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Junio 10 de 2008

En la ciudad de Bogotá no es extraño encontrarse con accidentes de transito, rupturas de tuberías y otras emergencias que son atendidas por los organismos de atención de la ciudad. Sin embargo, en dos épocas del año la cosa se torna de otra magnitud: cuando comienzan las acostumbradas lluvias de abril y de noviembre, que obligan a los habitantes de la ciudad a no olvidar su sombrilla en casa porque pueden ser víctimas de una tremenda lavada. Ése es el escenario de las personas que suelen caminar por el centro de la ciudad o por barrios comerciales como el Restrepo, Kennedy Centro, Venecia o Fontibón, y no es extraño ver a los que se divierten, de manera intrépida, jugando bajo la lluvia, arriesgándose a ‘pescar un resfriado’.

Sin embargo, en las zonas de periferia de la ciudad, los niños no cantan con alegría el popular canto ‘que llueva, que llueva, la vieja esta en la cueva’: la temporada de lluvias deja de ser una época normal para las familias que habitan en las laderas de la ciudad y los alrededores de importantes ríos como el Tunjuelito, el Fucha y el Bogotá, que en épocas pasadas fueron la fuente de agua para riego, limpieza  y alimentación, o el escenario de paseo de olla de fin de semana.

Hoy, ya en la primera década del siglo XXI, como consecuencia de fenómenos como el desplazamiento forzado, la pobreza y el desempleo, los cerros se han encapotado de inmensas masas de viviendas en bloque, casas prefabricadas y ranchos de material de reciclaje, transformando el verde de los bosques en grandes manchas color ladrillo y con millones de luces brillantes que se observan en las noches desde casi cualquier punto de la ciudad.

Muchos de los barrios construidos en las laderas de Bogotá fueron bosques y matorrales que, después de la deforestación, se convirtieron en canteras con una explotación en condiciones técnicas inapropiadas y que posteriormente fueron loteados por urbanizadores que, luego de afectar negativamente la montaña, han conseguido un negocio redondo al entregar promesas de compraventa a incautos que se ‘levantaron unos pesitos’ para poder tener un pedacito de tierra donde echar raíces y meter la cabeza. Ésta es la historia de poblamiento de cientos de barrios de la ciudad como Jerusalem, Altos de la Estancia, Caracolí, Danubio Azul y Las Colinas, en el sur, y Codito, Cerro Norte y Santa Cecilia en el norte, por mencionar algunos casos.

Cientos de fuentes naturales de agua en Bogotá han perdido sus condiciones y propiedades naturales: las que no se han secado se ven, sienten y huelen como verdaderos alcantarillados de aguas negras a cielo abierto. Sobre ellas también se encuentran interminables hileras de viviendas que se acercan cada día mas a la orilla, dejando sobre ellas los productos de la producción y superviviencia del ser humano. De los humedales, considerados como esponjas naturales, pocos quedan, pues éstos se han rellenado para construir barrios, especialmente de viviendas de interés social.

La necesidad de suelo barato donde construir ha arrojado como resultado la alteración de los accidentes geográficos de la ciudad y el consecuente deterioro casi total del entorno natural capitalino. Cada época de lluvias se convierte en tiempo de angustia para las comunidades, que se ven en riesgo como consecuencia de una urbanización no controlada y no planificada resultante de las condiciones de pobreza a las que se ven sometidas. Además de que estos asentamientos humanos padecen problemas cotidianos de
seguridad alimentaria, quebrantos de salud y carencia de educación, la población se enfrenta a condiciones aún más indignas porque se inundaron, se les vino el cerro, se les cayó la casa y perdieron su muebles y enseres.

Y, para colmo de males, la tierra se mueve y el pánico inmediato del sismo del 24 de mayo, que muy fuerte se sintió en Bogotá, se convierte en prolongada angustia al ver como sus viviendas se terminan de caer, deben ser demolidas o las grietas empiezan a deteriorar el producto de sus arduos esfuerzos por construir nuevos muros y placas de concreto en la casita.

Pero, en está ciudad, ¿quien puede pagar un seguro que cubra los daños que deja un terremoto, una inundación, una avalancha o un derrumbe? No son precisamente aquellos que, indiscriminadamente, se han visto obligados a poblar las laderas y las riveras de los ríos, al contrario, los que más se pueden ver afectados y que pueden perderlo todo, deben gastar sus bajos ingresos en cubrir muy modestamente necesidades básicas, como la alimentación, pues, en muchos casos, ni siquiera alcanzan para cubrir las de salud, vestido, recreación, educación y, sobre todo, una vivienda de óptimas condiciones.

La tensión se agudiza cuando se sabe que el planeta se enfrenta a uno de los fenómenos más humanos y perversos: el calentamiento global, que ha producido o reforzado fenómenos como el de La Niña, el ciclón Narguiz, el tsunami de Asia, las inundaciones en varios países e, incluso, en el territorio colombiano. El hecho es que, en varias ocasiones, se han desbordado los ríos Bogotá y Tunjuelito, y que, en muchas otras, la alerta naranja ha atemorizado a las entidades y a la comunidad, estando a punto de arrasar barrios de las localidades de la periferia, como Ciudad Bolívar, Tunjuelito, Bosa, Kennedy, Suba, Engativá y Fontibón.

Tampoco debemos desconocer uno de los problemas mas complicados del país: que los recursos que deberian invertirse en el mejoramiento de la capacidad de la comunidad y de las administraciones locales para recuperarse de los desastres se destinan a reforzar la Fuerza Pública y la compra de armas, fortaleciendo la ‘seguridad democrática’. Recursos faltan para mejorar las viviendas, reubicar a los habitantes de las laderas y los ríos, recuperar los recursos naturales, fortalecer programas de educación a las comunidades para que el impacto de los fenómenos naturales no sea un desastre de gran magnitud, que repercuta en el empeoramiento de las condiciones de la población.

Queda entonces la pregunta clave: ¿fue un desastre natural?

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