Por: Javier Giraldo – Actualidad Colombiana
Una llamada al teléfono del pasado 23 de febrero me dejó confundido y conmocionado. Luis Eduardo Guerra, uno de los impulsores más tenaces de la Comunidad de Paz de San José de Apartadó, había desaparecido. Al otro lado del teléfono, uno de los líderes actuales de la Comunidad me decía que todos los indicios apuntaban a que había sido asesinado. Grupos numerosos de la Comunidad ya habían partido en su búsqueda sin mucha esperanza. Las llamadas se fueron multiplicando con el avance de las horas hasta que, el 25 al amanecer, me desplacé hacia San José en compañía de la ex-alcaldesa de Apartadó, Gloria Cuartas, ya con la certeza trágica de que el cadáver de Luis Eduardo había sido hallado, junto al de su compañera Bellanira y al de su hijo Deiner Andrés, de 11 años. Otro líder de esa zona, Alfonso Tuberquia, a quien yo también conocía y cuyo hijo, Santiago, había bautizado pocas semanas antes, había sido masacrado junto con su esposa y sus hijos.
Luego de 8 años de registrar atrocidades perpetradas contra esa Comunidad heroica y de denunciarlas ante todas las instancias posibles, me quedaba difícil, sin embargo, decantar un análisis claro de lo que estaba ocurriendo. Por una parte, me venían a la memoria las más de 500 agresiones denunciadas anteriormente y me parecía que todo había ocurrido dentro de la misma lógica y libreto de persecución y exterminio a que la Comunidad de Paz venía siendo sometida desde su gestación en 1996. Recordé con estremecimiento muchas masacres anteriores y el hostigamiento permanente a sus líderes e integrantes, lo que parecía imponerme una conclusión que yo rehuía asumir por sus duros efectos desmoralizantes: nada ha cambiado; la condena al exterminio se continúa aplicando implacablemente, así los discursos del Estado hayan evolucionado. Pero, por otra parte, me venían a la memoria tantas reuniones de concertación con el Estado, en seguimiento a las medidas de protección que la Corte Interamericana de Derechos Humanos había solicitado insistentemente al gobierno colombiano desde octubre de 2000, precedidas por las Medidas Cautelares de la Comisión Interamericana, asumidas desde noviembre de 1997. Recordé especialmente muchas expresiones del Vicepresidente Francisco Santos y de otros miembros de su despacho, que aseguraban que la Comunidad no iba a ser destruida sino protegida por el Estado y que era una decisión clara del gobierno actual concertar con la misma Comunidad lo más conducente a su protección.
Lleno de interrogantes llegué a San José de Apartadó aquel viernes 25 de febrero. Un helicóptero del ejército sobrevoló el poblado con una enorme bolsa colgante agitada por el viento. Las comunicaciones recibidas a través de teléfonos satelitales de acompañantes internacionales, nos anunciaron desde la zona de la masacre que ya habían sido exhumados y legalmente levantados los despojos de cinco víctimas: Alfonso Tuberquia, su esposa Sandra Milena Muñoz, sus hijos Natalia (5 años) y Santiago (18 meses) y otro poblador de la zona, Alejandro Pérez Castaño. Todos los cuerpos estaban mutilados y tenían estigmas de crueles torturas.
Con Gloria Cuartas y algunos acompañantes internacionales decidimos ahorrarles a las familias las penosas diligencias de reclamo de los cadáveres. Varias autoridades se congregaron en el cementerio de Apartadó aquella tarde del sábado 26, donde los trámites interminables de la entrega de los cuerpos se fueron alternando con reclamos fuertes a las autoridades por la palpable negligencia en el levantamiento de los otros cuerpos. En efecto, los cadáveres de Luis Eduardo y de su familia no habían sido hallados, como se creyó inicialmente, en ninguna de las dos fosas donde los victimarios sepultaron apresuradamente a las últimas víctimas, en un campo de cultivo de cacao, dentro de la finca de Alfonso, sino que fueron encontrados a la intemperie, junto al río Mulatos, ya bastante devorados por gallinazos y cerdos. Aunque la Fiscalía tuvo conocimiento del sitio exacto en la tarde del viernes 25, solo llegó al lugar en la mañana del domingo 27 a practicar los levantamientos legales, cuando ya el agotamiento de los grupos de búsqueda era extremo y habían decidido transportar los cuerpos sin esperar las diligencias oficiales.
Otro helicóptero sobrevoló la zona con la macabra bolsa colgante y aquella tarde del domingo se repitió la penosa experiencia de los trámites de entrega de los cuerpos, en que los legalismos inútiles ofenden los sentimientos y el sentido común. Una funeraria contratada por el alcalde de Apartadó, luego de los fuertes reclamos de Gloria Cuartas, se negó a transportar los cuerpos porque era de noche. Un joven conductor de chiva se arriesgó a llevarnos y, dos días después, fue amenazado de muerte por un paramilitar protegido por el Coronel Duque, comandante del batallón que controla la zona de San José. La destartalada “carroza fúnebre” pasó cerca de la media noche por el Barrio Obrero de Apartadó, donde se realizaba una verbena popular. Una multitud bailaba animada por consumo generoso de alcohol. Nadie se dignó siquiera dedicar una mirada de respeto a los féretros, interrumpiendo el baile. Era una comprobación triste de la “cultura paramilitar” ya dominante en una ciudad que otrora se distinguió por su elevada conciencia social.
