Jakeline Romero Epieyu, lideresa wayúu. Foto: Escuela de Comunicación Wayúu.
A Jakeline Romero Epiayú le ha tocado ver como cada año la mina de El Cerrejón le arrebata grandes mordidas a lo que era el territorio ancestral de su pueblo wayúu, mientras la gente muere de sed y hambre en el desierto.

Por: Marcela Zuluaga Contreras – noviembre 8 de 2021

A Jakeline Romero Epiayú le ha tocado ver como cada año la mina de El Cerrejón le arrebata grandes mordidas a lo que era el territorio ancestral de su pueblo wayúu, mientras la gente muere de sed y hambre en el desierto.

Conseguir agua en La Guajira es un reto de todos los días para los wayúu, uno de los pueblos indígenas más numerosos en Colombia. La mayoría de ellos no solo vive en un desierto que cubre más de la mitad del departamento ubicado junto al mar Caribe sino que enfrenta la contaminación y desvío de las pocas fuentes hídricas de la región por la expansión de El Cerrejón, la mina de carbón a cielo abierto más grande del mundo que usa gran parte del líquido vital que extrae para lavar las más de 32 millones de toneladas métricas del mineral que se exportan cada año a Europa, Asia y Estados Unidos, principalmente.

A Jakeline Romero Epiayú le tocó crecer viendo como cada año la mina le iba arrebatando grandes mordidas a lo que era el territorio ancestral de su pueblo wayúu y cómo iba expulsando también a las comunidades afrodescendientes que se asentaron en La Guajira desde los levantamientos negros de finales del siglo XVI. Conforme iban creciendo los pozos de extracción de El Cerrejón, la gente se quedó sin tierra, enferma, muriendo de sed y de hambre, con sus sitios sagrados profanados y con sus ríos desviados para la voraz demanda de la empresa carbonera. Según recuerda:

Justo en la zona donde yo me encuentro […] ha habido destrucción de fuentes hídricas […] Además del arroyo Bruno estamos hablando de más de 17 afluentes del río Ranchería que, en el histórico que va de la empresa, se han desviado sin ningún tipo de control.

Si se pregunta en La Guajira por las mujeres wayúu, cualquiera destaca en primer lugar su fuerte carácter. Tal vez por este temperamento y por el temple que desarrolla la gente conviviendo con el desierto es que este pueblo originario ha logrado sobrevivir a un territorio difícil, a la llegada de las multinacionales y a la guerra. Jakeline es una de estas mujeres y sabe muy bien que defender el único río que tiene su territorio es evitar la desaparición del pueblo wayúu: sin agua no hay posibilidad de que la gente sobreviva en este clima extremo. Por eso, junto a sus compañeras de la Fuerza de Mujeres Wayúu, o Sütsuin Jieyuu Wayúu, una organización que nace en 2006 para defender los derechos humanos de este pueblo originario y a la que ella se vinculó en 2011, viene luchando contra la expansión minera y recurriendo, incluso, a las Naciones Unidas para que se paren las obras que El Cerrejón adelanta para desviar el arroyo Bruno, un afluente del río Ranchería.

La larga sed de los wayúu

Se sabe de las tradiciones que los wayúu definen su identidad como un pueblo de pescadores, pastores y comerciantes con fuertes tradiciones a los que los españoles nunca pudieron doblegar luego de su llegada al continente que luego llamarían América, y que los sucesivos gobiernos de los tiempos republicanos han tenido que verlos con respeto desde la Independencia. Según el censo de 2018, del lado colombiano de la frontera su población es de 380.460 personas y en Venezuela, en el estado Zulia, llega a ser de 415.498. Sus historias se mueven como la yonna, su danza tradicional; suenan a vallenato, el ritmo que mestiza su música tradicional con el acordeón europeo; tienen sabor a chivo, ganado fundamental para su gastronomía y para el trueque; y huelen a chirrinchi, su dulce licor tradicional que destilan desde tiempos ancestrales usando leña de guayacán para calentar sus alambiques y que toman para despedir colectivamente a sus muertos.

El río Ranchería es sagrado para los wayúu y es el principal cuerpo de agua de La Guajira, atraviesa 9 de los 15 municipios del departamento y es fuente de abastecimiento directo para la gente que vive en poblaciones como Distracción, Fonseca y Barrancas, e indirecto para Hatonuevo y Albania, donde se ubica la mina.

