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Por: Francisco Galindo Hernández* – julio 7 de 2009

Hace 30 años triunfó la revolución islámica gracias, en parte, a las protestas llevadas a cabo por la población estudiantil iraní. En los sucesos actuales, los mismos estudiantes cuentan con ventajas que no tenían sus antecesores: Internet, las redes sociales y los teléfonos celulares.

A finales de 1978, la población iraní inició una serie de protestas callejeras que culminaron con el exilio del Sha, Mohammad Reza Pahlevi, en Egipto. Era el fin de un régimen que había logrado mantenerse en el poder gracias a la represiva acción de la policía política –Savak– y al apoyo económico y militar que le prestaron diferentes gobiernos de Estados Unidos, desde 1953. El gobierno, que había experimentado algunos avances en materia económica luego de una bonanza petrolera sin precedentes, gracias a la crisis de 1973, permaneció distanciado de los problemas reales de la sociedad y fue incapaz de observar los cambios que se habían producido a lo largo de los años 60 y 70 dentro de la juventud iraní. Sin duda, se trataba de otra generación, que había tenido un mejor –aunque no óptimo– acceso a la educación y que ahora protestaba contra un régimen que consideraba despótico y carente de legitimidad.

En contraposición a la figura occidental del Sha estaba el clérigo Ruhollah Khomeini, líder religioso que propugnaba por poner freno a la occidentalización del país y cuyo discurso caló hondo en una juventud cansada de la represión, la corrupción y la falta de oportunidades. Khomeini, exiliado por cuenta del Sha desde 1963, instaba a la población iraní a rebelarse en contra del mandatario que, a su juicio, había corrompido la nación al permitir la entrada de los extranjeros, el enriquecimiento exagerado de sólo una fracción de la población y dejar de lado principios de la Sharia, o ley islámica, especialmente en lo que hacía referencia a la libertad de las mujeres. La revolución triunfó en 1979, gracias a las movilizaciones generales de la población y, especialmente, a aquellas que llevaron a cabo los estudiantes universitarios de Teherán. En adelante, esta juventud revolucionaria fue incorporándose poco a los estamentos del nuevo régimen –como en el caso de los bassiyis, verdaderos cuerpos paramilitares al servicio del gobierno– y le dieron paso a nuevas generaciones, mucho más liberales que sus padres y con menos interés en el Islam y sus preceptos.

El pasado 12 de junio, los iraníes acudieron a las urnas para decidir quién gobernaría el país. Mahmud Ahmadineyad, presidente desde 2005, es conocido por su conservadurismo y sus polémicas declaraciones frente a temas tan espinosos como el Holocausto Judío, la existencia del Estado de Israel, las relaciones con Estados Unidos, la homosexualidad y el programa nuclear iraní. Identificado con la línea dura clerical, el gobierno de Ahmadineyad ha extremado los controles sobre la población, especialmente en lo que tiene que ver con la observancia de la ley islámica.

De otra parte, Hossein Mousavi, arquitecto de la Universidad de Teherán y exprimer ministro en los primeros años de la revolución, estableció sus propuestas electorales sobre la base de un acercamiento con Occidente y el establecimiento de un gobierno más tecnocrático y menos autoritario en cuestiones religiosas. Al terminar la jornada electoral, Ahmadineyad había conseguido unos 24,5 millones de votos (casi el 63% del total), lo que lo convirtió nuevamente en presidente del país.

Encuestas previas a las elecciones preveían una segunda vuelta, por lo que las noticias de la contundente victoria de Ahmadineyad causaron malestar y desconcierto dentro de los seguidores de Mousavi, quienes acusaron al gobierno de haber cometido fraude en el proceso electoral. Desde el 13 hasta el 20 de junio, las protestas fueron creciendo en la medida en que el gobierno restó importancia a las denuncias e insinuó que las mismas estaban siendo patrocinadas desde el exterior, concretamente por parte de la CIA estadounidense.