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Algunos periodistas y autoridades regionales consultaron por teléfono si podían asistir al funeral. Quienes les respondieron, les expresaron la indignación ya reinante en la Comunidad de Paz por las actitudes de autoridades y periodistas, quienes en lugar de condenar tan horrendo crimen, iniciaban ya una gigantesca campaña de estigmatización de las víctimas y de la Comunidad, campaña que iría in crescendo en las semanas posteriores.
Las conversaciones con más de 10 testigos presenciales me fueron permitiendo reconstruir el itinerario del crimen. Unos de ellos fueron detenidos ilegalmente por tropas del ejército que entraron el sábado 19 de febrero a la vereda La Esperanza, confinándolos en una vivienda sin permitirles moverse de allí. Otros vieron llegar las tropas en la tarde de ese sábado a la vereda Las Nieves, donde, al amanecer del domingo 20, irrumpieron violentamente en la vivienda de Marcelino Moreno, disparándole mientras estaba acostado e hiriendo a su niña. Marcelino, quien era miliciano, se levantó ya herido a buscar un arma y se enfrentó a los soldados quienes lo mataron, quedando herido en el enfrentamiento un soldado. Al recorrer la vereda Las Nieves, dos de sus pobladores fueron perseguidos por los soldados, quienes manifestaron en voz alta su intención de asesinarlos, pero un encapuchado que no portaba uniforme militar les gritó que no dispararan “porque iban a dañar el plan”. Gracias a eso, los dos pobladores lograron correr y esconderse sin ser alcanzados por la tropa, que al parecer llevaba la consigna de no hacer mucho ruido con las armas para que la gente no huyera. Al día siguiente, el lunes 21 de febrero, la tropa aparece en la vereda Mulatos, contigua a Las Nieves, donde encuentran por el camino a Luis Eduardo con su familia quien se dirige a recoger un cacao en un cultivo de los suyos. Otro pariente que lo acompañaba observó a un militar en el camino, a poca distancia, pero al señalárselo a Luis Eduardo, el militar se agachó y se ocultó. Dicho pariente invitó a Luis Eduardo a regresarse o huir porque era clara la presencia del ejército, pero Luis Eduardo dijo que no iba a huir y que si era necesario entraría en discusión con la tropa para que lo dejaran recoger el cacao. Momentos después, se fueron levantando los soldados que estaban ocultos a los lados del camino y le gritaron: “alto y manos arriba”. El pariente de Luis Eduardo huyó rápidamente por entre el bosque y aunque gritaron que lo iban a detener, no le dispararon, lo que permitió que se les escapara. Él afirmaría después: “ya tenían a su presa principal y no la iban a soltar para perseguirme a mí”. Cuando iba a cierta distancia escuchó gritos de Luis Eduardo y de Bellanira, su compañera, lo que permite concluir que fueron rápidamente sometidos a torturas y muerte. Junto a sus cuerpos ya destrozados por los animales, hallados a poca distancia del sitio donde fueron capturados, fueron encontrados un garrote y un machete ensangrentados, la cabeza de su hijo Deiner Andrés, de 11 años, fue hallada a 20 metros de su cuerpo.
Las peculiares redes de comunicación de nuestros campesinos, que funcionan con una rapidez difícil de entender para los citadinos, pusieron en movimiento algunas alertas. Al medio día, un campesino llegó a la casa de Alfonso Tuberquia, en la vereda La Resbalosa, a una hora de distancia de Mulatos, mientras Alfonso, su familia y 4 trabajadores de la finca estaban almorzando. Les alertó sobre la presencia del ejército y la captura de Luis Eduardo y los invitó a desplazarse rápidamente, pero mientras estaba comunicando esto, se dio cuenta de que ya la casa de Alfonso estaba rodeada de tropa, y cuando todos salieron al patio, la tropa disparó y ellos huyeron por un espacio aún no cercado por la tropa. No pudieron recoger a Sandra y a los niños porque los disparos eran cada segundo más intensos y los cálculos les decían que devolverse era ya optar por la muerte. Alfonso y los trabajadores se refugiaron en una casa distante a unos 20 minutos, pero a las 2 horas, cuando ya no se escuchaban disparos, Alfonso decidió regresar a su casa a conocer la suerte de su esposa y de sus hijos y a morir con ellos de ser necesario. Prometió volver si era posible, pero luego de esperarlo hasta el medio día siguiente, los trabajadores resolvieron acercarse a la finca a indagar qué había ocurrido. Encontraron sangre y ropa ensangrentada por todas partes y entendieron, profundamente conmovidos, en qué escenario estaban. El cabello de la niña, Natalia, aparecía regado en diversos sitios, en algunos con cuero cabelludo, como cercenado con un machete. Luego de buscar mucho, encontraron tierra movida en el cultivo de cacao y escarbaron un poco. Al reconocer pedazos mutilados del cuerpo de Alfonso, horrorizados volvieron a tapar la fosa y huyeron. Alguien fue a buscar rápidamente a los líderes de la Comunidad de Paz para comunicarles lo ocurrido.
