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Por: Juan Diego García – junio 12 de 2007

Aunque el neoliberalismo se ha desacreditado mucho y sus paladines se muestran ahora más reservados que hace algunos años, lo cierto es que las políticas económicas que se inspiran en esta ideología de capitalismo sin controles se han universalizado y hasta en el Viejo Continente han ido ganando terreno al modelo europeo de capitalismo, ante la claudicación teórica y política de democristianos y socialdemócratas y el agotamiento de los viejos partidos de la izquierda comunista. En realidad, las fuerzas que se oponen al neoliberalismo están constituidas por movimientos sociales de muy diversa naturaleza, que, dada su dispersión, aún están lejos de representar una alternativa política inmediata.

Los recientes triunfos de la derecha más dura en Francia y Bélgica tan sólo vienen a confirmar esta tendencia. A pesar de su descrédito, el neoliberalismo se impone y lo que resta del Estado de Bienestar es fruto de la oposición tenaz de los asalariados y otros estratos de población afectados por las políticas neoliberales. La derecha, no obstante, ha conseguido cooptar no sólo a buena parte de la izquierda tradicional, sino también a sectores medios de la población obnubilados por las promesas de un mundo pleno y feliz en donde la libertad de mercado es sinónimo de libertad individual y la condición del ciudadano participante se reemplaza por la del consumidor satisfecho, al que las crisis económicas le parecen ya imposibles y el impacto suicida de la economía sobre la naturaleza un cantos apocalípticos de una izquierda derrotada e ilusa.

En la práctica, las políticas de los diferentes gobiernos del continente son fundamentalmente neoliberales, aunque con los matices que impone la realidad de cada país y con independencia del color político de quien gobierne. La idea de una Europa social ha dado paso a la Unión de mínimos y al reino de los mercaderes. Además, y aunque no existe oficialmente una política exterior común, cada vez es más claro que junto con el triunfo neoliberal se acentúa una mayor influencia de quienes dan mayor prioridad a las alianzas con Estados Unidos y desdeñan una política exterior más autónoma. En esto tampoco parece haber diferencias reales. Otra cosa es el mensaje destinado a la población, como lo comprueba la cooperación de los servicios secretos europeos con sus homólogos estadounidenses en operaciones violatorias de todos los principios legales y de derechos humanos, respecto de los cuales la UE se muestra tan exigente frente a terceros -Cuba, para no ir más lejos-. El compromiso de Europa en Afganistán y la cooperación de hecho en la guerra de Irak muestran hasta dónde Europa se supedita a los Estados Unidos, en contradicción con un discurso oficial que sólo busca tranquilizar a la opinión pública y mantener la imagen.

La política de la Unión con Rusia parece corresponder más a los intereses de Estados Unidos que a los propios. La tolerancia mostrada con los países del Este, permitiendo instalar en su suelo bases de cohetes dirigidos claramente contra la antigua URSS, tampoco contribuye al desarrollo de relaciones pacíficas con un país que sigue siendo una potencia nuclear de primera línea, mercado natural de Europa y convierten al Viejo Continente en escenario obligado en un hipotético conflicto bélico ajeno.

De aquel ‘diálogo Norte-Sur’, como política de cooperación con el Tercer Mundo, no queda nada. En su lugar, los gobiernos europeos se implican cada vez más en aventuras coloniales en África y se muestran incapaces de distanciarse prudentemente de las locuras de Washington en Asia. Los conflictos en Irán, Irak, Afganistán y Corea lo ilustran sobradamente. En Latinoamérica, la Unión Europea intenta llevar a cabo políticas similares a las estadounidenses y propone tratados de libre comercio que son una copia fiel de los TLC gringos.

La Unión Europea ha sido incapaz de poner en pié su propia fuerza militar y, en su lugar, ha terminado por plegarse por completo a los designios bélicos de Washington bajo el paraguas de la OTAN, convertida de hecho en el instrumento agresivo del gran capital internacional y, en primer lugar, de los Estados Unidos.

Las reticencias frente a Turquía -buena para servir de inmensa plataforma militar de los intereses estratégicos de Occidente, pero inadecuada para formar parte de la UE- se completan con una actitud cada vez más obsecuente con Israel, cuyo principal mercado es precisamente Europa y que, en consecuencia, podría ver muy afectadas sus exportaciones si la Unión le exige cambios reales en la política hacia los palestinos.

Por supuesto que gobierna la derecha o, al menos, -como ocurre en Italia- se hacen políticas de derecha, pero nada de esto significa que la mayoría de la población lo sea. Los triunfos ‘apabullantes’ de la derecha ocurren, por lo general, debido a la abstención de los votantes de izquierda, decepcionados con los partidos y las organizaciones que se dicen de izquierda pero hacen políticas neoliberales. El desinterés por las urnas, un fenómeno nuevo y creciente en las democracias europeas, contrasta con el activismo político y social en otros ámbitos. Por ejemplo, la reacción pacifista que ante la agresión a Irak movilizó a millones de personas tan sólo se puede comparar por su magnitud y significado con el movimiento similar contra la Primera Guerra Mundial. Hoy, millones de personas han llenado calles y plazas en todas las capitales de la Unión y de miles de ciudades. Las iniciativas ciudadanas contra la globalización neoliberal y en defensa del medio ambiente son otros ejemplos significativos y están lejos de ser fenómenos marginales. Son la otra cara de la moneda: la Europa del progreso, la paz, la cooperación internacional; la Europa del trabajo y la cultura que se resiste y lucha por no verse ahogada en el maremágnum del orden social neoliberal, que no sólo exacerba las contradicciones tradicionales del capitalismo con sus resultados de crisis, desempleo y guerras sino que se convierte en factor canceroso que mina sin pausa los cimientos mismos de la supervivencia de la especie humana.

En efecto, la derecha parece dominar el panorama, con sus promesas de bienestar y seguridad para las así llamadas clases altas y medias, con cierto éxito por l momento. Pero el triunfalismo de Sarkozy, por ejemplo, apenas logra ocultar la bomba social sobre la que inicia su administración y que, de todos modos, más del 40% de los franceses o votan en su contra o, sencillamente, desdeñan las urnas porque ya no creen en la representación que éstas generan.

La hegemonía neoliberal en Europa tiene entonces como corolario inevitable la oposición de colectivos cada vez más amplios y radicalizados. La crisis de la democracia representativa se expresa, entre otras cosas, en la indiferencia de la ciudadanía frente al gobierno y las instituciones políticas, ante el convencimiento cada vez más generalizado de que el poder efectivo está en otro lugar, en manos de gentes incógnitas e incontrolables que actúan solamente en su propio y único provecho.

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