Por: Juan Diego García – diciembre 26 de 2011
El cambio de los gobernantes de Grecia e Italia por funcionarios de la banca internacional aunque formalmente ha sido realizado por los respectivos parlamentos constituye, en la práctica, un golpe de Estado mediante el cual el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Central Europeo (BCE) y los gobiernos de Alemania y Francia someten a su arbitrio unas instituciones nacionales supuestamente autónomas y destinadas a reflejar la voluntad ciudadana.
Para poner las cosas en su sitio, es decir, para salvaguardar los intereses del gran capital internacional, no ha sido necesaria la intervención militar como en cualquier país del Tercer Mundo –aunque en Grecia se llegó a amenazar con la intervención de los cuarteles en caso de que fallaran otras alternativas–, ha bastado con la presión de las altas instacias de la Unión Europea y ‘los mercados’ para que los gobiernos de Papandreu y Berlusconi fueran obligados a dimitir y en su lugar colocar equipos de ‘técnicos’ ligados a la banca internacional, cuya misión no será otra que asegurar el pago de la deuda a los bancos de Alemania y Francia –y, de paso, abaratar el coste de la mano de obra en beneficio de los empresarios locales–. En Portugal y España no ha sido necesaria una intervención tan brutal porque ambos gobiernos accedieron plenamente a las presiones y han emprendido las reformas exigidas.
Este método de poner las cosas en su sitio tiene en Grecia su versión más dramática, pero resulta extensivo a toda la periferia sur del continente europeo y hay quien sostiene que esto es sólo el principio, ya que ni Francia ni Alemania misma están a salvo de verse sometidas a ‘salvamentos’ similares. Si, como todo indica, la evolución económica del inmediato futuro no augura nada positivo, Grecia tan sólo sería el espejo en que cada quien ha de mirarse.
Este paso insólito, que lleva a los gobiernos a personajes que nadie eligió en las urnas, contraviene de forma radical el ideario burgués de la democracia representativa. Las elecciones, los parlamentos y las demás instituciones que supuestamente constituyen los fundamentos del orden social moderno pierden así su legitimidad, probablemente como culminación de un proceso de desgaste sistemático del sistema político que reduce la participación ciudadana a rituales intrascendentes. De atrás viene el deterioro del principio de ‘una persona, un voto’, en beneficio de minorías muy poderosas –el voto de un banquero vale más que el de millones de personas–. De mucho antes viene que las decisiones importantes se preparen en discretos centros de poder para luego ser llevadas a su aprobación en parlamentos previamente comprometidos con esos grupos de presión. Desde hace décadas se tolera la corrupción generalizada de políticos y funcionarios, y es cada vez más evidente que el Estado como tal funciona como el solícito administrador de los intereses del capital y no obra en beneficio de toda la colectividad. Nada extraño es, entonces, que cuando los gobernantes de turno se convierten en estorbos, sencillamente se procede a colocar en su lugar a los representantes directos de quienes desde siempre han decidido los destinos de la sociedad.
Porque, en realidad, siempre fue así, aún en las democracias más sólidas, sólo que ahora se hace sin tapujos, sin intermediaciones, para desilusión de quienes han creído en los supuestos principios intocables de la democracia burguesa, uno de los cuales es precisamente la neutralidad del aparato estatal, su función como intrumento imparcial en la solución de las contradicciones sociales. Colocando al frente del poder político a los representantes directos del sistema financiero por encima de todas las formalidades democráticas se rompe, de manera brutal, el velo ideológico liberal que adorna la democracia representativa, dejando al descubierto su verdadera naturaleza.
