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Por: Juan Diego García – abril 29 de 2008

El neoliberalismo ha procedido con enorme tenacidad contra todo lo estatal, de suerte que los gobiernos reformistas de Latinoamérica tienen que comenzar por la dura tarea de rehacer las estructuras básicas de un Estado moderno. Fieles al espíritu del laissez faire [dejar hacer], nuestros neoliberales criollos han apostado febrilmente por el ‘Estado anoréxico’, pero cuidándose de mantener y fortalecer, hasta grados insospechados, el aparato militar-policial, destinado a salvaguardar la propiedad y garantizar los negocios. Quienes han denostado del gasto público como un despilfarro y han convertido al Estado en ‘el problema’, se refieren en realidad al gasto social, pero jamás llevan su fundamentalismo al extremo de debilitar el brazo represor de las instituciones. Se debilita o destruye la salud y la educación públicas y, en general, todo lo que indique redistribución de riqueza, al tiempo que se fortalece en gran medida el papel de los ejércitos, la policía y los cuerpos de seguridad, complementados con hordas mercenarias de paramilitares que realizan las ‘tareas sucias’ en la represión social.

Colombia, uno de los alumnos aventajados del llamado Consenso de Washington, tiene hoy arriba de 400 mil soldados –otros datos hablan de 600 mil–, gasta casi el 7% de su PIB en la guerra –proporcionalmente más que Estados Unidos en las suyas–, mientras las privatizaciones han diluido hasta la casi desaparición los servicios públicos básicos. Chile, el otro gran ejemplo del neoliberalismo en el continente, apenas si ha corregido el desmantelamiento radical que hizo la dictadura de las funciones sociales del Estado, pero, al mismo tiempo, no sólo ha mantenido sino ampliado hasta extremos de ‘carrera armamentística’ el poder de sus fuerzas armadas. El gobierno de Brasil no se atreve a emprender la siempre prometida y jamás realizada reforma agraria, pero no duda un instante a la hora de hacer inversiones gigantescas en sus fuerzas armadas. Recientemente, ha firmado con Francia un acuerdo de gran aliento para fabricar submarinos y Lula ha dejado entrever que su país no renuncia a la bomba atómica.

Y se podrían citar muchos más ejemplos.

¿Por qué estos gastos no parecen preocupar a quienes encienden todas las alarmas cuando Venezuela decide comprar armamento de renovación? ¿Por qué Washington denuncia airado los gastos de Caracas en armamento como un ‘despilfarro’, que estaría mejor invertido en mejoras sociales para la población pobre, cuando es precisamente el gobierno que más destina a gasto social, mientras no lo hacen otros países? La única respuesta posible debe buscarse en el carácter de estos gobiernos, no menos que en la función objetiva de sus fuerzas armadas en la estrategia global de los Estados Unidos. En efecto, el gobierno de Colombia es el primer aliado de Washington en Sudamérica y sus fuerzas armadas y de policía están bajo un control casi impúdico del Pentágono. Por su parte, el gobierno de Chile no despierta suspicacias mayores, mientras mantenga en lo fundamental las políticas neoliberales del agrado de las multinacionales y su ejército siga siendo el mismo de siempre, así se declare leal al gobierno y respetuoso de las leyes. Y, en el caso de Brasil, su gobierno resulta demasiado moderado como para inquietar a los estrategas del imperio, además de tener unas fuerzas armadas y de policía tan parecidas a las de antes que se diría que son las mismas. Hace poco impidieron ‘indignadas’ que se realizara un acto de condena al golpe militar de Castelo Branco, que dio paso a la página sangrienta de las dictaduras militares. Además, ha sido imposible juzgar a los responsables de la ‘guerra sucia’.

En realidad, tan solo las fuerzas armadas de Venezuela han evolucionado en armonía con el proceso de cambios sociales y políticos de la Revolución Bolivariana, aunque sería ingenuo asumir que ya no existe riesgo alguno de una involución. Son evidentes los esfuerzos de Washington y de los partidarios del pasado por fomentar divisiones, conspiraciones y hasta el magnicidio para provocar otro golpe de Estado o una guerra civil.

