Por: Édgar Isch L.
Con motivo del lamentable debilitamiento de la salud de Nelson Mandela, se ha vuelto a escuchar sobre la historia del apartheid.
Mandela es justamente uno de los más importantes líderes populares en la lucha contra el régimen racista instaurado en la República de Sudáfrica a modo de la dictadura perpetua de una minoría que empleaba herramientas de separación de naciones, con una clasificación racial que determinaba todos los aspectos de la vida de las personas. La minoría blanca, con el 13% de la población, era propietaria del 87% del territorio, mientras la mayoría, clasificada como los ‘no blancos’, tenía destinado un 13% del territorio en los peores suelos.
Lamentablemente, el fin del régimen político del apartheid no significó el fin de la diferenciación económica porque el proyecto político mayoritariamente hegemónico no se propuso superar el capitalismo sino crear una democracia capitalista que mantuviera todos los mecanismos de acumulación de la riqueza en pocas manos. Ésta fue la limitación del gobierno del propio Mandela, cuando el popular Congreso Nacional Africano renunció a la posibilidad histórica de realizar transformaciones aún más profundas y necesarias en Sudáfrica.
Por lo general, se relaciona el apartheid con Sudáfrica, como si fuera el resultado exclusivamente de condiciones nacionales. Éstas son importantes, sin duda, si por ejemplo miramos la conformación de la Iglesia Afrikaner, que usó la Biblia para justificar el racismo más atroz; así como el proceso colonial sobre grupos étnicos y tribales que no lograron unirse para enfrentar a los invasores, y su distanciamiento con los movimientos independentistas de centro y norte del África. Todas éstas son parte de las particularidades, pero el apartheid tiene expresiones diferenciadas en otras partes del mundo y se muestra como parte de los resultados del capitalismo.
Apartheid no sólo es racismo. Su definición en lengua afrikan es un ‘desarrollo separado’ y desigual, que incluyó la prohibición de interrelación racial: por ejemplo, los matrimonios entre personas de distinto origen étnico estaban prohibidos y en caso de duda de la clasificación racial de un niño ésta la realizaba una oficina pública, llegando a separarlo de sus padres si consideraban que no eran de raza idéntica. Este desarrollo separado de los distintos pueblos fue calificado por el último primer ministro de la Sudáfrica blanca, Pieter Botha, como ‘desarrollo multinacional’ en territorios separados que era el ‘gran apartheid‘, diferenciado del ‘pequeño apartheid‘ que era la ‘diferenciación vertical de razas’. El objetivo final del este ‘gran apartheid’ fue la división de la República de Sudáfrica en once Estados independientes, en once países distintos, a partir de los pequeños espacios dejados anteriormente como ‘reservas’ de los pueblos africanos originarios, que se repartían el 13% del territorio.
La mayoría negra sólo podía salir de esos territorios con permiso de las autoridades blancas y únicamente para salir a ser super explotados en las fábricas, agroindustrias o minas de diamante, pero sin derechos por ser considerados ‘extranjeros’ que, por otra parte, no tenían pasaporte reconocido en el mundo. Con excepción de quienes trabajaban en el servicio doméstico, los negros no tenían posibilidad de vivir en las ciudades de los blancos. Es decir, estas reservas o bantustanes fueron gigantescos campos de concentración de fuerza laboral sin ningún derecho, con prohibición de cualquier forma organizativa y en condiciones para que sus habitantes apenas sobrevieran y regresaran a entregar su trabajo al siguiente día. De modo que el racismo no era sino la justificación de una modalidad de extrema explotación de los trabajadores.
El apartheid en Israel y más allá
Cualquier persona enterada de cómo actúa el Estado de Israel, inspirado por el sionismo –que puede ser calificado como una expresión del fascismo–, habrá encontrado ya la similitud entre el apartheid y lo que sucede con las poblaciones palestinas. A Paletina se le destinan espacios territoriales pero no se le quiere reconocer su condición de país independiente, con lo que un 40% de sus habitantes trabajan en empresas de israelitas como extranjeros a los cuales niegan derechos y desechan cuando los mecanismos de represión lo requieren.
