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Anónimo – El Pasquín

GUERRA GUERRA LUIS EDUARDO

Como muchas familias en la convulsionada década del 50, la de Luis Eduardo tuvo que migrar hacia San José de Apartadó.  Escapaban del régimen de terror que los chulavitas habían instalado en las tierras liberales del occidente antioqueño, de Dabeiba: el municipio de la legendaria guerrilla liberal de Camparrusia. A San José de Apartadó llegaron con la ilusión de construir una nueva vida, esa nueva vida que tantos colonos soñaron y que rápidamente se convierte, más bien, en una lucha constante contra una naturaleza inclemente y contra la más absoluta soledad que resulta de la ausencia total de un Estado incapaz de  hacer presencia en la frontera.

 

Desde los 5 años, Luis Eduardo supo qué era una masacre cuando, en la vereda La Resbalosa, el ejército torturó y asesinó a 15 personas que resultaban demasiado sospechosas por pertenecer a organizaciones comunitarias. En  adelante, la  muerte de sus paisanos se convertiría en un hecho normal dentro de las absurdas dinámicas de guerra registradas en Urabá. Vivir en San José de Apartadó, tierra de importantes organizaciones comunitarias y lugar de origen del V Frente de las FARC, parecía ser un motivo suficiente de sospecha para el ejército. Posteriormente, constituyó también un territorio a liberar por parte de  las ACCU, que basaron su estrategia de pacificación en el ataque a la población civil inerme que “parecía apoyar a la guerrilla”. Por simples sospechas, por juicios sin comprobar, vio entonces Luis Eduardo caer a sus vecinos, a sus familiares, a los líderes de las Juntas de Acción comunal y de la cooperativa, a los militantes de la UP, a sus amigos.

En memoria de esos amigos, de los muertos que reposaban en las tierras de San José, Luis Eduardo y otras 350 personas más que se resistían a desplazarse y a morirse, decidieron declararse neutrales frente a los diferentes actores de la guerra. “Queríamos mostrar que en San José la vida era posible”, reiteraba una y otra vez Luis Eduardo en las conversaciones. También decía que, con el proceso de la Comunidad de Paz, él esperaba que sus hijos tuvieran una vida mejor que la suya, una vida sin esa violencia de la que él había tenido noticia desde sus 5 años. Desde 1997 estuvo involucrado en el proceso de la comunidad, fue siempre miembro del consejo interno, viajó a muchos lugares del mundo denunciando la situación de San José, sirvió de interlocutor frente al gobierno nacional e ideó múltiples iniciativas para mejorar la calidad de vida de un corregimiento totalmente acorralado por la guerra.

El proceso de la Comunidad de Paz y la posibilidad de resistirse a la guerra resultaban demasiado atractivos para una estudiante de sociología que, a pesar del sano pesimismo aprendido en 8 semestres, contemplaba la posibilidad de una salida creativa al conflicto. Pensaba que con estas experiencias podría contradecir ese fatídico principio sociológico de la determinación de los actores por parte de las estructuras, pensaba que podría mostrar que a través de la práctica los actores también teníamos la posibilidad de cambiar un poquito el mundo. En tres conversaciones eso me lo demostró Luis Eduardo. Sin leer “El Capital”, los sofisticados estudios sobre Urabá o los más notables tratados sobre la guerra, él tenía muy claro lo que estaba pasando en San José. En tres conversaciones me enseñó más de lo que cualquier profesor en estos 8  semestres. Siempre que lo entrevistaba me ponía nerviosa porque no es muy frecuente sentarse al frente de semejantes seres humanos.

El 19 de febrero, Luis Eduardo estaba con su familia recogiendo cacao en la vereda Mulatos. Algunos dicen que fue detenido por miembros de la brigada XVII, otros sólo afirman que eran hombres vestidos de camuflado. Los hechos de las últimas semanas muestran sin embargo, que las acciones del ejército se intensificaron en la zona tras los ataques de las FARC en Mutatá. El 22 de febrero, el hermano de Luis Eduardo encontró una fosa común en la vereda La Resbalosa en donde reposaban los cuerpos despedazados de Alfonso Bolívar, su esposa y sus dos hijos de 2 y 6 años. La suerte de Luis Eduardo y su familia aún era incierta. Los miembros de la Comunidad emprendieron entonces la búsqueda de los cuerpos, de la verdad de los hechos, de la dignidad para sus muertos. Se dirigieron hacia La Resbalosa con la tenue esperanza de encontrar vivo a Luis Eduardo y su familia. Sin embargo, en la vereda Mulatos Medio encontraron el cuerpo de su amigo acompañado de Bellanira y Deyner, su esposa e hijo.

Muy poco hablaron los medios de esta masacre, parece que las circulares discusiones del presidente con el resto del mundo, la nominación al Oscar de Catalina Sandino, el destino de los participantes de ‘la isla de los famosos’ o el partido del ‘once caldas’ resultaron mucho más relevantes que la masacre de dos familias campesinas. Sólo pequeñas notas en ‘El Tiempo’ y ‘El Colombiano’ y una corta referencia en alguna cadena de radio dieron cuenta de lo sucedido. Estos medios hablaron de la masacre de siete campesinos y ya, siete campesinos sin rostro, sin historia: tal vez, sin importancia para una sociedad que ya se ha acostumbrado a estas muertes.

Por eso quise escribir esta hoja, sé de sobra que debe ser una historia demasiado familiar y hasta aburrida para colombianos, que también han tenido, desde sus primeros años, noticias sobre asesinatos y muertes. Imagino que estos siete muertos pueden ser una cifra más para corroborar los sofisticados modelos de nuestros especialistas en violencia. Pero para mí, esta fue la muerte de un amigo, de un maestro, de uno de esos personajes célebres y anónimos de la humanidad. Creo que esos “siete campesinos”, “siete civiles”, tenían rostro, tenían nombre: Luis Eduardo, Deyner, Bellanira, Alfonso, Sandra, Santiago y Natalia tenían historia. Por eso, no puede ser un hecho normal que los hayan masacrado, por eso, no podemos seguirnos acostumbrado a que esto pase.

Tal vez, esto es lo menos profesional que he escrito, y más si se considera que los lectores son exigentes estudiantes de ciencias humanas. Tal vez, el artículo debió referirse a las complejas correlaciones de  fuerza en Urabá, a la estrategia gubernamental de seguridad democrática, al aparente abandono del repliegue por parte de las FARC, a las dificultades de la neutralidad en medio de contextos violentos. Tal vez, el tema de la violencia resulte demasiado trillado para los expertos investigadores y, tal vez, se acuse mi escasa “neutralidad valorativa”, pero sólo escribo como una estudiante que quiere compartir el dolor y la impotencia –tan poco racionales– que le generó toparse en su ejercicio monográfico con la muerte de un amigo y no de un deshumanizado objeto de estudio.

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