Por: Juan Diego García –
La crisis actual de la Unión Europea ha sido sin duda el tema central de la pasada reunión de gobernantes en Roma, celebrada para conmemorar los 60 años de existencia de este bloque de países del Viejo Continente. Las declaraciones y el mismo llamado del Papa Francisco no consiguen superar el formalismo y el umbral de las buenas intenciones que, en su conjunto, no hacen más que poner de manifiesto que ante la gravedad de la situación nadie tiene soluciones realistas. La manifestación de sectores populares que exigían un retorno a los ideales que permitieron el surgimiento de la Unión es el único factor de optimismo, si bien moderado en extremo, ante el clamor de tantas fuerzas de la extrema derecha y del nacionalismo excluyente que exigen su disolución.
La crisis no es solo económica, aunque los efectos perniciosos de las políticas neoliberales sí están en la base de la misma. Desde que se impuso en Europa la política neoliberal todos los acuerdos llevan irremediablemente al desmonte de las diversas formas de Estado del bienestar que, después sobre todo de la Segunda Guerra Mundial, han permito a las mayorías sociales de estos países un nivel de vida y de derechos civiles y sociales que nunca antes se había conocido. Terminó predominando la llamada ‘Europa de los banqueros’ en contraposición de la ‘Europa de los pueblos’. Los drásticos recortes en todas las esferas de la vida diaria, el llamado austericidio, han ganado terreno en todos los países del Viejo Continente como resultado del abandono clamoroso de sus respectivos idearios por parte de las dos grandes corrientes políticas: la socialdemócrata y la socialcristiana. Ambas han claudicado, cada una a su manera, ante los planteamientos neoliberales o, lo que viene a ser lo mismo, ante las exigencias del gran capital financiero y especulativo.
No sorprende que, guardando las diferencias necesarias dado el grado de desarrollo de cada país, se registren formas muy similares de reducción drástica del gasto social, disminución considerable de la participación del trabajo en la tarta de la riqueza -y aumento desmesurado y correspondiente de los beneficios del capital-, incremento del desempleo y una tendencia peligrosa a la generalización del empleo precario, sistema de pensión en riesgo -en unos países con creciente envejecimiento poblacional- y, en general, de desmantelamiento de los sistemas tradicionales de protección, de seguridades básicas que son los mecanismos modernos que permiten el equilibrio social, la confianza en el futuro y el convencimiento en los beneficios de la solidaridad como práctica social generalizada. De tantas formas, estas políticas neoliberales aplicadas en las décadas anteriores están ‘americanizando’ a Europa, al menos en los países que apostaron con entusiasmo por un capitalismo sometido a moderaciones y controles luego de la experiencia dolorosa del fascismo y la guerra -a la vez que antídoto para neutralizar la influencia de un movimiento comunista en ascenso por ese entonces-.
En este contexto, no debe, entonces, extrañar que el desmonte del Estado del bienestar en sus fundamentos económicos produzca también efectos perniciosos en la vida política y social del continente. No debe sorprender que el supuesto paraíso neoliberal, finalmente convertido en un infierno para sectores importantes de la población y en amenaza para el resto, condicione de diversas maneras la vida política cotidiana y que buena parte de la ciudadanía perciba que las autoridades máximas de la Unión Europea son tan responsables como sus políticos nacionales -si no mucho más responsables-.
Si el modelo sobre el cual se impulsó originariamente la Unión Europea se abandona y en su lugar se impone otro diferente que produce resultados tan nefastos para sectores amplios de la población es normal que aumente el rechazo a la Unión, tanto desde la izquierda como desde la derecha extrema que aprovecha la ocasión para impulsar el nacionalismo más agresivo, acompañado de xenofobia y hasta de un racismo que en tantos aspectos recuerda las banderas siniestras de otras épocas.
Los intentos de introducir algunos matices al proyecto neoliberal por parte de conservadores y socialdemócratas -ambas, las fuerzas políticamente mayoritarias hasta hoy- no parecen cambiar la tendencia más o menos general de desgaste de esos partidos, que controlan los gobiernos locales y las instituciones de la Unión Europea. Son intentos fallidos ante el empuje de la extrema derecha en Francia, Alemania, Holanda, Italia, Grecia, Austria y Reino Unido, para citar solo los casos más relevantes, y de forma clamorosa y hasta esperpéntica en tantos países del antiguo bloque socialista del este del continente, con especial manifestación en Hungría y Polonia y en una Ucrania candidata a ser miembro de la Unión y gobernada ahora mismo por un partido abiertamente nazi.
