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Por: Francesca Minerva*

La Guajira es una dama reclinada,
bañada por las aguas del Caribe inmenso,
y lleva con orgullo en sus entrañas sus riquezas guardadas,
orgullo pa’ mi pueblo. […]
Viene un heredero a reclamarla, porque hoy sí tiene plata,
porque ahora sí vale. […]
Claro, tiene el gas que es una ganga, la sal de Manaure
y su carbón de piedra,
pa’  los gringos.. pa’ lo yanquis…
pa’ los japoneses… pa’ los europeos…
y los guajiros comiendo mierda “.

Suena así una canción colombiana dedicada a las prósperas tierras del norte de Colombia, apretada entre las mandíbulas de la guerra, del abandono del Estado y de la explotación de las grandes empresas multinacionales.

Los megaproyectos hidroeléctricos, mineros, turísticos y petrolíferos; la violencia militar y paramilitar; los desalojos forzosos; la falta de servicios básicos y de soberanía alimentaria marcan cada día las vidas de hombres y mujeres wayúu y de su Madre Tierra.

La misión de verificación de derechos humanos de la organización A Sud recorre La Guajira, desde el sur hacia el norte, entre el 2 y el 6 de septiembre de 2007, recoge testimonios y conoce situaciones en las cuales la vida de un pueblo entero parece constantemente violada y la posibilidad de construir un futuro diferente es gravemente amenazada.

Al mismo tiempo, brilla en el pueblo guajiro la luz de la dignidad, de la esperanza  y de la resistencia.

Es aquella esperanza que emana de la sonrisa de Karmen y de las demás compañeras de la Fuerza de Mujeres Wayúu, asociación que, desde hace 4 años, lleva adelante un trabajo de denuncia y visibilización en materia de derechos violados a los pueblos indígenas wayúu.

Junto a ellas, A Sud ha empezado un camino de colaboración hace un año, que ha llevado sus denuncias hasta el Parlamento italiano y otras instituciones locales y que sigue fortaleciendo, día tras día, redes de solidaridad.

La primera etapa del recorrido organizado en la misión fue el resguardo indígena de Provincial, donde los chicos de la escuela nos reciben con el baile tradicional, la Yonna, y las señoras de la comunidad nos ofrecen la comida típica de los días festivos, hecha de chivo, yuca, arroz y plátano frito. Aquí viven 480 personas. Las mujeres se dedican fundamentalmente a la artesanía, tejiendo bolsas y chinchorros, y los hombres al pastoreo. Las casas están construidas de barro (‘bareque’) y los techos de lámina de cinc.

A pocos kilómetros del resguardo se encuentra El Cerrejón que, además de ser el cerro que domina el valle, da nombre a la más grande mina de carbón a cielo abierto del mundo. La empresa multinacional Drumond empezó sus actividades en la región en los 80, con el lema “carbón para el mundo y progreso para Colombia”. Aún así, no se habla, ni de lejos, de progreso para las comunidades indígenas ni, mucho menos, del derecho a la consulta previa, previsto por el convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT).

Devastación ambiental y social, así como violación de los territorios sagrados han sido las únicas ‘ganancias’ para los habitantes indígenas de la región. El control del territorio ha pasado totalmente a manos de la empresa que, para su ‘seguridad’, cierra las principales vías de la zona todos los días, desde las 6 de la tarde hasta las 6 de la mañana.

“Desde la llegada de la mina, nuestras comunidades han caído en la pobreza. No estamos seguros en nuestras tierras, militarizadas para proteger los intereses de la empresa. La contaminación del agua ha llegado a niveles muy altos, se ha difundido el dengue y otras enfermedades de las vías respiratorias que no existían en pasado”, cuenta Óscar, líder de la comunidad, que añade: “cuando vamos al doctor nos dicen que la culpa es nuestra, por no tener atención higiénica”. La empresa ‘no raja ni presta el hacha’. Otro eslogan de la minera era “¡trabajos para todos!”. Hasta el día de hoy son sólo 2 los indígenas empleados en la extracción. Es decir, la empresa sólo toma del pelo a los indígenas.

La actividad minera no afecta solamente en el plano social y ambiental, sino también en el espiritual: “el aspecto sobrenatural es muy importante en la cultura Wayúu –explica José Ángel–: nuestros espíritus han tenido que irse de estas tierras envenenadas y, sin su protección ni armonía con la Madre Tierra, no podemos vivir bien”.

Otra soga al cuello de las comunidades del Sur de La Guajira es la represa que está siendo construida sobre el río Ranchería. La promesa gubernamental era “agua 24 horas al día”. El resultado han sido 40 toneladas de pescados muertos y miles de familias sin agua.