Esos territorios fueron separados, incluso en contra de las definiciones de la ONU de 1948 y posteriores acuerdos, como campos de concentración y las medidas de discriminación étnica y religiosa son constantes. Israel controla los principales recursos naturales, lo que incluye a las mayores fuentes de agua cuyo acceso se impide a las poblaciones palestinas como una forma de castigo que, por demás, es considerada como crimen de guerra por la Convención de Ginebra. Inclusive, se impide salir de esos territorios sin permisos especiales, bajo múltiples controles, lo que hace que de territorios pequeños rodeados por Israel la gente no pueda llegar rápidamente a un hospital, ni siquiera en casos de emergencia.
El tutelaje sudafricano sobre las reservaciones raciales luego llamadas homelands o ‘patrias’ es igual al que Israel mantiene sobre los territorios palestinos, a los que continúan invadiendo con nuevos asentamientos, a los que impide ingresar incluso a naves con ayuda humanitaria, a los que impide recibir préstamos o ayudas internacionales, cuyos desembolsos pasan casi siempre por la autorización de su gobierno.
La tercera sesión del Tribunal Russell (2011) sobre Palestina, un tribunal ético creado por el reiterado fracaso de los gobiernos para obligar a Israel a cumplir las resoluciones de la ONU, concluyó que el régimen impuesto sobre la población palestina se ajusta a la definición jurídica de apartheid por tres elementos clave: primero, se puede identificar claramente dos grupos raciales distintos –’racial’ tiene una definición amplia, que incluye aspectos étnicos o nacionales–; segundo, se cometen actos inhumanos contra el grupo subordinado; y, tercero, dichos actos se dan de manera sistemática en el contexto de un régimen institucionalizado de dominación de un grupo sobre el otro.
Para añadir a las similitudes, la fragmentación territorial generalizada se conoce en Israel con el término hafrada, que en hebreo significa separación.
Los muros fronterizos: otra expresión del apartheid
El ‘desarrollo separado’ se observa más disimulado en las normas migratorias de los países imperialistas. Calculan cuánta fuerza de trabajo requieren y la dejan entrar desde países pobres para superexplotarla. Cuando los trabajadores no son necesarios se les pone barreras, se controla su tránsito y se generan condiciones de discriminación permanente.
Mantener ese ‘desarrollo separado’ implica siempre justificaciones racistas y etnocentristas, pero, ante todo, es una consecuencia del desarrollo desigual que caracteriza al capitalismo y su fase imperialista, en la que sin países dependientes no puede haber países imperialistas, así como sin pobres no puede haber ricos.
El empleo de medidas que se dirigen a impedir la movilidad humana de pueblos a los cuales las transnacionales expolian y dejan sin recursos, a no ser que se los requiera en su aparato productivo, es para los gobiernos imperialistas algo necesario si se quiere mantener el modelo global de acumulación de capitales y riqueza en pocas manos. De allí que, como parte de esas medidas de control de la movilidad, esté el establecimiento de barreras de distinto tipo, incluyendo barreras físicas en forma de muros.
Pero incluso en las ciudades de las potencias mundiales o en la ciudades latinoamericanas los muros también separan a las urbanizaciones de lujo de los ricos, a sus centros de recreo y demás posesiones, del resto de la ciudad. Muros físicos e invisibles crean también verdaderas concentraciones de los pobres en pequeños barrios. La separación es permanente, aunque las formas sean más disimuladas y se usen otras justificaciones ideológicas distintas al racismo: ‘son pobres porque son vagos’, ‘no tienen espíritu empresarial ni aprendieron a ser emprendedores’, ‘les gusta vivir de la caridad’ son unas pocas entre muchas formas de ocultar la iniquidad social.
Ahora, los muros crecen y nacen más. Por ejemplo, Grecia a pesar de la crisis destinó tres millones de dólares para construir un muro de 10,3 km para impedir el ingreso de migrantes turcos. El apartheid está vivo y se expresa en las relaciones entre los países y entre las clases sociales. Es una vergüenza en la historia de la humanidad y una aberración que debe ser eliminada.
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Publicado originalmente por el Periódico Opción.
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