Por: Juan Diego García – diciembre 1 de 2011
Tanto en Chile como en Colombia, las recientes protestas estudiantiles tienen en común su enorme preocupación no sólo por la naturaleza democrática o elitista de la educación sino, fundamentalmente, por la función misma del sistema educativo como elemento decisivo en la construcción de un orden social nuevo, moderno, democrático y que permita un ejercicio efectivo de la soberanía como Estados y su existencia real como naciones.
Buena parte de las reivindicaciones del estudiantado se refieren a la financiación, sobre todo si se trata de las universidades públicas que se suponen gratuitas y a las cuales se pretende que tengan acceso las clases laboriosas, cuyos menguados ingresos no les permiten financiar una educación superior para sus hijos. El nacimiento y extensión de centros universitarios gratuitos o a muy bajos precios ha sido resultado de medidas políticas de gobiernos progresistas que, de esta forma, rompieron el cerrado círculo de una formación universitaria destinada tan sólo a reducidos grupos oligárquicos, muchos de los cuales han estado casi desde la época colonial bajo la dura férula de una Iglesia Católica por lo general tradicionalista, retardataria y profundamete conservadora. La democratización, dando acceso a sectores medios y, en menor medida, a la clase obrera, rompe no solo este privilegio sino que va unida al avance de los principios de laicidad y de la necesaria separación del dogma de la ciencia, es decir, a la modernidad.
Los programas de impulso industrial del desarrollismo y de la sustitución de importaciones exigieron en su momento aumentar notoriamente el número de profesionales y, en algunos casos, propiciaron inclusive la aparición de núcleos de investigación propia como un intento de limitar la dependencia tecnológica. Los nuevos centros industriales y comerciales, una agricultura moderna, el robustecimiento del aparato estatal y el mismo proceso de urbanización acelerada han generado necesidades urgentes que un sistema educativo de mayores dimensiones ha satisfecho en las décadas pasadas.
Pero para el modelo neoliberal, que enfatiza en la exportación de materias primas y mercancías de escaso valor agregado, renunciando a todo proyecto de desarrollo industrial propio, este tipo de educación superior resulta innecesario y su financiación pública un despilfarro contrario a su flosofía mercantil, según la cual cada cual tendrá la educación que pueda financiarse. Los proyectos educativos en curso, que afectan a muchos más países en el área, son la culminación de un lento proceso que en los últimos años ha venido debilitando sistemáticamente la función central de la universidad pública, al tiempo que se promueve su lenta privatización. Se comienza por elevar las tasas que ya se pagan, por lo general pequeñas y en proporción a los ingresos familiares, en una escalada que las acerca a los ‘costes reales’, hasta hacer que tales cantidades solo puedan sufragarse por la mayoría de los afectados acudiendo a préstamos que generan hipotecas que, en muchos casos, cubren buena parte de la vida laboral del ‘afortunado’, tal como ocurre con la vivienda, otra cruz que lleva a cuestas la clase trabajadora.
Por otra parte, el Estado va disminuyendo poco a poco sus compromisos con los centros educativos públicos de manera que a la vuelta de un par de años éstos se ven abrumados por enormes deudas imposibles de afrontar con unos presupuestos que menguan o crecen siempre muy por debajo de sus necesidades reales. Se reduce drásticamente el fondo de inversiones, se limita el número de profesores de planta y se obliga a los centros a contratar personal eventual –más barato–, se renuncia a expansiones necesarias en todos los campos, se sacrifica la investigación y, al final, el gobierno exige a los centros académicos que asuman al menos parte de su financiación, para lo cual se ofrecen ‘generosamente’ empresas y entes privados, cuando no directamente universidades y fundaciones extranjeras. A cambio, las universidades tienen que acomodar sus estrategias académicas a las exigencias y necesidades de sus nuevos socios, mientras la operación es presentada por el gobierno como una oportuna ‘apertura’ de los centros académicos, como el fin de esas ‘torres de marfil’ que viven de espaldas a la realidad nacional y como la construcción saludable de un necesario ‘vínculo con la sociedad’.