Otra etapa de la misión, otro futuro amenazado, otras promesas incumplidas:

Estamos en la comunidad de Wepiapáa, en el Municipio de Dibulla. Se trata de 36 familias, con un total de 210 personas, quienes viven allí desde hace 2 años, desplazadas de sus tierras nativas en la espera de una reparación. Han escapado de sus tierras en la Sierra Nevada, después de recibir amenazas por parte del grupo de alias ‘Jorge 40’, reconocido jefe paramilitar del bloque norte de las AUC, y después de la desaparición de uno de los líderes de la comunidad.

Ahora viven casi como esclavos en las tierras ‘prestadas’ por un finquero,a cambio del trabajo gratuito en campos de maíz, pues se les prohíbe cosechar cualquier otra cosa. Los campos de maíz dejan el terreno fértil y bueno para la cría de las vacas del hacendado en los meses siguientes a la cosecha.

El gobierno ha asignado, supuestamente, 20 millones de dólares para reubicar a las comunidades indígenas y campesinas desplazadas. “Nosotros llevamos aquí más de 2 años –explica la joven líder indígena Arelis, iluminada por el rojo de su traje tradicional– y, a pesar de que ya identificamos desde hace tiempo la zona en la cual queremos ubicarnos, todavía no tenemos ninguna respuesta por parte del Inconder (Instituto Colombiano de Desarrollo Rural)”.

No hay ningún interés en cerrar rápidamente el proceso legal destinado a la compra y registro de las tierras para los indígenas. Las grandes plantaciones de plátanos, los numerosos proyectos turísticos y el puerto en construcción en la zona están elevando mucho el valor de estas tierras, así que para los dueños de los terrenos resultan más apetitosas las ofertas  de las grandes empresas que los fondos destinados a la reubicación de los desplazados.

En la espera, los habitantes de Wepiapáa  viven en casas de barro, casi como esclavos en los campos de maíz, sin tener acceso a los servicios básicos, al agua potable, sin transportes y con el apoyo poco útil de los programas gubernamentales que, cada cuanto, mandan ayudas humanitarias. Estos programas han llevado a que fueran contratados dos maestros, pero sin dotar a la comunidad de una escuela, ni de sillas, lapiceros, cuadernos, o un pizarrón para escribir el futuro de las nuevas generaciones. Y escuchamos muchas otras historias de niños y niñas sin futuro.

Mientras el huracán Félix pasa a unos cien kilómetros de La Guajira y las calles están totalmente inundadas, la misión se dirige hacia Rioacha.

Aquí también los megaproyectos mineros, turísticos y el proyecto de una camaronera están provocando privatizaciones, militarización de las tierras y desalojo de comunidades indígenas, muchas de las cuales huyen hacia la vecina Venezuela, siendo los wayúu un pueblo binacional.

Cerca de Rioacha se encuentra el basurero municipal, donde trabajan hombres, mujeres, también jóvenes embarazadas y más de 450 niños, todos indígenas wayúu.

El basurero se encuentra en los territorios ancestrales indígenas y su presencia afecta a 12 comunidades y más de 2.000 personas. “Además de contaminar las aguas, provocar enfermedades e infecciones –explica Livia, de la comunidad de Carautamana–, el trabajo en el basurero ha provocado una ruptura del tejido social y de la identidad wayúu: nosotros somos artesanos y pastores, no recicladores”. Hoy son cientos los wayúu obligados a trabajar en condiciones inhumanas, en medio de decenas de puercos y miles de buitres.

Desde hace varios años, organizaciones de derechos humanos están luchando para que se cierre el basurero, pero “con las demandas no se obtiene nada si uno no tiene ‘padrino’ o ‘madrina’ politíca –sigue Livia–, vivimos en condiciones espantosas y, como hace 500 años, tenemos que movernos en burro y caminar kilómetros para buscar agua potable”.

El pueblo wayúu, tradicionalmente, ha logrado el abastecimiento de agua a través de los jagüeyes, pozos tradicionales. Hoy en día, el agua de lluvia llega a esos pozos, arrastrando los residuos de carbón y toda la contaminación provocada por el basurero.

Nos movemos hacia el norte, a Uribia, conocida como la “capital indígena de Colombia”, por tener el mayor número de población indígena del país.

Un gran parque de energía eólica se ha construido en esta zona y otros están en construcción en la comunidad de Media Luna.

Una vez más, los testimonios describen la realidad de un proyecto impuesto con la fuerza y el engaño, sin recurrir a la consulta previa a las comunidades locales y en donde “se aprovechan de la ignorancia de la gente para meter sus proyectos”, como cuenta un profesor indígena.