Pero, aún considerando que esta función de sostenedores de un sistema  de injusticias y desigualdades ya es suficientemente grave porque reduce a nada la supuesta naturaleza democrática de las instituciones armadas, peor es constatar que de nacionales sólo tienen el nombre. De hecho, su dependencia de las oligarquías criollas –por fuerte que sea– palidece ante el sometimiento extremo que tienen con respecto a los Estados Unidos: un vínculo espurio que las convierte, de hecho, en fuerzas de ocupación de sus propios países, en guardias pretorianas de una potencia extranjera.

No le faltan, entonces, motivos al presidente Chávez cuando reforma radicalmente las fuerzas armadas de su país, cambia los sistemas de formación de oficiales y tropas y ordena la salida de la misión militar estadounidense en Venezuela, así como del ejército de agentes secretos y funcionarios de la DEA que, en lugar de luchar contra el tráfico de drogas, se dedicaban a espiar y conspirar contra el gobierno Bolivariano. En un acto que le honra, el presidente venezolano afirmó que su país estaba dispuesto a aceptar la presencia de la misión militar gringa, siempre y cuando Washington admitiera una misión venezolana en El Pentágono.

Razones semejantes de soberanía nacional legitiman al presidente Correa de Ecuador cuando denuncia la infiltración de agentes de la CIA en los servicios secretos de su país y ordena una investigación a fondo, así como la remodelación de algunas instancias para garantizar que dichos servicios estén realmente para proteger los intereses nacionales. Resulta inaceptable para cualquier gobierno que funcionarios locales coordinen con Estados Unidos y Colombia la violación del propio territorio. Más grave aún es que hayan utilizado la base de Manta, una instalación clave cedida por un gobierno anterior a los Estados Unidos, supuestamente para ‘combatir el narcotráfico’ y que en realidad está destinada a los operativos contrainsurgentes del Plan Colombia. Correa anunció que Ecuador no prorrogará la cesión de la base, una decisión que su gobierno cambiaría si los Estados Unidos, en gesto de correspondencia, permitiesen una base militar de Ecuador, por ejemplo, en Florida.

Pero las fuerzas armadas de estos países no son totalmente cuerpos extraños. No es posible alienarlos por completo de su medio. Además, el ingreso de muchos jóvenes de las llamadas clases populares eleva el riesgo de que aparezca en sus filas otro Hugo Chávez. Los antecedentes en la historia contemporánea del continente así lo indican. El general Velasco Alvarado, gran reformador moderno de Perú, también fue formado para defender los intereses de la oligarquía criolla y las multinacionales; sin embargo, su sentimiento nacional y su patriotismo le llevaron a encabezar un movimiento de reforma que afectó profundamente el orden social de entonces. El general Omar Torrijos pertenece también a esa estirpe de patriotas que, rompiendo con la función que les había sido asignada, vuelven sus armas a favor de su pueblo y ponen límites al avasallamiento imperialista. A su decisión y firmeza se debe, por ejemplo, que Estados Unidos haya devuelto el canal a los panameños. Jacobo Arbenz fue un militar que, como presidente electo democráticamente, intentó democratizar Guatemala y cayó ante la agresión concertada de la oligarquía, una parte del ejército y la United Fruit Company –la siniestra, la de toda la vida–. Son también militares patriotas –encabezado por un oficial digno, Caamaño Deño– los que se enfrentan a las tropas gringas que invaden República Dominicana en 1965.

Washington lo sabe y, por eso, intensifica la tarea de infiltrar y dominar ejércitos y cuerpos de policía para tratar de asegurar sus intereses estratégicos en la región en caso de revueltas populares, triunfos electorales imprevistos o revoluciones que les resulten contrarios no sólo a ellos sino a sus aliados locales: esas burguesías mequetrefes, indolentes y estériles, que primero deseaban ser ‘españoles de primera’ y no ser vistos como gentes de color –indios, negros y mestizos–; luego soñaban con Londres o París, renegando de su suerte de habitantes de aquellos trópicos ‘atrasados y brutales’; y hoy sólo tienen ojos para mirar al norte, deseosos de ser bien recibidos en Washington, que no se les note el acento y se les permita recoger algunas migajas del banquete soberbio de sus amos.

Las fuerzas armadas y de policía están en Latinoamérica para garantizar que nadie venga a perturbar el status quo. Sólo que a veces, en lugar de un lacayo como Pinochet les aparece un patriota en uniforme que se decide de verdad a ser demócrata –es decir, a respaldar la voluntad mayoritaria de su pueblo– y nacional –es decir, ser fiel al mandato constitucional, defendiendo lo propio de la agresión extranjera–.

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