Por: Juan Hernández Zubizarreta y Pedro Ramiro* – septiembre 24 de 2009
Con la difusión de dos informes elaborados por el relator de la ONU para los derechos humanos, Martin Scheinin, y por el relator para la tortura, Manfred Nowak, se ha puesto de nuevo sobre la mesa la pertinencia de instaurar una Corte Mundial para los Derechos Humanos en la que puedan juzgarse los abusos cometidos por las grandes corporaciones.
Este debate viene de lejos: ya en los 70 tuvo lugar en el seno de la ONU una discusión sobre la firma de unas normas internacionales que regulasen las operaciones de las transnacionales. Pero, a lo largo de los años 80 y, sobre todo, de los 90, las presiones empresariales hicieron que se fuera desactivando la posibilidad de exigir una normativa vinculante al respecto.
Impulsado por las escuelas de negocios y las propias compañías multinacionales, fue ganando peso el discurso de la Responsabilidad Social Corporativa (RSC), un paradigma de gestión empresarial basado en la autorregulación, la unilateralidad y la no exigibilidad jurídica, y la creación del Global Compact (Pacto Mundial) –cuyo objetivo, según Kofi Annan en su lanzamiento en Davos hace diez años, era tejer una “alianza creativa entre la ONU y el sector privado”–, lo que supuso el aldabonazo definitivo para dar por buena toda esta evolución desde la lógica de la obligatoriedad hacia la filosofía de la voluntariedad.
Derechos humanos
Con tales antecedentes no parece fácil que pueda cuajar una propuesta de este tipo. En enero de 2009, la ONU dejaba claro, por boca de su secretario general, el camino a seguir: “nuestro tiempo exige una nueva constelación en la cooperación internacional: gobiernos, sociedad civil y sector privado trabajando juntos en pro de un bien colectivo mundial”, decía Ban Ki-moon.
Eso sí, quizás sea posible que la idea de crear una Corte Mundial para los DDHH signifique un cambio de tendencia en la ONU: “de repente, el viento sopla en dirección distinta y las cosas se mueven deprisa. Hay que estar preparados y aprovechar el momento”, afirma Scheinin.
Ahora que, para ello, tendría que modificarse la postura del actual representante especial para DDHH y Transnacionales de la ONU. En ese sentido, la posición de John Ruggie, que vino apostando en sus informes de 2006 y 2007 por el Global Compact como la vía más eficaz y realista para el control de las multinacionales, ha variado en los últimos tiempos: ahora considera que las prácticas de las transnacionales afectan todos los DDHH y que las medidas tomadas por los Estados para proteger a la ciudadanía son insuficientes.
Desde el punto de vista de los movimientos sociales es positivo que este debate pueda ser incluido en la agenda pública. No tiene sentido que, por un lado, los derechos de las grandes corporaciones se protejan mediante la fuerza de la ley mercante, mientras que, por otro, sus obligaciones a nivel ambiental, laboral y social se dejan en manos de la ética. Por eso, la creación de un código normativo internacional que delimite las responsabilidades legales de las multinacionales, junto con la puesta en marcha de un tribunal internacional de transnacionales y de un centro de estudios y análisis sobre multinacionales en la ONU, constituyen una reivindicación impostergable.
Algunas empresas en el punto de mira son REPSOL YPF, que ha sido acusada de operar en 17 resguardos indígenas en Bolivia, de contaminar el territorio mapuche en Argentina y el Parque Nacional Yasuni en Ecuador, así como de violar derechos humanos en Colombia.
Algo similar ocurre con Unión Fenosa: se ha visto muy cuestionada por la mala prestación del servicio eléctrico, que incluye apagones, alzas de tarifas, falta de mantenimiento, etc., en Nicaragua, Guatemala y Colombia. ENDESA se ha enfrentado a diferentes movilizaciones y denuncias por la construcción de sendas centrales hidroeléctricas en el alto Bio-Bio y en Aysén, ambas en Chile.
También el Banco Santander está siendo duramente criticado por financiar varias represas en el río Madera, en Brasil. El BBVA, por su parte, ha sido denunciado por financiar, entre otros, el proyecto gasífero de Camisea (Perú) y el Oleoducto de Crudos Pesados (Ecuador), proyectos muy agresivos social y ambientalmente.
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* Publicado originalmente por Agencia de Noticias Prensa Ecuménica.
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