En Colombia las Fuerzas Militares mantienen un poder casi ilimitado - Foto: Oneris Daniel Rico García

En Colombia las Fuerzas Militares mantienen un poder casi ilimitado - Foto: Oneris Daniel Rico García

Por: Juan Diego García – abril 15 de 2014

El presidente colombiano enfrenta grandes retos, tanto ahora para adelantar un acuerdo con la insurgencia, como en el futuro para consolidar el proceso de paz.

Ante todo, y de forma urgente, Santos debe neutralizar el sabotaje permanente de la extrema derecha que obstaculiza el proceso y en el futuro entorpecería las reformas que se acuerden en La Habana. Y esto urge porque la oposición derechista anida en el seno mismo del gobierno y se extiende como una amenaza permanente en la bancada parlamentaria que le apoya, no por una identificación ideológica con el presidente sino como resultado de una práctica corrupta conocida como la ‘mermelada’, mediante la cual se distribuyen prebendas, ayudas y favores personales a cambio del voto favorable para las propuestas gubernamentales.

Los más suspicaces agregan que Santos debería empezar por el reto más importante que enfrenta, su propia indecisión, y hacer de veras una política de paz acorde con sus declaraciones, sobre todo ahora cuando aparece favorecido por la opinión nacional e internacional.

Pero la extrema derecha también está en los cuarteles de los cuales Santos no se puede fiar. No puede hacerlo de forma clara y contundente, como sería necesario para adelantar un proceso de paz. Aquí no hay golpes militares pero los uniformados mandan y lo hacen en una medida mucho mayor que en otras naciones del entorno, tan acostumbradas a los golpes de Estado. Con un Ejército gigantesco de casi medio millón de efectivos, el armamento más moderno de la región, un presupuesto desmesurado, amparados por una impunidad casi total y, además, con el apadrinamiento del Pentágono los militares colombianos funcionan en realidad como un ente independiente del gobierno, un verdadero Estado dentro del Estado, al tiempo que son una pieza clave de la estrategia de Estados Unidos en el continente. Ellos actúan, de hecho, como tropas ocupantes de su propio país e instrumentos de una potencia extranjera, tal como revela un reciente artículo del Washington Post que da a conocer el verdadero rol de Estados Unidos en el desarrollo de la guerra contra la insurgencia, camuflada como ‘guerra contra las drogas.

Es de suponer, entonces, que en el caso de que Santos tuviera en verdad el propósito de desmantelar el paramilitarismo –muchos lo ponen en duda y no les faltan razones– no cuente con el apoyo de los militares. Es evidente la actitud cómplice de los cuarteles frente a la actividad criminal de estos grupos, tan o más activos que antes de su supuesta ‘desmovilización’. Tampoco es posible negar el papel directo de las tropas en la guerra sucia, que es una estrategia de Estado y no la conducta desviada de algunos individuos como afirma la versión oficial.

Santos ha sido uno de los constructores de esta estrategia; él y los anteriores gobiernos ha hecho uso de ella, ya sea disminuyéndola o intensificándola, condenándola o promoviéndola a conveniencia. Desde el Estado se permitió y se fomentó tanto la independencia de los militares respecto del gobierno como su vínculo espurio con los Estados Unidos. Santos ha sido un personaje clave en ambos casos y no lo tendrá fácil para enderezar el entuerto.

En este contexto, no sorprende tampoco que, a contracorriente del discurso oficial por la paz, las instituciones del Estado persistan en la violación sistemática de derechos humanos y mantengan la represión como la respuesta permanente a los conflictos. Todo ello es el resultado natural de la aplicación fervorosa de la doctrina de la ‘seguridad nacional’ y del ‘enemigo interno’. Éste es el entramado institucional mediante el cual Santos debe gestionar el proceso de paz y su posterior consolidación. En realidad, la imagen de las instituciones colombianas es bastante negativa: corrupción generalizada, enorme ineficacia y unas estructuras raquíticas que –menos los cuerpos represivos– encarnan de forma perfecta el ‘Estado anoréxico’ del ideario neoliberal.

Normal, entonces, que un Estado que apenas preste servicios públicos se muestre tan diligente en la represión. No cesan las bajas de civiles presentados como guerrilleros muertos en combate –muchas veces en represalia contra la población por su supuesto o real apoyo a los insurgentes– ni los llamados ‘falsos positivos judiciales’ que encarcelan activistas y personalidades de la oposición con burdos montajes, pruebas manipuladas, testigos falsos o argumentos tan siniestros como el sostenido recientemente por una fiscal en el juicio a un distinguido académico, acusado de rebelión: “El acusado no ha portado armas pero sostiene ideas muy peligrosas”. Según el funcionario, el profesor universitario había conspirado en Buenos Aires con el premio nobel de la paz Adolfo Peŕez Ezquivel para organizar la toma del poder por parte de las FARC. Si no fuera por lo dramático de las circunstancias el ‘argumento’ movería a risa.

