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Por: Luis Humberto Hernández* – mayo 1 de 2008

Del arte de las finanzas podría decirse lo mismo que del gobierno, o sea, que si un ciudadano medio alguna vez se diera cuenta de cómo es administrado, probablemente se llevaría un buen susto” – Davis

En esta ecuación se expresa la actual situación que tiene con los pelos de punta a la economía mundial y cuyo desenlace es aún impredecible, pues hasta tanto no toque fondo la devaluación del dólar no se detendrá la oleada alcista de los recursos petroleros y las consecuencias que su alza acarrea en el resto de la economía mundial.

Se quiere decir que no es el valor del petróleo el que esté subiendo: lo que pasa es que el precio del dólar está bajando, obligando a los dueños del petróleo a ajustar el precio de los hidrocarburos en correspondencia con la depreciación del dólar, con el atenuante de que las políticas que se vienen implementando por parte de las autoridades económicas norteamericanas para combatirlo irritan aún más ese proceso, colocando al mundo al borde de una hiperinflación.

Petróleo: valor real bajo, precio nominal alto

Contrario a lo que se piensa, el valor real del petróleo ha disminuido entre 1970 y el mes de marzo de 2008, así se vea aumentado su precio nominal en dólares. Eso lo comprendemos cuando tomamos referencia en el marco del patrón monetario internacional que predominaba antes de 1970, el cual estipulaba una relación de 35 dólares por una onza de oro Troy, base para el comercio internacional. Patrón que las autoridades norteamericanas rompen en 1970 y que es la causa que explica el desmadre actual que se presenta en la economía mundial.

En 1970, con una onza de oro (35 dólares) se compraban 7 barriles de petróleo. En la actualidad, con la misma onza (1.000 dólares) se adquieren 10 barriles, es decir, 3 barriles más. Eso significa que el valor real del petróleo ha disminuido y no aumentado, como puede creer el sentido común; así en términos nominales, es decir en dólares, el precio del barril de petróleo haya aumentado en 95 dólares al pasar de 5 dólares en 1970 a 100 dólares en 2008.

En otros términos, mientras en 1970 un barril de petróleo representaba el 14.2 % del valor de una onza de oro, en 2008 sólo representa un 10%, es decir, 4.2% menos, así su precio en dólares haya aumentado en un 2.000% al pasar de 5 a 100 dólares, que es el precio nominal del petróleo en dólares pero no su valor real, medido en la onza troy de oro. Por eso, el valor real del crudo ha diminuido en 1.5 dólares por barril de su precio en 1970.

El aumento del precio se da en proporción a la sobrevaloración del dólar, causada desde el momento en que las autoridades políticas y económicas norteamericanas rompen, en los años setenta, el patrón monetario internacional de Brettón Woods antes descrito y que regía el comercio a nivel mundial. De hecho, la actual alza de los precios de los hidrocarburos es responsabilidad de las políticas inflacionistas o dolarizadas que caracterizan la economía norteamericana desde los años setenta.

Por esta razón, la crisis que asiste en la actualidad a la economía mundial y, particularmente, a la economía Norteamericana no es de carácter coyuntural sino de vieja data, con características y consecuencias estructurales.

Los fundamentos

De facto, en marzo de 1968, y de jure, en agosto de 1971, las autoridades económicas y políticas norteamericanas abandonan el primer principio del famoso sistema monetario montado en Bretton Woods, que se había constituido después de la Segunda Guerra Mundial, con base en la ecuación del dólar frente al oro en una proporción de 35 dólares por onza, convirtiendo al dólar en la base monetaria de la economía mundial (Sweezy y Magdoff, 1973).

Cuando, en los setenta, se rompe esa relación al equipararse el dólar frente al oro, los Estados Unidos ponen en su manos, o se inventan, una mina de oro gratuita, ‘sacando oro’ de la imprenta de la Reserva Federal (FED) con sólo emitir billetes, con ‘el mismo valor’ pero sin el sudor destilado por los trabajadores africanos cuando lo sacan de las minas de Sudáfrica o los colombianos de las de Barbacoas.