Se privatiza poco a poco o de manera brutal, como se pretende ahora en Chile y Colombia, provocando las enormes movilizaciones estudiantiles que han despertado amplias simpatías en la población, unos respaldos masivos de la opinión pública que explican los éxitos del movimiento: Piñera y Santos han sido puestos literalmente contra la pared.
Dentro del esquema neoliberal no cabe, entonces, una universidad pública que funcione como centro clave del pensamiento, como vector insustituible de cualquier proyecto nacional serio. No se ve la necesidad de financiar entidades que produzcan no solo profesionales y técnicos sino sobre todo científicos y filósofos que piensen la nación. ¿Para qué desarrollar caros proyectos de investigación pura, fundamentales para la tecnología y la ciencia aplicada, si tales retos ya los realizan los nichos del pensamiento en los países centrales del capitalismo? Si dentro de la estrategia del nuevo libre cambio la clase dominante criolla solo aspira a insertarse de lleno en el tejido mundial del capitalismo como socios menores de las economías metropolitanas, como apéndices políticos de los centros de poder mundial, como simples receptores de la basura cultural que se les entrega y como fieles aliados que ofrecen bases militares para afianzar el poder de Occidente en contra de cualquiera que desafíe el orden mundial. ¿Para qué una universidad cuya función es, precisamente, sentar las bases científicas y tecnológicas de un proyecto de nación con autonomía, independencia y prosperidad de ésta y las futuras generaciones? Para estos servidores incondicionales del imperio –el que sea–, estos países tienen suficiente con centros de formación media que administren adecuadamente las nuevas repúblicas bananeras.
Las movilizaciones de los estudiantes ponen sobre el tapete un debate fundamental y sus exigencias van mucho más allá de sus reivindicaciones particulares: financiación suficiente, gratuidad, democracia interna, autonomía académica, relación directa con los problemas del país, bienestar universitario y, ante todo, calidad. En esta lucha se juega en buena medida la suerte misma del país, su formación como una entidad digna de tal nombre. ¿Ocurre por azar que los imperios de Occidente se hayan aplicado con tanta diligencia a destruir primero que todo los centros universitarios en el Iraq ocupado? Liquidar profesores y científicos, demoler bibliotecas y centros de investigación, saquear el patrimonio cultural y fomentar mediante el terror la emigración masiva de profesionales y académicos es parte de una política imperialista y no simplemente ‘efectos colaterales del conflicto’. Guardando las debidas distancias, no muy distinto es el propósito de unas reformas que, en Latinoamérica, tienen una clara inspiración estadounidense, al punto que están recogidas de manera explícita en los Tratados de Libre Comercio (TLC). Se trata de debilitar al máximo esos centros del pensamiento, esos semilleros de incorformismo, esas fábricas del saber sin las cuales un país estará a disposición de que otros piensen por él sus problemas.
Los neoliberales también en esto reviven las viejas mañas de sus predecesores del librecambio en el siglo XIX, que pretendían consagrar para estas naciones, como legado divino, la condición de simples productores de materias primas y mercancías de escaso valor agregado destinadas a satisfacer la demanda de las metrópolis. No son tampoco muy distintos del general Morillo, el carnicero que ordenó el fusilamiento de un sabio patriota neogranadino afirmando: “España no necesita sabios”. Cuando se impone el TLC, que entre otros fines busca remodelar a fondo nuestros centros de educación superior a imagen y semejanza de los intereses del imperialismo, bien puede repetirse la sentencia: en efecto, ‘Washington no necesita científicos en Latinoamérica’. Tampoco los requiere nuestra clase dominante, que se basta y se sobra con profesionales obedientes, técnicos de mediopelo y políticos de irremediable vocación cipaya.
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El camino para la construccion del pliego de reivindicaciones o la declaratoria de los estudiantes latinoamericanos debe concentrarse en un evento que concentre las voces camino al foro de Sau Paulo.