¿Con estos apoyos políticos, con estos militares y con este aparato judicial piensa Santos avanzar en un proceso de paz? La cuestión resulta muy inquietante no sólo para los guerrilleros que desean firmar la paz sino para cualquiera que opte por la oposición civil al régimen o simplemente reivindique algún derecho. Así se lo ha manifestado al propio Santos la exsenadora y dirigente popular Piedad Córdoba en reciente visita a la sede presidencial, ya que las bandas paramilitares –tanto o más activas que antes– asesinan, amenazan y agreden a lo largo y ancho del país en particular contra los activistas de la Marcha Patriótica –más de treinta asesinatos de sus miembros en 2013–. La lista de muertos y desaparecidos ya comienza a traer a la memoria los momentos más duros de la guerra sucia durante el mandato de Uribe Vélez o el exterminio de la Unión Patriótica que ha costado la vida a más de cinco mil de sus activistas y dirigentes.

La respuesta del Ejecutivo es la de siempre y existen muchos motivos para no darle credibilidad: ‘se investigará a fondo’, ‘se dispondrán las necesarias medidas de protección’, etc. Las palabras no se traducen en medidas efectivas. ¿Es que el gobierno no tiene la información precisa –y sobre todo la voluntad– que le permita actuar con la contundencia que el caso amerita? Resulta paradójico que mientras las autoridades destacan los golpes dados a la insurgencia con la exposición patológica de cadáveres y prisioneros, apenas pueda señalar acciones similares contra unos paramilitares que no están refugiados en las selvas profundas –donde supuestamente está la guerrilla– sino que se pasean impunemente por pueblos y ciudades ante la mirada complaciente de tantas autoridades. En efecto, se podría argüir que el gobierno no puede o, sencillamente, no quiere.

En realidad, Santos tiene que poder si espera que se dé validez a sus palabras. No es tarea fácil, dadas las circunstancias, pero todo indica que el presidente necesita imponer un giro radical en su política y decantarse verdaderamente por la paz.

Además de sus dificultades con la extrema derecha, el militarismo y la derecha activa en sus propias filas, Santos debe satisfacer la pretensiones de Washington, dada la especial relación de dependencia del país con respecto a los Estados Unidos.

Ellos deciden sobre asuntos centrales del conflicto armado y no van a permitir fácilmente que se les excluya o relegue a un segundo plano. Ante todo, los estadounidenses buscarán que el fin de las hostilidades no suponga perder aquí todas las ventajas militares de las que hoy gozan. De todas formas y a pesar de lo limitante que resulta esta dependencia, Santos tiene un cierto margen de autonomía y es posible, y sobre todo necesario, que como garantía para la paz se comience a generar una relación diferente con la potencia del norte.

Si cesa el conflicto armado no serán necesarios los miles de militares y de mercenarios extranjeros que ahora juegan un papel clave en las operaciones. Sería la ocasión para disminuir también otros elementos claves de esa dependencia que convierten al país en base estratégica de una potencia imperialista –y al parecer de la OTAN–.

Es probable que Santos no pueda hacer demasiado en esa dirección, pero a mediano y largo plazo ése es un objetivo irrenunciable para el país, aunque sólo sea porque los cambios en la inestable situación mundial así lo imponen. Un avance significativo de la integración regional aumenta también ese margen para negociar una dependencia menos vergonzosa, aunque no es realista pensar que la firma de un tratado de paz con la insurgencia signifique el fin inmediato de la misma.

Negar rotundamente ese margen de maniobra del gobierno puede conducir a posiciones delirantes, como aquellas que proponen ignorar a Santos y negociar directamente con el imperialismo, es decir, ‘hablar directamente con el señor y no perder el tiempo con su sirviente’. Resulta también bastante ingenuo olvidarse del factor externo y pensar que Colombia ejerce plenamente su autonomía. Los Estados Unidos permanecerán aquí aún por un periodo considerable con sus tropas, sus armas y su tecnología militar, operando desde territorio colombiano y, por supuesto, espiando e interviniendo abiertamente en los asuntos locales. Sólo un proceso de profundas transformaciones políticas en el futuro inmediato llevará al establecimiento de unas relaciones normales. El proceso de paz debe ser un paso positivo en esa dirección.

Empezar por prescindir inmediatamente de los miles de mercenarios estadounidenses, israelíes, españoles, británicos y demás, que campean a sus anchas por el territorio nacional y no precisamente para promover la paz entre los colombianos, sería una señal muy positiva de los verdaderos propósitos que abriga el gobierno, pero lo es aún más que Santos desmantele el engendro paramilitar y ponga coto cuanto antes al esperpento de un aparato de ‘justicia’ que funciona de hecho como una pieza clave de la guerra sucia.

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