Los partidos mayoritarios -socialdemócratas, conservadores y liberales- aparecen desgastados y en retroceso, las fuerzas de la extrema derecha están en ascenso y las tendencias de renovación de la socialdemocracia y otras fuerzas reformistas, aunque en auge, son aún minoritarias. Este sería, entonces, un panorama político caracterizado sobre todo por la incertidumbre.
En tales condiciones, cualquier cosa puede acontecer y el futuro no es halagüeño para la Unión Europea. Los movimientos nacionalistas renacen con brío y recelan de cualquier forma de cesión de soberanía a poderes centrales y aparecen claramente identificados con la derecha. A la izquierda, por tradición mucho menos adherida a los prejuicios nacionalistas, crece igualmente la oposición al modelo vigente aunque por motivos bien distintos: algunos grupos consideran que resulta imposible reformar la actual Unión Europea y, en consecuencia, proponen la salida; otros sí desean permanecer, pero para retornar al ideal originario del proyecto, para volver a la Europa de los pueblos, de la solidaridad interregional, de la paz y de la cooperación internacional.
Por su parte, el nacionalismo de la extrema derecha apuesta abiertamente por la disolución de la Unión Europea, aprovechando el descontento entre tantos sectores -populares, sobre todo- ante los resultados concretos que para ellos tiene esta Unión Europea de mercaderes y banqueros. Como en el fascismo clásico, envenenan la vida diaria y enervan los ánimos de una población golpeada por la crisis fomentando el racismo y la xenofobia y utilizando el viejo mecanismo del chivo expiatorio al que se hace responsable de todos los males: los judíos y comunistas de ayer son ahora los árabes, los africanos y los inmigrantes en general, por supuesto, siempre que sean pobres.
La atmósfera social y cultural que se respira en el Viejo Continente corresponde bien a la crisis económica y política. Los casos de corrupción ya no son una excepción -la alegada ‘manzana podrida en el impoluto cesto de las instituciones’- sino lo cotidiano aún en países en los cuales el fenómeno parecía superado plenamente. En realidad, solo las sociedades nórdicas parecen aún más o menos inmunes a este mal que tanto deteriora al sistema y, sobre todo, que tanta legitimidad resta al Estado de derecho. Los escándalos son diarios y cunden por doquier: candidatos a los más altos cargos del Estado, políticos en ejercicio, altos funcionarios, jueces y policías sometidos a procesos por corrupción y malos manejos que ya no sorprenden a nadie.
Una institución como el Fondo Monetario Internacional ha registrado un escándalo tras otro. Ya no es solo que se la identifique como la responsable principal del impulso de las políticas económicas más dañinas para la economía mundial -en buena medida, precisamente, como las causantes de la crisis actual o al menos de la forma tan dramática en que se produce- sino que su actual presidenta y los dos presidentes anteriores están asociados a asuntos turbios, a comportamientos abiertamente ilegales.
No sorprende, entonces, que con tales partidos y con tales políticos el sistema pierda legitimidad y que solo una enorme ingenuidad permita pensar que tales protagonistas tienen la capacidad -y la voluntad- de sacar a sus países del marasmo actual y, menos aún, de salvar el proyecto de unidad europea, ahora en tan profunda crisis. La salida del Reino Unido solo es el principio. Los procesos separatistas en España –Cataluña y probablemente también Euskadi– o la posible victoria de la extrema derecha en Francia ensombrecen aún más el panorama. El aviso que dio Grecia en el pasado reciente se vuelve ya una riesgo enorme que puede reducir la Unión Europea a un par de países ricos en cuya periferia se mantendrían algunos ‘asociados’ -¿es ese el objetivo real de la propuesta de ‘una Europa de dos velocidades’?-. En el peor de los escenarios se podría pensar, inclusive, en la extinción del proyecto que en su día se asoció a la paz recién conquistada tras la Segunda Guerra Mundial, al pacto entre capital y trabajo, y al Estado del bienestar como solución a las crisis del sistema.
A todo esto habría que agregar la apuesta bélica de los principales miembros de la Unión Europea marchando al lado -mejor, a la cola- de los Estados Unidos en sus aventuras militares, a su activo compromiso en las guerras en curso, al distanciamiento europeo de Rusia que en nada beneficia sus intereses y, en la práctica, a su manera de convertir el Viejo Continente en una potencia de segundo orden, precisamente cuando el poder omnímodo de los Estados Unidos declina sin remedio y el panorama internacional aconsejaría explorar otros caminos de cooperación en función de los intereses propios. Nunca se consiguió que la Unión Europea tuviera realmente una política exterior común. En tales condiciones, era casi natural que militarmente se acabara jugando el rol de ‘fuerza secundaria’ del imperialismo estadounidense, otra forma de enterrar el objetivo inicial de los impulsores de la Unión de convertir a Europa en zona de paz y garantía de estabilidad mundial.
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