Jakeline, a lo largo de su vida, ha visto la larga agonía del río. Conforme los afluentes que entregan sus aguas al Ranchería se han ido secando hay cada vez menos agua en La Guajira y la vida se ha vuelto más difícil. Los wayúu, para quienes el agua es sagrada, han tenido que enfrentar la paradoja de tener en su territorio a una de las empresas mineras más grandes y ricas de Latinoamérica y habitar, al mismo tiempo, una zona totalmente empobrecida. Durante 2020 La Guajira fue el departamento con la mayor incidencia de pobreza monetaria en Colombia, con un 66,3%, según datos del Departamento Nacional de Estadística (DANE), mientras el 90% de la población trabaja en la informalidad y los niños wayúu mueren literalmente de hambre y sed: más de 4.000 menores de este pueblo originario han fallecido en la última década, presentando la mayor mortalidad en Colombia para menores de cinco años por causas relacionadas con desnutrición, una estadística casi seis veces mayor al resto del país desde antes de la pandemia, según reporta el Instituto Nacional de Salud.

La situación de los wayúu es de tal gravedad que, en septiembre de 2020, el relator especial de la ONU sobre derechos humanos y medio ambiente, David Boyd, pidió a Colombia que suspenda al menos temporalmente las actividades de El Cerrejón, puesto que la contaminación del aire producida por el polvillo de carbón y el uso del agua para actividades mineras incrementa el riesgo de enfermedad para esta población, lo cual es especialmente peligroso en medio de la pandemia por la COVID-19. El relator aseguró que:

Es absolutamente vital que Colombia proteja los derechos de los pueblos indígenas a la vida, la salud, el agua, el saneamiento y a un medio ambiente seguro, limpio, sano y sostenible, deteniendo la minería cerca de la reserva Provincial hasta que pueda realizarse de forma segura.

Provincial es la comunidad wayúu más cercana a la mina de El Cerrejón: está ubicada en el municipio de Barrancas, el mismo donde vive Jakeline, y desde allí puede divisarse el descomunal agujero perforado por la compañía desde hace cerca de cuatro décadas, en especial los tajos Patilla, Comuneros y 100 que actualmente se encuentran en explotación. Provincial huele a azufre y carbón quemado, no tiene acueducto y la habitan más de 400 personas que, día a día, deben lidiar con la contaminación del aire producida por los explosivos y el polvillo de carbón que queda adherido a sus pulmones, su piel, sus siembras y sus animales, esos pequeños puntos negros que enferman y se llevan la vida poco a poco.

Otra de las comunidades afectadas es El Rocío, situada a orillas del Arroyo Bruno, que se encuentra también en riesgo de desalojo a causa de la expansión de la mina. Uno de sus líderes, Leobardo Sierra, cuenta por qué su gente se resiste a los intereses de El Cerrejón y defienden el territorio del cual dependen sus familias.

Entrevista a Leobardo Sierra, líder comunal y autoridad tradicional de El Rocío, comunidad afectada por el desvío del arroyo Bruno.

Cerca de allí, en 2014, El Cerrejón se valió de un permiso de la Corporación Autónoma Regional de La Guajira (Corpoguajira), que es la autoridad ambiental regional, para empezar la tala de bosque nativo en un área de 155,2 hectáreas, la superficie aproximada de 218 campos de fútbol. En 2016, el gobierno colombiano, a través de la Autoridad Nacional de Licencias Ambientales y Corpoguajira, le dio el visto bueno a la minera para represar, canalizar y desviar el arroyo Bruno en un tramo de 3,6 km, justo en la zona que habían empezado a deforestar dos años antes, lo cual le dio a la empresa acceso a más de 40 millones de toneladas de carbón que, según se calcula, están bajo el lecho de este curso de agua, mucho más de su producción promedio anual. Según argumenta El Cerrejón, este desvío estaba planeado desde 1983.

Poco antes de que se autorizaran las obras, diferentes comunidades de La Guajira trataron de impedir el desvío del arroyo Bruno a través de una acción de tutela, un mecanismo constitucional para la protección de derechos fundamentales. Luego de un largo trámite, el caso pasó a ser revisado por la Corte Constitucional que lo estudió durante más de un año y ordenó detener el proyecto para amparar los derechos fundamentales al agua, la seguridad alimentaria y la salud de las comunidades wayúu. No obstante, en estos siete años de disputa entre los indígenas y la compañía minera por el agua del arroyo Bruno el común denominador han sido las estratagemas legales por parte de la minera para eludir el cumplimiento de la orden judicial y las agresiones por parte de paramilitares y otros grupos armados en contra de las lideresas y organizaciones indígenas, como Jakeline y sus compañeras de la Fuerza de Mujeres Wayúu.