Esa política le dio el derecho a los Estados Unidos de pagarse, prestarse y financiarse sus gastos con moneda respaldada por el trabajo ajeno y no por el propio, en un mecanismo que ilustra John Nuller:

Imagínese que todas las personas acepten en pago los talones girados por usted, añada a eso que todos los beneficiarios de sus talones, repartidos por el mundo, omiten cobrarlos y se sirven de ellos como forma de moneda para cubrir sus propios gastos. Eso tendría para sus finanzas dos consecuencias importantes. La primera sería que, si todo el mundo aceptara sus talones, usted ya no necesitaría usar billetes de banco, le bastaría con su talonario. La segunda consecuencia sería que, al revisar su extracto bancario, tendría la sorpresa de descubrir la existencia de un saldo de dinero superior al importe de la suma no gastada por usted. ¿Por qué? Por el motivo expuesto antes, a saber: que los cheques girados por usted circularían, sin ser jamás cobrados, pasando incesantemente de mano en mano. En cuanto a los resultados prácticos, serían los de poner a su disposición más recursos para consumir y para invertir. Cuanto más los otros usaran sus cheques como moneda, más abundantes serían los recursos suplementarios de que usted dispondría (Le Monde, junio 10 de 1990)

Situación que los lleva, en los años ochenta, al delirio teórico y práctico del sueño económico capitalista, de enriquecerse especulando en las bolsas de valores sin necesidad de ser productor de riqueza alguna, “sin ensuciarse las manos, ni siquiera los zapatos, como en la fábrica” (Michel Albert, 1992). “Apareciendo ganancias sin fundamento real, cuyos efectos desmoralizadores realmente se subestiman”, como afirmara el premio nobel de economía de 1988, Maurice Allais.

Tenemos, entonces, una economía norteamericana que no tiene la capacidad suficiente para respaldar los dólares que emite, comportándose como cualquier paisano tercermundista que cree que la riqueza se crea emitiendo billetes y no como producto del valor del trabajo productivo, como lo demuestran los viejos cánones económicos. Parte de esa emisión de billetes hoy está guardada en una proporción de 5.6 billones de dólares y sus ahorradores no hayan cómo deshacerse de ellos (Whitney, 2007), pues hacerlo conlleva las alzas de precios, entre ellas del petróleo. Esa situación acarrea una súper inflación a nivel mundial.

La ruptura del sistema monetario de Brettón Woods era producto del creciente y persistente déficit que acusaba la balanza de pagos de los Estados Unidos y que lo lleva a emitir dólares sin mayor respaldo, que recaen sobre las demás economías del mundo. Esa emisión de dólares se hacía con el fin de mantener la guerra en Vietnam y Camboya, suplir el déficit comercial y satisfacer la demanda surgida a raíz de la crisis petrolera de mediados de los años setenta, que conllevó el alza de los precios de 5 dólares barril hasta 35 y 40 dólares, significando que ahora se necesitaban más dólares para comerciar la misma cantidad de crudo, que era de 48 millones de barriles diarios –hoy es de 84 millones–. Un fenómeno denominado como petrodolarización de la economía mundial que inundó las arcas de los bancos, obligados desde entonces a buscar deudores a como diera lugar (Davis, 1982).

Lo contradictorio es que, en la actualidad, esa situación puede caer en un círculo vicioso sin fin, pues a mayor devaluación mayor precio del petróleo, irritando a la banca central de Norteamérica a emitirlos más devaluados. Afirmación que encuentra su razón en las medidas monetarias más recientes de la FED, de liberar unos 200 mil millones de dólares para paliarle a los bancos la crisis hipotecaria.

Esa crisis hipotecaria no es otra cosa que la expresión en la coyuntura de esta situación estructural que venimos describiendo, como lo veremos más adelante.

La inundación de dólares en el sistema bancario conllevó, en los años setenta, la feria de préstamos para los países que quisieran endeudarse, no importando las razones que tuvieran para hacerlo, desatando la crisis de la deuda en los años ochenta y el posterior proceso de privatización de los activos estatales, que pasaron a manos de las corporaciones trasnacionales como condición exigida por la banca mundial al presionar el pago de una deuda propiciada y fomentada por ella misma de manera irresponsable.