En la zona de Manaure están las salinas, donde cientos de indígenas, hombres, mujeres y niños Wayúu, trabajan todo el día arrastrando, bajo el ardiente sol, pesadas carretillas de sal. Todo por menos de 6 ó 7 euros al día. Para muchos, ésta es la única posibilidad de trabajo.

La misión sigue hacia la región de Maicao, que se asoma al Golfo de Venezuela. Al resguardo de Mashoü llegan casi cien hombres y mujeres para reunirse con los miembros de la misión internacional y contar, bajo la sombra de un árbol centenario, sus trágicas historias. Son parte de la recién creada asociación de victimas del paramilitarismo, nacida gracias a la Fuerza de Mujeres Wayúu.

Para muchos de ellos, es la primera vez que denuncian al exterior lo que han sufrido. “Las denuncias –dicen muchos– nos pueden costar la vida”.

Las suyas son historias de saqueos, de incursiones nocturnas en sus casas por parte de los paramilitares, de robo de animales, chinchorros, dinero y de cada grande o pequeña riqueza.

Siguen, uno a otro, los testimonios de una mujer a la cual dispararon mientras amamantaba; de madres a las cuales mataron, uno a uno, a sus numerosos hijos; de jóvenes secuestrados en la carretera mientras regresaban a sus casas; del pago de rescates millonarios que no obtuvieron el retorno de los retenidos; de continuas amenazas; de hombres y mujeres obligados, por el clima de temor, a dejar sus tierras.

La excusa para masacrarlos es la acusación de ser parte de la guerrilla o de algún grupo delincuencial que no se encuentra bajo el mando del paramilitarismo. La justificación para que estos crímenes se queden en la impunidad es que se trata de conflictos interétnicos.

El pueblo Wayúu, organizado en clanes y con una estructura matrilineal, es un pueblo guerrero, pero –como nos explica Karmen – “respeta las leyes muy precisas que impiden, por ejemplo, la inclusión de una mujer en un conflicto”. Cuenta, además, con sistemas internos de resolución de conflictos a través de la compensación y a través la mediación del palabrero, una especie de sabio de la comunidad.

Más de 200 crímenes han sido cometidos en esta zona, en los últimos años, por parte de los paramilitares, de los militares y de las fuerzas de policía. De estos crímenes, 94 han sido cometidos en sólo 8 rancherías. Y la cosa más grave es que todos fueron cometidos después del supuesto proceso de desmovilización de las fuerzas paramilitares, promovido por el actual presidente, Álvaro Uribe.

La realidad es muy diferente de la que publicita el gobierno Uribe.

Si hay algo nuevo en la región de Maicao es la voluntad de crear redes, organizarse y hacer sentir la propia voz, que demuestran todos aquellos que, con gran emoción y gran fuerza, han contado sus vidas en frente de representantes de organizaciones sociales, de una parlamentaria italiana y de la prensa alternativa nacional e internacional.

La emoción crece cuando, concluidos los testimonios, nos dirigimos hacia Cuatro Vías para inaugurar la Casa de las Mujeres Wayúu, el proyecto promovido por la Fuerza de Mujeres Wayúu, junto con A Sud y el Comité Piazza Carlo Giuliani.

La casa ha sido construida en un lugar estratégico: por allí pasan, además de las principales vías de comunicación de la región, el tren que transporta el carbón del Cerrejón y el gran gasoducto pensado por la venezolana Pdvsa y la colombiana Ecopetrol. A unos pocos metros de la casa, además, se encuentra uno de los numerosos puestos de control del ejército.

Una placa recuerda a Carlo Giuliani, asesinado durante las manifestaciones en contra de la cumbre del G8, en Génova (Italia), en 2001, mientras luchaba por los derechos de los pueblos.

Una anciana bendice la casa según el ritual tradicional, con el cual se alejan los espíritus malos.

Será en esta casa donde las mujeres de la Fuerza de Mujeres Wayúu continuarán articulando su camino de resistencia, recogiendo las denuncias, afirmando el derecho al territorio, creando redes nacionales e internacionales para decir: ¡ya basta a la violencia, a la impunidad y al silencio!

Y para darle, juntos, un futuro mejor a la dama Guajira.

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*Francesca Minerva es miembro del equipo de la organización A Sud y participó de la misión internacional de verificación a la situación en derechos humanos de los pueblo wayúu en La Guajira, realizada entre el 2 y el 6 de septiembre de 2007, y organizada por la Organización Nacional Indígena de colombia (ONIC).

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