militado en la Alianza Nacional Popular (ANAPO). Por eso conocía a Andrés Almarales y, como el mismo Manuel Gaona Cruz, se había puesto del lado de la justicia y los derechos humanos, posiciones imperdonables por unas fuerzas militares adiestradas en el esquema del Cono Sur, bajo el fantasma de la guerra fría.
La Corte Suprema de Justicia y el Consejo estaban emitiendo fallos condenatorias contra las fuerzas armadas por el caso de Olga López de Roldán y de miles de civiles y guerrilleros torturados y asesinados en batallones militares. Por ello, junto a las amenazas de los extraditables, también habían recibido un “Réquiem para un Consejo de Estado”, en el que se les acusaba de “títeres del comunismo”. Es decir, los magistrados eran vistos como enemigos de las Fuerzas Armadas y a éstas, como es obvio suponer, no interesaba la seguridad de estas personas y, mucho menos, su supervivencia. Por el contrario: ansiaban su muerte. La acción del M-19 les dio la oportunidad.
Hoy se revela al país, a través de los medios de comunicación, que el magistrado Carlos Horacio Urán salió con vida del Palacio y que, al igual que el comandante del operativo ‘Antonio Nariño por los Derechos del Hombre’, Andrés Almarales Manga, y el conductor José Eduardo Medina Garavito, visto con vida en la Casa del Florero por varios testigos, fue ejecutado fuera del Palacio, después de ser identificado, por supuesto, y su cadáver regresado al Palacio para ser sacado posteriormente entre los muertos.
Los magistrados José Eduardo Gnecco Correa, Horacio Montoya Gil, Alfonso Reyes Echandía y Manuel Gaona Cruz, entre otros; las auxiliares Aura Nieto de Navarrete, Luz Estela Bernal Marín y muchos más, murieron, como lo detalla Medicina Legal, por armas de fuego del Ejército Nacional. Incluso, en los casos de las mencionadas auxiliares, se consideró que habían sido ejecutadas con tiros a contacto porque los disparos, efectivamente, se realizaron a muy corta distancia y no fue a causa de las balas que entraron a través del boquete del baño, como se quiso hacer creer. Este boquete, entre otras, fue abierto por el Ejército tras declarar, como consta en las grabaciones de las comunicaciones interceptadas: “Imposible que haya tanta gente en un baño. Vuélenlo, después les hacemos un monumento”. El sobreviviente Gabriel Salóm Becerra resultó gravemente herido por fragmentación del revestimiento metálico de un proyectil utilizado en la demolición de una pared: un <em>rocket</em> ATN 72 o granada de 90 mm, disparada por un tanque. Luego fue víctima de intento de secuestro, cuando una ambulancia fantasma quiso sacarlo de Cajanal, y encima fue amenazado y tuvo que exiliarse del país.
Las ‘nuevas’ evidencias, que no son nuevas y que vienen sacudiendo al país desde hace algunos meses atrás, sólo demuestran que nunca existió voluntad política por aclarar lo que sucedió, que desde las altas esferas del poder nacional se trató de cerrar el caso, achacándole toda la responsabilidad al M-19 y asegurando larga e impune vida a la cúpula militar y a los mandos medios, que con ‘carreras pulcras’ y sin investigaciones de ningún tipo en su contra, se convirtieron en generales de la República.
No obstante, llama la atención que sea durante los últimos meses que se encuentren, en las bóvedas del B-2, los papeles personales de Urán; que, en la oficina del entonces coronel Plazas Vega, se descubra el video que demuestra claramente que la cajera Cristina del Pilar Guarín salió con vida, y que un anónimo remita el video donde se distingue a Carlos Rodríguez, el administrador de la cafetería. Y llama la atención porque todo este es material viejo de archivo que, inexplicablemente, nunca fue investigado seriamente por las autoridades, pese a las denuncias sobre desapariciones forzadas y a las decenas de testigos que los vieron, primero, salir con vida del Palacio y, luego, muertos. Es decir, afuera fueron asesinados y sus cadáveres posteriormente regresados, como en los casos arriba citados. ¿Para qué? La orden era ‘fumigar’: matar y matar, que nadie saliera con vida, que nadie pudiera contar lo que allí se vivió, que nadie pudiera atestiguar después sobre el horror padecido y los crímenes que intencionalmente ejecutaron las fuerzas del orden. Había que tapar evidencias, esconder los cadáveres asesinados y ejecutados. Incluso, había que calcinarlos, lavar el lugar, evitar la oportuna llegada de médicos forenses y luego, al abrazo del gobierno cómplice, vender la imagen de un ejercito triunfal en la defensa de las instituciones y la vida.
El engaño perduró, es verdad: lograron que muchos testigos se silenciaran, muchos fueron y siguen siendo amenazados; desaparecieron muchas evidencias; retardaron procesos, provocaron la preclusión de varios, pero no lograron el olvido ni la eterna impunidad. Los militares asesinos que aún viven tienen una cuenta pendiente con la justicia y con el país y, al parecer, la cuenta de cobro al fin llegó.
Es hora de recordar cómo, bajo el gobierno de Julio César Turbay Ayala, se instaló el militarismo salvaje bajo el Estatuto de Seguridad; cómo los civiles eran procesados por tribunales penales militares; cómo fueron torturadas cerca de 10 mil personas, en las escuelas y batallones militares; cómo muchos fueron desaparecidos en la Charry Solano –en un lago de pirañas, se especula– y en la Escuela de Caballería, y cómo los valientes magistrados, en 1985, llevaron 1.800 procesos contra la Fuerzas Armadas por torturas y violaciones a los derechos humanos y habían dictado sentencia, en junio de ese año, contra el ex ministro de Defensa, Luis Carlos Camacho Leyva; contra el ex presidente Turbay y contra el entonces ministro de Defensa, Miguel Vega Uribe, llamado por Betancur el ‘ministro de la paz’.
Colombia, después de la toma, nunca volvió a ser la misma y, seguramente, después de que rueden las cabezas del general Jesús Armando Arias Cabrales; del mayor Carlos Fracica Naranjo; del coronel Rafael Hernández López; del mayor Joaquín Téllez Posada; del general Rafael Samudio Molina; de Miguel Ángel Cárdenas; de Guillermo León Vallejo; del oficial Luis Carlos Savdonick Sánchez; de los tenientes coroneles Gabriel Arbeláez Muñoz y Pedro Antonio Herrera Miranda, quienes mintieron para justificar el abrupto retiro de las urgentes medidas de seguridad impuestas en el edificio y quienes, en vez de ser sancionados, fueron ascendidos; incluso, del responsable del fatal operativo del cuarto piso, general Víctor Delgado Mallarino, y del también responsable de la seguridad del Palacio, Miguel Alfredo Maza Márquez, ex director del DAS, señalado también de perpetrar torturas pero sin acusaciones formales en su contra, y de Belisario Betancur, entre otros tantos, la justicia volverá a ocupar el lugar que la masacre le arrebató y, ahí si, se abrirán genuinos caminos de esperanza y reconciliación.
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Sus impresiciones son tan grandes (casi criminales diría yo) que le haría mucha bien leerse el Libro Blanco – 20 años del Holocausto del Palacio de Justicia, dek Consejo Superior de la Judicatura. http://www.ramajudicial.gov.co/csj/downloads/UserFiles/File/CSJ/Libro%20Blanco.pdf
Qué realidad tan grande. Pero todo sigue en silencio, y siguen creciendo todas las infamias. Eso se quedará callado para la posteridad y en la posteridad habrá más porquería que se conocerá. Y se atreven muchos a decir que los únicos asesinos despiadados fueron Pinochet y Videla….