La principal maniobra de la minera ante los reclamos de las comunidades ha sido asegurar que, por operar desde 1976, es decir, 17 años antes de promulgada la normativa ambiental vigente, la empresa no está obligada a hacer consulta previa a las comunidades indígenas sobre las operaciones que puedan afectarlas ni a que el Gobierno colombiano le dé una licencia ambiental para las mismas, por lo que es suficiente con que estas estén enmarcadas en un plan de manejo ambiental que elaboran sus técnicos y que contiene las medidas de prevención, mitigación, corrección o compensación de los impactos que la empresa calcula por su cuenta que generan sus actividades. En otras palabras, los requisitos ambientales para El Cerrejón solo los pone El Cerrejón, no el Estado colombiano ni las comunidades.

Esto, por supuesto, choca de frente con lo ordenado por la Corte Constitucional y ha causado una gran polémica con las comunidades y defensores del medio ambiente como Jakeline, pues nadie sabe cómo es que El Cerrejón va a reparar el daño causado por las obras ya adelantadas para el desvío del arroyo Bruno y a hacer que este retorne a su cauce natural, mientras los niños y niñas wayúu siguen muriendo de sed.

¿Para dónde se va el agua de La Guajira?

Mientras en Europa una persona tiene a su disposición en promedio 120 litros de agua al día, según la Comisión Europea, y en Colombia la demanda per cápita se sitúa en 160 litros diarios, según el Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales (IDEAM), una persona en La Guajira solo tiene acceso a 0,7 litros del líquido vital al día para suplir sus necesidades vitales. Por esto, la población más pobre del departamento, en particular la indígena, muere hoy de hambre y desnutrición.

En contraste, El Cerrejón alcanza un consumo diario de entre 17 millones de litros, según denuncian las comunidades, y 24 millones de litros, según Terrae una organización especializada en temas geoambientales cuyo concepto técnico cita la Corte Constitucional en una de sus decisiones frente al problema del agua en los territorios wayúu. De acuerdo con Terrae, “este consumo entra en conflicto con el consumo humano […] en los momentos en que las lluvias son muy escasas o inexistentes (diciembre, enero y febrero), y los consumos son muy altos”.

24 millones de litros de agua equivalen a poco más de lo necesario para llenar 7 piscinas olímpicas y dejarlas listas para esperar a sus nadadores.

Al menos una quinta parte de esta monumental cantidad de agua es sacada cada día del río Ranchería y sus afluentes, como el arroyo Bruno. El Cerrejón la usa, principalmente, para bombearla a alta presión y lavar lo que extrae de la mina, separando así el carbón de la roca a la que se encuentra adherido. Además de esto, el líquido vital se emplea para regarlo sobre las vías sin pavimentar por las que se mueven los gigantescos vehículos que transportan el mineral y así asentar el polvo altamente contaminante que levanta la maquinaria. Asimismo, una parte se destina a las máquinas de bomberos que se dedican a prevenir y apagar los incendios que se inician espontáneamente al rayo del sol en las enormes pilas en las que se se acumula el mineral a exportar, toda vez que los yacimientos colombianos producen principalmente un carbón bituminoso que posee una gran cantidad de azufre, lo cual no solo lo hace muy volátil sino también altamente contaminante al ser quemado y causante de lluvia ácida.

En junio, la multinacional suiza Glencore anunció la compra de las participaciones de la anglo australiana BHP y la inglesa Anglo American en El Cerrejón, quedándose con la totalidad de la operación minera de este enclave en La Guajira. Según la información que entregó a sus accionistas sobre sus operaciones en 2020, la compañía calcula las reservas de la mina instalada en territorio wayúu entre 260 y 350 millones de toneladas de carbón, lo que en promedio y a precio de hoy le podría acarrear ingresos a futuro por más de USD 10.522,5 millones en la década de actividades que le quedaría por delante en La Guajira colombiana.

Sobrevivir para elevar la voz y denunciar

Mientras el gigante minero proyecta enormes ganancias sin decir claramente qué medidas tomará para evitar que la gente de La Guajira siga muriendo de sed y de hambre, o para reparar los daños ambientales que queden cuando se retire de este territorio, quienes enfrentan cada día la destrucción de los ecosistemas afectados por El Cerrejón, como Jakeline, afrontan amenazas, atentados y diversas formas de hostigamientos para que dejen de denunciar lo que pasa en esta zona del norte de Colombia. A pesar de esto, no guardan silencio.