¿Se asiste, de esta manera, a una especie de toque final de un proceso que el modelo neoliberal de capitalismo lleva adelantando ya hace algunas décadas, un proceso mediante el cual se despoja de poder efectivo a las instancias políticas, es decir, se elimina de hecho todo margen de intermediación, de negociación de conflictos, mientras las formas de representación se reducen a un puro juego formal destinado a cubrir las apariencias? Si los espacios de negociación de intereses se eliminan, queda entonces la protesta directa, la movilización en calles y plazas, el enfrentamiento puro y duro como la forma única de hacer efectiva la defensas de los intereses de las mayorías. Y eso es, precisamente, lo que está ocurriendo en el Viejo Continente y todo parece indicar que para recuperar el actual Estado del Bienestar y rehacer el pacto entre capital y trabajo –su fundamento principal– el camino no pasa por la civilizada controversia en el seno de las instituciones representativas sino por una formidable movilización ciudadana que impida a los neoliberales hacer realidad su sueño de regresar a las formas de la dura explotación del capitalismo clásico. Si los parlamentos no deciden nada, si al gran capital le resulta tan fácil pasar por encima de la supuestamente mayor instancia de la soberanía popular, a la ciudadanía tan sólo le queda como camino la movilización, la protesta airada en calles y plazas, la huelga general indefinida y la desobediencia ciudadana que impida los recortes y demás medidas en curso.
La solución griega o italiana a la crisis muestra de la forma más brutal la verdadera relación entre el capital y el poder político. Pero con variaciones y matices, es lo que se impone ya en todo el Viejo Continente, tal como lo muestra la reciente cumbre de la Unión Europea, que determina las grandes líneas de actuación a las cuales deben atenerse los gobernantes de ahora en adelante. Unos lineamientos muy similares a aquellos que impuso el FMI a los gobiernos latinoamericanos: reducción del gasto social para garantizar el pago de la deuda externa, un ataque a fondo a las relaciones laborales a fin de ofrecer la mano de obra lo más barata posible; cesión vergonzosa de la soberanía nacional sometiendose a los dictados de las llamadas ‘agencias internacionales’, venta masiva de las empresas públicas a grandes corporaciones, sobre todo transnacionales, y todo ello acompañado de represión social y política para desbaratar sindicatos, partidos de izquierda y toda forma de asociación ciudadana que pudiera oponerse a estas medidas.
En países como Alemania se han aplicado fórmulas de duro recorte en las últimas décadas, pero el bienestar acumulado por las clases laboriosas les ha permido cierto margen de amortiguación. Sin embargo, en el sur del continente estas medidas de ajuste se producen en condiciones bien diferentes afectando de lleno economías familiares. Si en el norte se debilita el Estado del Bienestar, en el sur del Viejo Continente se corre el riesgo de que éste desaparezca por completo. No es probable que en Europa se reproduzcan los sistemas de represión que se utilizan en Latinoamérica para asegurar la aplicación de este tipo de políticas, pero tampoco existe una garantía plena de que frente a la resistencia ciudadana el sistema se mantenga en los límites de su propia legalidad y no responda con medidas de represión que sobrepasen de largo el marco de las libertades civiles consagradas en el Estado de Derecho. Si los gobiernos europeos ‘americanizan’ aceleradamente las relaciones laborales, si los magnates del mercado consiguen imponerse sobre gobiernos y parlamentos, violentando todas las normas institucionales de la democracia, si se han adherido entusiasmados al frenesí bélico de los Estados Unidos, ¿se detendrán acaso por consideraciones legales si una resistencia popular amenaza con impedir sus propósitos?
Malos vientos corren por el planeta: Guerra inminente contra Siria e Irán; despliegue de las fuerzas armadas de Occidente contra China y Rusia, en una especie de renacimiento de la Guerra Fría que no pronostica nada bueno; crisis económica mundial, que amenaza con una recesión profunda en las economías centrales con repercusiones nefastas en la periferia pobre del sistema; y ahora en Europa, el modelo más acabado de la democracia liberal, se registran acontecimientos que no sólo amenazan el relativamente alto bienestar material de sus poblaciones sino que su democracia consolidada se diluye, dando paso a un sistema de gobierno plutocrático y policial.
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