Esa deuda, y por las mismas razones que se dio a nivel de los países en los años ochenta, se reproduce en la actualidad a nivel doméstico en los Estados Unidos bajo la denominada ‘burbuja inmobiliaria’.

De la sima, o crisis estructural del dólar, a la cima, o crisis coyuntural de las hipotecas

En geología, la palabra ‘cima’ significa “cumbre de una montaña”, y sima, la parte profunda que la sustenta, pues sin ella la montaña derivaría como rueda suelta por sobre la superficie terrestre. Parodiando esa significación, en los análisis políticos la ‘cima’ se identifica con ‘la punta del iceberg’, el momento actual o coyuntura de un sistema, y la ‘sima’ con su parte estructural. Lo coyuntural constituido por el momento presente controvertible y lo estructural por ser su fundamento incontrovertible. Figura que sirve para ilustrar la afirmación según la cual lo que explica la realidad no es lo que se ve, como lo considera el sentido común, sino todo lo contrario, es decir, lo que no se ve; siendo lo que se ve, es decir la coyuntura, objeto de sospecha para quien se quiere explicar, desde el buen sentido o racionalmente, su realidad estructural.

Lo anterior para señalar que la actual crisis del sistema hipotecario norteamericano no es otra cosa que la expresión en la coyuntura de la crisis estructural que arrastra el dólar.

En ese orden, la situación crítica que le asiste a la economía norteamericana es calcada de la vivida en los años ochenta a nivel mundial, pues la actual situación hipotecaría, originada a menor escala a nivel de los Estados Unidos, se explica por las mismas razones estructurales de la deuda vivida por los países del Tercer Mundo en los años ochenta.

Los hechos señalan que, en los años ochenta, los bancos rebosantes de dólares incentivan el endeudamiento de los hogares norteamericanos ‘sin ton ni son’, es decir, sin parar en mientes sobre las condiciones o capacidad de pago de sus acreedores. Su política crediticia estaba incentivada por el mismo gobierno, que alentaba ese endeudamiento con el argumento que se avecinaba un proceso de reactivación económica gracias a la globalización de la economía y las políticas neoliberales, implementadas por el famoso consenso de Washington, conllevando empleo e ingresos para responder con las obligaciones financieras contraídas.

Por su causa se daba una pequeña reactivación de la economía en Norteamérica, que resulta ser una quimera de oro dominada por el boom de las tarjetas de crédito, los altos intereses, la estabilidad inflacionaria, el consumo suntuario, los celulares y los préstamos hipotecarios, en un país en donde los bienes raíces están un 40% por encima del valor real.

Los bancos, con estos préstamos, hacían su agosto, pues con los intereses compran bonos respaldados por las mismas hipotecas que negociaban con los inversionistas, ganando por todos lados. Una medida amparada supuestamente por el pago que los estadounidenses hicieran de sus deudas.

Las bajas tasas de interés no tienen consecuencias para la economía doméstica, que incentiva el consumo. No así para los inversionistas extranjeros que las ven como un ataque directo a sus bolsillos y un indicador para llevar su plata a sitios donde les paguen mejor, por ejemplo Colombia. Unas tasas de interés del 7,25% hicieron de países como Colombia objeto de la inversión extranjera directa (IED), acompañando con sus bondades la política de ‘seguridad democrática’ del gobierno del presidente Álvaro Uribe.

La crisis hipotecaria que se presenta en Norteamérica es la versión actualizada de la ‘vieja’ deuda y sus repercusiones hacen revivir, a nivel global, el fantasma de la inflación, que llega con la intención de quedarse. De esa enfermedad del dinero se responsabilizó en los años setenta a Keynes y sus políticas de bienestar, quien consideraba que un Estado, con su poder emisor, incentivaba la producción, el empleo y el consumo, manteniendo así la dinámica económica. Se afirmaba entonces que había inflación pero había empleo.