Jakeline sabe muy bien que, a consecuencia de su liderazgo y denuncias, ha sido víctima de diversos ataques durante los últimos 10 años: señalamientos, seguimientos, ataques por redes sociales, amenazas a través de panfletos de grupos paramilitares y de llamadas telefónicas a una de sus hijas han sido varias de las formas en que han pretendido silenciarla, afortunadamente, sin éxito. La lideresa asegura que:

Ser indígena, afrodescendiente, campesina, líder y de paso mujer, eso ya es un riesgo. No tendríamos por qué enfrentarnos a una labor de riesgo cuando vamos a exigir derechos, por ejemplo, cuando yo voy a decir al ente territorial que no tengo agua en mi comunidad.

Estas agresiones no son nuevas para ella ni para sus compañeras de la Fuerza de Mujeres Wayúu. En 2007, cuando el país empezaba a saber de los horrores cometidos por los paramilitares en La Guajira, desconocidos incendiaron la casa de la lideresa Arelis Beatriz Ojeda Jayariyu, quien había venido denunciando la situación de las 36 familias desplazadas por ese grupo armado que se habían asentado en la ranchería Wepiapaa del municipio de Dibulla. Luego, en 2012, Jakeline, ya convertida en una de las caras visibles de la organización, recibió por primera vez amenazas de muerte, algo que se repetiría dos años después con su hija, quien recibió una llamada telefónica para intimidarla a ella y su familia el 5 de mayo de 2014, apenas cuatro meses después de que El Cerrejón recibiera su permiso para talar árboles junto al arroyo Bruno y de que estallaran las tensiones con las comunidades indígenas por este proyecto.

No obstante, las agresiones contra Jakeline y su familia no pararon allí. El 13 de diciembre de 2016, un año después de instaurada la acción de tutela para parar el proyecto del arroyo Bruno y mientras la Corte Constitucional estudiaba el caso, la lideresa recibió un mensaje de texto anónimo en su teléfono celular en el que se le advertía que “no se meta en lo que no le incumbe, evite problemas, sus hijas están muy lindas y piense en ellas, gran malparida perjudicial, evite problema [sic] porque hasta su madre se la desaparezco”.

También ha sufrido amenazas colectivas como parte de la Fuerza de Mujeres Wayúu en repetidas ocasiones. En octubre de 2018, mayo de 2019 y marzo de 2020 su nombre o el de su organización aparecieron en panfletos en los que las Águilas Negras, un grupo paramilitar cuya existencia niega el gobierno colombiano, las declaraban como objetivo militar al tiempo que los conflictos sociales en La Guajira seguían agudizándose.

Jakeline no le resta importancia a las amenazas, pero destaca que “también hay una responsabilidad estatal de reconocer esa labor de ser defensor” y recuerda a las autoridades su obligación de proteger a quienes, como ella, luchan por los derechos de sus comunidades y la naturaleza. Critica, por supuesto, que las autoridades sigan enfocando la seguridad como un asunto de entregar objetos como teléfonos celulares, chalecos antibalas o vehículos blindados a cada persona en riesgo, mientras dejan de lado ofrecer garantías colectivas a las comunidades basadas en sus tradiciones y cultura, como pasa con el pueblo wayúu.

Hace cerca de una década la Fuerza de Mujeres Wayúu le exige a la Unidad Nacional de Protección (UNP), la institución encargada de cuidar la vida de los defensores de derechos humanos, periodistas y líderes políticos en alto riesgo en Colombia, que implemente un mecanismo colectivo que sea respetuoso de la cultura de este pueblo originario y sea capaz de dar tranquilidad a toda la población en riesgo en La Guajira. Por esto, acepta Jakeline, se sintió aliviada en 2019 cuando la entidad estatal le desmontó el esquema de protección que tenía, que incluía un guardaespaldas no relacionado con el mundo wayúu, y pasaron a ser personas de su pueblo las que, con el apoyo de la UNP, pasaron a ser responsables de su seguridad, aunque esto también tiene sus limitaciones:

Lo que tenemos ahora es un esquema colectivo en la organización, que no es tampoco mucha garantía porque somos muchas mujeres en La Guajira y no cumple con lo que realmente debería ser la garantía para la protección de la vida de los líderes.

Cuando se le pregunta qué se necesita para que estas agresiones se detengan, Jakeline no duda en señalar que:

Es importante que la sociedad civil internacional le exija a sus gobiernos respeto a los derechos humanos por parte de las empresas transnacionales de los distintos países que llegan porque el carbón que sale de La Guajira no se consume en Colombia, va directamente a Europa, Estados Unidos, y otras partes del mundo.

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