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Por: Rebeca Buendía* – agosto 18 de 2009

El día de ayer me senté a ojear el periódico y en primera plana encontré con preocupación una noticia que anunciaba la crítica situación de inseguridad en 25 departamentos del país. Leyendo más allá del titular, encontré una lista de indicadores por los cuales se podría inferir que tan aguda situación obedece a la reaparición y rearme de grupos paramilitares en diferentes lugares del país, convertidos en bandas que extorsionan, trafican y ejercen otro tipo de actividades delincuenciales, aprovechando sus antiguos aprendizajes en grupos de autodefensas.

Desde los medios, la caracterización que se ha dado a la guerra colombiana de este siglo está marcada por la reducción de las acciones armadas y por una derrota inminente de las fuerzas insurgentes, a la vez que se insiste en que el ascenso del presidente Uribe y su ‘política de seguridad democrática’ devinieron en una etapa donde se fortalecen las instituciones estatales, principalmente la armada, y donde el fin del conflicto armado vendrá de la derrota militar de los insurgentes, profundizando la guerra, la entrega voluntaria de grupos o individuos que han hecho parte de las guerrillas a cambio de recompensas y prebendas, y la organización de redes de cooperantes con desmovilizados y población civil.

En la opinión pública ha quedado la sensación de que ha terminado la guerra y de que sólo falta con los ya debilitados grupos al margen de la ley. Además, la masiva desmovilización de paramilitares de las AUC daría a Uribe Vélez el argumento de optar por una política de búsqueda de paz. Según fuentes oficiales, se han desmovilizado por lo menos 50.000 personas, de manera grupal e individual, de las cuales por lo menos el 76% provienen de grupos paramilitares, el 19% de las FARC y el 8% del ELN.

Como se puede ver, el grueso de los desmovilizados proviene de los grupos paramilitares, que han sido presentados con gran optimismo como uno de los principales logros de la aplicación de la ‘política de seguridad democrática’.

Sin embargo, uno de los más sonados cuestionamientos a dichos procesos ha surgido de las organizaciones de víctimas, quienes han señalado que no ofrecen una salida real al conflicto armado en Colombia, más cuando se denunciaba que la Ley de Justicia y Paz no incluía concretos procesos de reparación y mucho menos una política sostenible que impidiera trasladar los problemas en lugar de solucionarlos. Parece que, con el pasar el de los años, el gobierno en la práctica da la razón a los que ya hace menos de una década anunciaban el fracaso de la desmovilización de los paramilitares: los subsidios prometidos inicialmente para la desmovilización, con el supuesto objetivo de reincorporarlos a la vida civil a cambio de servir de soplones, no alcanzaron a cumplir con sus necesidades concretas, teniendo que enfrentarse a una realidad de desempleo y condiciones difíciles para conseguir lo del día a día.

Junto a la difícil situación y a la costumbre de generar unos ingresos de manera rápida y fácil, lo que se suma a que nunca se desarticularon totalmente las estructuras armadas, se está produciendo uno de los fenómenos de violencia más temidos en toda la historia de Colombia: bandas organizadas, con experiencia, sin escrúpulos y con costumbre del poder que dan las armas hoy se convierten en una nueva oleada paramilitar. Según la Policía Nacional, se calcula que estas organizaciones agrupan entre 4.000 y 10.000 combatientes, en unas 82 bandas emergentes dedicadas al narcotráfico, extorsión, secuestros, robo de tierras, reclutamiento de menores de edad, sicariato y, en general, actividades delincuenciales a lo largo y ancho del país. Sombríos resultados éstos, que demuestran que la política de Uribe es más bien de inseguridad autocrática y que todo este rearme se veía venir.

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