Los soldados avanzaron en la misma tarde del lunes 21 hacia un sitio conocido como El Barro, en los confines de las veredas Mulatos y Las Nieves, donde llegaron hacia las 3pm. Allí vivían familiares de Luis Eduardo, quienes fueron confinados con prohibición de moverse siquiera para tomar del campo algo para comer. Sin saber de su parentesco, los soldados les contaron que esa mañana “habían matado a tres guerrilleros”, dando su descripción. Los familiares comprendieron que las víctimas eran Luis Eduardo, su compañera y su niño. Miembros de la tropa escribieron en un muro el nombre de su unidad: “Contraguerrilla 33”. Se trataba del Batallón de Contraguerrilla No. 33 Cacique Lutaima, adscrito a la Brigada XVII del ejército, el mismo que se identificaría luego, cuando llegaron los fiscales a realizar el levantamiento de los cadáveres. En efecto, los campesinos, expertos en rastreo de huellas, habían reconstruido el recorrido de la tropa y habían comprobado que no existían huellas de salida de la zona.
No quedaba duda. Estábamos frente a un nuevo y horrendo crimen de Estado. La presencia de algunos paramilitares mezclados en la tropa, cuya vestimenta es en gran parte idéntica a la del ejército, solo confirma y agrava la responsabilidad estatal en el crimen. Los campesinos han aprendido a identificarlos plenamente a través de 9 años de experiencias horrendas.
Esfuerzos posteriores del gobierno por construir un relato ficticio donde aparezca la insurgencia como autora del hecho, fueron tan desafortunados que mostraron precisamente como “testigos” a dos jóvenes que un año antes habían sido torturados por el Coronel Duque y sometidos a un montaje judicial que sirvió de chantaje para obligarlos a ingresar al “programa de reinserción”, de modo que hoy están bajo la custodia de sus propios victimarios, sin libertad alguna para tomar decisiones autónomas. Pero como la inmensa mayoría de los colombianos no tiene acceso a estas verdades, la difusión masiva de esas ignominias por los medios de “información” se ha colocado como base de la campaña de estigmatización de las víctimas y de la Comunidad de Paz, que el gobierno está impulsando intensamente.
Se quiere hacer creer al país y al mundo que la fuerza pública no ha podido entrar, desde hace muchos años, a San José de Apartadó, porque la Comunidad de Paz se lo prohíbe; cuando la realidad es que casi no sale de allí.
Se quiere hacer creer al país y al mundo que la presencia de fuerza pública en todos los rincones del territorio nacional es exigencia de la Constitución porque es para proteger a la población y hacer cumplir la Constitución y las leyes. Pero la experiencia de San José revela, más bien, que siempre las ha pisoteado y no ha protegido sino agredido permanentemente a la población civil, perpetrando centenares de crímenes horrendos, como masacres, asesinatos, desapariciones forzadas, torturas, violaciones carnales, saqueos y pillajes de bienes de subsistencia, incineración de viviendas, detenciones y allanamientos ilegales, robo de animales de carga, de los dineros comunitarios y familiares, de herramientas de trabajo, amenazas y actos de terrorismo. En pocas palabras, lo que la Constitución y las leyes prohíben con mayor énfasis.
Se quiere hacer creer al país y al mundo que la comunidad “obstruye la justicia”, mientras la verdad es que ha rendido centenares de declaraciones ante fiscales y procuradores sin ver jamás un acto de justicia ni de reparación, mientras la verdad es que el Fiscal General se ha negado a investigar, de acuerdo a Derecho, más de 300 crímenes de lesa humanidad perpetrados contra la Comunidad de Paz, denunciados formalmente en su despacho en noviembre de 2003, mientras la verdad es que el gobierno se ha negado a constituir una Comisión de Evaluación de la Justicia, pedida insistentemente por la Comunidad de Paz, ante la evidencia de numerosas irregularidades en los procesos judiciales, mientras la verdad es que incluso varios miembros de la Comunidad han sido asesinados luego de rendir declaraciones.
Se quiere hacer creer al país y al mundo que la Comunidad “tiene vínculos con la insurgencia”, mientras la verdad es que la insurgencia ha atacado 20 veces a miembros de la Comunidad o a pobladores de la zona, siendo por ello fuertemente cuestionada por la Comunidad en comunicados públicos, mientras la verdad es que la Comunidad hace respetar de manera transparente su Reglamento Interno que le impide colaborar con cualquier actor armado, mientras la verdad es que las acusaciones sobre vínculos de miembros de la Comunidad con la insurgencia han sido construidas en la Brigada XVII sobre falsos testimonios de informantes pagados o extorsionados que no resistirían el más mínimo análisis probatorio.
No hay duda de que la Comunidad de Paz de San José de Apartadó, una propuesta plenamente legítima para defender los derechos de la población civil en medio de la guerra, atraviesa por momentos intensos de persecución que hacen perentoria la solidaridad mundial.
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