Las protestas de 1979 y 2009 se parecen y se diferencian entre sí por varios factores. Ayer y hoy, los manifestantes son jóvenes, estudiantes de secundaria y universitarios, que pueden votar desde los 15 años y están inconformes con el régimen y con la escasa libertad que pueden ejercer en sus vidas, especialmente las mujeres. Sin embargo, las diferencias entre ambas generaciones son evidentes. La nueva juventud iraní manifiesta una abierta apatía por las cosas que a sus predecesores les parecieron importantes y urgentes: el islam, la revolución, la caída del Sha.

Los jóvenes iraníes del siglo XXI se preocupan por cosas más triviales, pero que cada vez más cobran importancia a la luz del control por parte de las autoridades religiosas. Muchos de ellos son arrestados por teñir su cabello o llevar un corte de pelo diferente al de la mayoría. Las jovencitas deben soportar con frecuencia retenciones e interrogatorios por llevar pintadas las uñas, cargar un espejo en su bolso o entablar una conversación con un muchacho en la calle. Estas restricciones han provocado un rechazo silencioso de los jóvenes. Muchos de ellos reinciden en conductas bochornosas para sus padres, como ingerir alcohol –cuestión estrictamente prohibida en el país–, acceder a páginas pornográficas o usar ropa llamativa, al estilo occidental. Cuando una falta así se descubre, los avergonzados padres deben acudir a la policía, recibir un agrio llamado de atención y pagar una multa. Los casos reincidentes han aumentado de tal forma, que las medidas actuales, de arresto y llamado de los padres, están dejando de ser efectivas.

Quienes rechazan las leyes religiosas y su asfixiante control sobre la vida cotidiana son, en su gran mayoría, seguidores de Mousavi. La propuesta de flexibilizar –no suprimir– algunas de estas normas, atrajo a los jóvenes. Cuando la noticia del supuesto fraude comenzó a circular y las cadenas de noticias internacionales no pudieron seguir trasmitiendo lo que estaba sucediendo, los manifestantes echaron mano de un recurso que sus predecesores, los de la revolución de 1979, no tenían: Internet, las redes sociales y los teléfonos celulares.

En los días siguientes a los comicios, y a raíz de los desórdenes que provocaron la publicación de los resultados, el gobierno iraní cerró cualquier comunicación de las cadenas extranjeras de noticias. Pero con lo que no contaban o, tal vez como le sucedió al Sha, lo que no quisieron ver los funcionarios gubernamentales es que la sociedad había cambiado: una vez que dejaron de funcionar los canales corrientes de comunicación, la Internet comenzó a llenarse de videos grabados desde teléfonos celulares; decenas de blogs fueron creados y comenzaron a enviar imágenes de la represión policial en las calles de Teherán; redes sociales electrónicas, como Facebook, y medios de envío masivo de mensajes, como Twitter, se encargaron de colgar en el ciberespacio imágenes de las autoridades iraníes que pondrían a temblar al más liberal de los gobiernos europeos.

Los tiempos cambian y las sociedades lo hacen en una medida más o menos similar. Las generaciones actuales, no sólo en Irán sino casi en cualquier parte del mundo, tienen acceso y hacen uso sofisticado de las redes electrónicas. Era casi imposible controlar a 23 millones de iraníes que tienen acceso a internet y a casi 45 millones que poseen un teléfono celular. Eso debían saberlo las autoridades, de hecho, la campaña electoral de Mousavi y Ahmadineyad se hizo en parte a través de mensajes de texto SMS, una innovación clara en un país en donde la gente estaba acostumbrada al proselitismo hecho a través de altavoces.

Si los líderes iraníes, desde Khomeini hasta Ahmadineyad, pasando por los Guardianes de la Revolución, pensaron que, para acallar una situación tan grave como la presentada tras los comicios electorales, bastaba con la clausura de los medios tradicionales de comunicación, estaban equivocados. Definitivamente, no contaron con la red.

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* Historiador y candidato a Magíster en Historia de la Universidad Nacional de Colombia.

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