Marzo 17 de 2008
La regionalización del conflicto colombiano, como fruto de la violación de la integridad territorial de Ecuador, permite abrigar un cierto optimismo. Las presiones sobre Bogotá para que acceda a una negociación con el movimiento guerrillero se han multiplicado y a los vecinos inmediatos se suma ahora Francia, igualmente involucrada en el conflicto.
Se presiona también al movimiento guerrillero que, por las paradojas de la dinámica política, al tiempo que recibe golpes muy significativos en el campo militar gana un espacio político considerable. Al menos así podría interpretarse el rol efectivo de interlocutor válido que le otorgan varios gobiernos: no sólo el presidente de Venezuela sino el mismo Sarkozy. Si todos los retenidos por la guerrilla son puestos en libertad, las FARC y el ELN podrían dejar de ser considerados organizaciones terroristas. Al menos eso se desprende de las declaraciones del presidente francés a RCN de Colombia.
Una lectura similar podría hacerse de las palabras del ministro de Defensa de Colombia cuando se refiere a la posibilidad del “intercambio de secuestrados por guerrilleros presos” sin el habitual énfasis en los conocidos “inamovibles” que hasta ahora han frustrado el intercambio humanitario de prisioneros. La propuesta del propio Uribe en este fin de semana, llamando a las guerrillas a una “negociación seria y sin trampas” dan más fuerza a la idea de que algo podría moverse en la buena dirección de un posible acercamiento. La presión internacional estaría dando sus frutos, aislando a los belicistas locales y sus promotores estadounidenses.
Al optimismo contribuye, y no poco, la manifiesta debilidad de Washington. Los Estados Unidos no sólo enfrentan un panorama desolador en sus compromisos asiáticos sino que están, de momento, ante el fin de una administración y el comienzo de otra. Por supuesto, nada indica que las líneas generales de defensa de los ‘intereses nacionales’ de la superpotencia vayan a sufrir cambios radicales, pero es obvio que la estrategia de ‘guerra preventiva’ como fundamento de la política exterior ha creado tal cantidad de dificultades que el nuevo mandatario tendrá que introducir matices importantes.
Uno podría ser, por ejemplo, si no la cancelación del Plan Colombia al menos sí una revisión a fondo de dicha estrategia. Quienes aconsejan negociar con Irán, Siria y los mismos iraquíes –Plan Baker–, y quienes ya sugieren que el compromiso con Israel no debe ir tan lejos que afecte negativamente los intereses estadounidenses podrían aplicar el mismo pragmatismo a Latinoamérica y el Caribe, de suerte que los Estados Unidos no cometan hoy aquí el mismo error que cometen con Cuba, hipotecando empecinadamente intereses globales en beneficio de minorías encendidas y belicosas –tanto propias como criollas–. Ya se escuchan voces que piden a la nueva administración una revisión a fondo de la relación con Cuba. De imponerse esta lógica pragmática, Uribe Vélez y el militarismo colombiano tendrían que revisar a fondo sus estrategias. No sería la primera vez que Washington deja en la estacada a sus aliados ‘más firmes’.
Internamente, el conflicto colombiano arrastra costes ya casi insostenibles. Un estudio reciente –entre otros del exministro José Fernando Isaza– muestra cómo el gasto militar alcanza cotas insoportables que comprometen el futuro inmediato de la economía nacional. Hasta ahora, el gasto mayor corre por cuenta de los colombianos mientras la ayuda gringa resulta apenas un complemento. Pero, para sostener el esfuerzo bélico actual se necesitaría un compromiso considerable y sostenido de los Estados Unidos, que es precisamente lo que nada puede asegurar –ni siquiera con un triunfo republicano–. Tampoco parece viable, de momento, un aumento de la presión fiscal, sobre todo considerando que se pronostica una recesión mundial que golpearía Colombia de manera muy significativa, dada su poca diversificación de mercados –tiene una dependencia demasiado estrecha con la economía de Estados Unidos, mientras su segundo socio comercial es, precisamente, Venezuela–. Por donde quiera que se mire, las perspectivas económicas no favorecen un mayor esfuerzo bélico.
Y a las dificultades económicas se suma el cansancio de la población. Las euforias por ciertos golpes a la guerrilla durarán hasta que ésta, obligada por la propia dinámica de la guerra, responda con golpes similares. Y aún cuando fuese cierta la afirmación oficial según la cual el gobierno ‘está ganando la guerra’, ésta tiene más posibilidades de empantanarse que de terminar pronto. Las manifestaciones del 4 de febrero y del 6 de marzo, con independencia de las intenciones de sus organizadores –una contra las FARC, otra contra el terrorismo de Estado–, demuestran que el sentimiento mayoritario y común no era otro que el deseo de paz, de fin del conflicto, de normalización de la vida cotidiana después de casi medio siglo soportando la muerte y la destrucción propias de una guerra. Ya son más de dos generaciones de colombianos y colombianas que no conocen la paz ni una vida normal, ni vislumbran un horizonte despejado que ilusione sus vidas. Casi un diez por ciento de la población desplazada, millones de inmigrantes lejos de sus hogares, miles y miles de muertos, desaparecidos, amenazados y silenciados resultan una carga demasiado insoportable para cualquier colectividad nacional.
Por supuesto, las perspectivas de un arreglo pacífico son tantas como las que apuntan a una continuación y profundización del conflicto. Y es así porque en Washington y Bogotá, y, por supuesto, en Caracas y Quito, existen grupos de intereses para los cuales la continuación de la guerra es el mejor mecanismo para frustrar los procesos populares de cambio en Ecuador, Venezuela y en la misma Colombia. Y trabajan febrilmente para hacerlo realidad. A Estados Unidos el conflicto colombiano le da la oportunidad de reafirmar su hegemonía militar en la zona, con bases y soldados, y a la oposición venezolana y ecuatoriana le permite soñar con el caos de un conflicto global como la oportunidad de oro para recuperar militarmente el poder que las urnas les han arrebatado.
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