Los neoliberales combatieron a Keynes y su Estado de bienestar por ser causante de la indisciplina monetaria inflacionista y manirrota del Estado, planteando una férrea política anti inflacionista de control monetario, privatización, desmantelamiento del Estado, desempleo, baja de los salarios, inestabilidad y flexibilidad laboral, dolarización de las economías y pérdida de su soberanía sobre las decisiones de la banca central.

El fantasma renace, pero sin las bondades keynesianas, en un fenómeno denominado estanflación, resultando el remedio neoliberal peor que la enfermedad, pues ahora nos estamos quedando con el pecado y sin el género, es decir, con un futuro en donde domina nuevamente la inflación, pero sin empleo junto a la elevación crónica de los precios.

Para atacarla a nivel internacional se aventura la guerra en Iraq con el objetivo de un triunfo fácil que luego involucrara a Irán, con el cual los Estados Unidos pensaban controlar “dos tercios del petróleo en el mundo; esto hubiere permitido a América seguir escribiendo cheques sin fondo sobre papel verde durante un siglo más” (Whitney, 2007).

Para enfrentarla a nivel interno y bajarle los inventivos a las solicitudes de los créditos que acompañaban al proceso, la FED opta por aumentar las tasas de interés en 25 puntos, registrando desde entonces un aumento periódico y escalonado, que encuentra en la demanda de créditos por parte de los consumidores su punto débil, por cuanto acuden a aumentar sus préstamos antes que sigan
subiendo los intereses. La situación crítica emerge cuando aumentan las deudas y los bancos no reciben de vuelta el dinero que les deben y que ellos, a su vez, deben a los fondos.

Sucede, entonces, que el negocio de la construcción, que había impulsado esa reactivación, entra en crisis y que la economía del país comienza a estancarse, mostrando un déficit comercial de 58.200 millones de dólares y petrolero de 35.100 millones de dólares en el mes de enero de 2008, junto a la pérdida de 63 mil puestos de trabajo no agrícolas. El precio de las viviendas baja a su precio real, una quinta parte de los 36 millones de títulos de hipoteca entran en una grave situación de morosidad, obligando a los bancos a realizar 1.5 millones de ejecuciones hipotecarias, en comparación con las 950 mil realizadas entre 2005 y 2006.

Ilustra esa crisis financiera el desplome del banco Bear Stearns, adquirido por la firma JP Morgan en 263 millones de dólares, un 10% de lo que costaba el día anterior en la bolsa: unos 20 mil millones de dólares, en una operación concretada en ‘jornada no laboral’, para evitar el pánico generalizado en los mercados.

Situación que Alan Greenspan, exdirector de la Reserva Federal, considera la peor luego de la Segunda Guerra Mundial y que lleva a los expertos a considerar que la economía norteamericana ya está en recesión.

La tozudez de los hechos económicos impele el equilibrio del precio del dólar a su valor real como condición para sanear la economía norteamericana y estabilizar la economía mundial, en un proceso que si bien no significa el fin del capitalismo, sí el de la hegemonía norteamericana. Hegemonía objeto de disputa por parte de China: un país que cuenta con un sistema políticamente comunista y económicamente capitalista que, para ironía de todas las ideologías, se apuntala como el nuevo centro de la reactivación para la vigencia del capitalismo.

Para Colombia, hoy más que en ninguna otra época dependiente del destino de la política y la economía de los Estados Unidos, esa
situación indica un cambio en la política de la ‘seguridad democrática’ por una de seguridad económica y social. Política que lentamente irá mandando al olvido a los secuestrados, a las FARC, a Ingrid Betancourt y todos esos ‘afeites’ del acuerdo humanitario, para poner sobre la mesa la cruda realidad de los asuntos urgentes, tan pegados al destino de un dólar cada vez más devaluado, que arrastra en su vértigo nuestra desafortunada suerte económica y, por qué no decir, política.

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* Profesor de la Universidad Nacional y de la Escuela Superior de Administración Pública (ESAP).

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